Ángela Becerra - Algún día, hoy

Ángela Becerra: “Soy fiel a mi voz, como escribo, prácticamente soy”

La Premio Planeta 2009 ha ganado el Premio Fernando Lara este año con la novela Algún día, hoy (de la que presentamos un capítulo). Es la más vendida de Colombia y aquí explica su historia.

Ciudad de México, 12 de julio (MaremotoM).- Conocimos a Ángela Becerra (Colombia, 1957) cuando ganó el Premio Planeta en 2009. Fue con su novela Ella, que todo lo tuvo, cuando también fue finalista El dinero del diablo, del autor mexicano Pedro Ángel Palou.

Ahora ha regresado con una novela de casi 900 páginas (cuando se imprimió fue de 813) donde destaca la historia real de Betsabé Espinel, una mujer que fue la primera en defender sus derechos, la amistad con Capitolina Mejía y en el medio el amor de un francés, Emmanuel que se enamora de ella y de su naturaleza.

“Era tal su fuerza y su belleza que, incluso en su ausencia, la sentía omnipresente. Estaba plena de una identidad única e intransferible. La vida se le desbordaba por los ojos en cascadas de luz y en ese aroma botánico que emanaba de sus poros”.

Becerra, con una prosa detenida en lo salvaje y en describir a veces criaturas fantasmales que vienen de la naturaleza o animales de nombres extraños, describe un poco esa Colombia que miraba y dependía de París. Ella misma dice: “me encantaría vivir en el París de 1920”, contando además que los pobladores de esa época contrataban a arquitectos belgas para que les hicieran las casas como europeas.

No sabe dónde clasificarse, si estar entre Laura Restrepo y Gabriel García Márquez, como esa persona que narra fantasiosamente una realidad que no describió totalmente el boom, aunque ella es una de las escritoras que más vende en su país de origen.

Ganadora del Premio Planeta –como dijimos-, acaba de ganar el Premio Fernando Lara este año por esta novela que la dejó con el cursor suspendido cuando la terminó, “esa ficción que te lleva por los caminos y los personajes sin que yo lo sepa. Uno programa una novela, pero al mismo tiempo la novela te sorprende”, dijo en la sala de Planeta, reunida ante tres periodistas, explicando los ejes de una historia que le resultó como es ella, “profunda y divertida”.

“Para mí el resumen es que esta novela es un canto a la liberación de las mujeres, a la feminidad. Es un monumento al amor. Este hombre la ve a ella como igual. Esa es la diferencia y él ha aprendido a respetar lo que es la mujer. Es un canto a ese amor, un monumento a esa amistad de esas dos niñas que es capaz del sacrificio. La magia del poder meternos allí y poder oler a tierra, esta novela tiene un aroma vegetal. La oscuridad con la que empieza hasta convertirse en luz, ser parte de la transformación de todos los personajes y acompañarlos emocionalmente, esa es la fuerza que tiene esta novela?”, dice Ángela Becerra.

–El tema de la feminidad cae en estos tiempos, ¿cómo elegiste los temas de la novela?

–Es una buena pregunta. Cuando me encuentro con esta historia delante de un televisor. Era 2013. Todavía Emma Watson no había dado su discurso en las Naciones Unidas. No existía el #metoo, no existía ese movimiento que empezó ese año después. Sin embargo, todo el tema de lo femenino en cada una de mis novelas las protagonistas mujeres tienen fuerza. Yo creo en la fuerza de la mujer. Fue fortuito que se hubiera dado esta historia, las historias llegan solas. Ojalá que acabara la novela pronto, pero la novela empezó a crecer y no había manera de acabarla. Yo escribo para ser feliz y para que esto sea lo mejor de mí. Si esta novela pide más tiempo y si pasó el momento, ¿qué le vamos a hacer? Esta novela se acabó como ella quiso. Cuando se acabó, yo no quería que lo hiciera. Cuando se queda el cursor que queda como palpitando, me estaba despidiendo de ella. No me salió ninguna palabra más. Salieron 890 páginas en la primera versión.

–Traes en la novela a Simone Weil y construyes un personaje muy potente como Betsabé Espinel…con un amor como el de Emmanuel…

–Siempre he pensado que el amor es importante. El amor mueve al mundo. No veo la vida sin amor. Escribo novelas que me gustaría encontrar para leerlas yo. Me hacía falta el amor para el Betsabé. Quería hacer una Betsabé muy femenina y muy fuerte a la vez. Se ha hablado del feminismo durante muchos años, un feminismo que estaba haciendo una caricatura masculina. Mujeres que cogían actuaciones masculinas, perdiendo feminidad, para buscar un respeto. Ella no renuncia a ser femenina. Yo creo en el feminismo de ahora, en un feminismo que enaltece a la feminidad. Hay un orgullo por esa inteligencia y esa intuición femeninas. El que existiera el amor dentro de esa historia, no era porque estuviera coja esa historia, sino porque creo se puede mostrar un amor son iguales de potentes. Los dos se admiran, hay una igualdad entre los dos. Si a mí me hubieran dicho qué época de la vida hubiera querido vivir, me hubiera gustado vivir el París de los años 20.

Ángela Becerra - Algún día, hoy
La clase alta lo que busca es copiar a Europa, dice Ángela. Foto: MaremotoM

–¿Qué historia de Europa hay en Colombia?

–Cuando empecé a investigar los inicios del siglo XX en Colombia, noto que hay dos clases sociales muy marcadas, que siguen estando. La clase alta lo que busca es copiar a Europa. En estos momentos, la tendencia es más Estados Unidos. En esos momentos, el refinamiento, la elegancia, se reflejan en París o en Londres. Ellos importaban arquitectos belgas, para hacer las casas. Un gran arquitecto, Charles Emile Carré, hace muchísima de la arquitectura de aquella época. Toda la ropa era traída de París.

–Usas un lenguaje diferente en esta novela, ¿tal vez influida por la naturaleza?

–Creo que la voz literaria, mi voz, está allí. Cada historia te posee y en esta novela que tiene mucho de exuberancia, de vegetación, yo me metí en la selva. Hay árboles, la mitología que hay en la selva, toda esa cantidad de personajes que hacen parte de la oscuridad de las veredas. Iba pidiendo palabras, pájaros desconocidos y personajes que son muy importantes que parecen inventados, como Epifanio Mejía, un poeta que termina en el manicomio. Estaba enamorado de un río y ese río tiene nombre de una mujer y comienza a hacerle poemas.

–¿Cómo se enmarca esto dentro de la literatura colombiana?

–Yo nunca me he clasificado, en alguna de mis novelas me decían que era de misterio, pero no era así, yo le pido prestado a los géneros para contar mis historias. Sin clasificar nada, soy fiel a mi voz, como escribo prácticamente soy. En mi primera novela, Los amores negados, me acuerdo de un crítico que me dijo es profunda y divertida, tiene que elegir. Y yo lo que le dije era que yo era profunda y divertida.

–¿Cómo vives lo que está pasando en Colombia? Vienen noticias muy malas de allá, con todos los dirigentes sociales asesinados…

–Con mucha pena, con mucho dolor, pensábamos que habíamos entrado en un camino de la paz, pues es una cosa complicada y difícil, parecía que estábamos arrancando. No es que vuelva todo a empezar. No soy pesimista. Quiero creer que se va a reencauzar. No estábamos como estábamos antes, estamos mejor, pero todavía falta para alcanzar la paz.

Ángela Becerra - Algún día, hoy
La gran novela de Becerra. Foto: Planeta

Fragmento de la novela Algún día, hoy, de Ángela Becerra, con autorización de Planeta.

1

El cielo había decidido vengarse del silencio.

Un desconcierto de relámpagos desangraba la noche y caía sobre el poblado de Bello, astillándose con furia sobre los matorrales y los tejados de sus casas, como si fuera un juicio final destiempado.

En medio de tantos bramidos celestes, el grito de Celsa Julia se diluía en aquel barrizal en el que había caído por culpa de la oscuridad. El parto adelantado de ese bebé, al que había escondido bajo una ruana durante meses, era inminente.

No pudo impedirlo, a pesar de cruzar las piernas con todas sus fuerzas. Cuanto más apretaba, buscando contener el viscoso líquido que se deslizaba por sus muslos, la pequeña cabeza más pujaba por salir. Se metió la mano por entre la falda y trató de introducirla de nuevo en su vientre, pero ya era tarde; sus dedos tropezaron con la cabellera enmarañada y pegachenta de aquel bulto de carne.

Era un accidente. El fruto de una tarde torcida. La vergüenza de su estúpida ingenuidad y de las patrañas de aquel hombre que, una vez había obtenido lo que buscaba, la había amenazado con echarla a la calle si contaba algo de lo ocurrido a su mujer.

No lo quería, no podía tenerlo. No deseaba por nada del mundo que el niño repitiera su misma suerte.

Nadie la auxiliaba. En aquel camino que jamás había tomado y menos a esas horas de la noche, solo habitaban los fantasmas —aquellos seres de los que tanto había oído hablar a su loca abuela—, y un barranquero, pájaro cínico que la miraba burlón.

Estaba en medio de su muerte y de esa nueva vida. Perdida entre el deseo de abandonarlo y huir, o el de cogerlo y sumergirse en el río para ahogarse con él en una ceremonia íntima y fugaz que a nadie interesaba.

Sentía el desgarro de sus entrañas en la lluvia helada que lloraba con ella el nacimiento de ese pobre niño. Un niño que no debía venir al mundo. Un niño que, por más que luchó por impedir que naciera, de repente acababa de caer de bruces en el barro.

Lo recogió. Entre sus manos era solo un amasijo de huesos y piel embadurnado de sangre y lodo. Con sus dientes cortó el cordón que la ataba a aquella criatura, y mientras lo hacía un relámpago iluminó el sexo del pequeño:

—¡Niñaaaaaaaa! —vociferó—. ¡Maldita sea!

El llanto de Celsa Julia Espinal creció y se unió al primer grito de su hija. En ese instante un rayo partió en dos el algarrobo milenario que las resguardaba del diluvio, y un pedazo de tronco cayó sobre ellas sepultándolas.

A lo lejos, las campanas de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario marcaban con sus tañidos las tres de la madrugada. El padre Evangélico regresaba de dar la extremaunción a Pascasia Arboleda que agonizaba de un cólico miserere. En plena medianoche, el nieto de la anciana había aporreado la puerta de la sacristía y él se había visto obligado a salir en volandas hasta el rancho, que se encontraba perdido entre la marabunta de los árboles.

En medio de los yarumos, muy cerca de la quebrada de La Loca, le pareció oír unos débiles aullidos. Instintivamente, apretó entre sus dedos el crucifijo que colgaba de su cuello. A esa hora era habitual que las chuchas, aquellos marsupiales gigantescos que la gente confundía con ratas, se adueñaran del campo. Aunque era una tontería temerlas, desde pequeño les tenía pánico. Empezó a huir, pero a medida que se alejaba del lugar los gemidos crecían. De repente, sus zapatos se hundieron en la greda y un bulto se movió en la oscuridad.

Lo que parecía una enorme bestia era una mujer desesperada que se revolcaba entre el lodo, buscando el pequeño cuerpo de su hija.

—Mi hijita, mi hijita… —le gritaba enloquecida al cura

agarrándole por la sotana—. Se me la tragó La Chupabrava.

Evangélico se deshizo como pudo de las manos de la desconocida, metió los brazos hasta el fondo del lodazal y tras removerlo palpó un piecito. El resto del cuerpo estaba atrapado en un enfurecido remolino que lo succionaba. Tiró de él con fuerza —temiendo que fuese demasiado tarde—, hasta arrancarlo de las fauces del barro.

El cuerpo inerte y anegado de lodo de la hija de Celsa era rescatado por el cura.

La mujer aullaba su dolor mientras el sacerdote apretaba la naricita de la niña y soplaba por su boca, tratando de devolverla a la vida.

—Mi hija, mi hijita… ¡Sálvela! —gritaba desconsolada—.

¡Es un castigo divino! Dios me está castigando por haber pecado de pensamiento. Pensé ahogarla en el río, ahogarme con ella, y Él lo vio, por eso me castiga. Santísima Virgen…

Tras varios intentos fallidos, Evangélico dejó de insuflarle aire, dibujó el signo de la cruz en su frente y la depositó en brazos de su madre.

—Lo siento, señora, ya no puedo hacer más —le dijo desconsolado, y levantando la mirada al cielo continuó—: Son los designios de Dios. Deberíamos bautizarla, para que su pobrecita alma no quede vagando por este mundo… o se vaya al limbo.

Por los muslos de Celsa Julia Espinal aún corría la sangre.

No había expulsado la placenta y se sentía sin fuerzas, pero no dijo nada. Como en un trance empezó a arrullar el cuerpecito del bebé, al tiempo que le cantaba Duérmete, niña, duérmete ya…

—Hoy es sábado —continuó diciendo Evangélico sin darse cuenta del estado en que se hallaba la mujer—. La llamaremos Betsabé, que significa ‘Hija del Sábado’, ‘Protegida de Dios’. ¿Le parece bien?

La mujer no contestó. Seguía, como ida, meciendo a su pequeña.

El sacerdote extrajo del bolsillo de su sotana un pañuelo y una botellita de agua bendita. Limpió la cabeza de la pequeña y al hacerlo descubrió que su piel era blanca y sus faccionesfinas y aristocráticas. En su rostro no había signos de sufrimiento. Parecía un ángel dormido.

Tras la tormenta, una luna como rosa blanca iluminaba el pelo negro de la recién nacida mientras el sacerdote recitaba en latín:

—Ego te baptizo, Betsabé, in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti… Acoge, Señor, a este angelito que…

En ese instante, de la boca de la niña empezó a emanar un hilo de barro que se convirtió en un caudaloso buche del que saltaban diminutos renacuajos.

Y el llanto de un bebé inundó el bosque.

A la misma hora en que Celsa Julia Espinal daba a luz, a escasos kilómetros de Bello, en la Villa de Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín, entre sábanas traídas de París, palanganas de plata y paños calientes, una mujer desgarrada de dolor pujaba con todas sus fuerzas mientras la comadrona hundía sus puños cerrados contra su abdomen, tratando de que el bebé descendiera hasta el cuello del útero.

El parto se complicaba con riesgo de muerte.

En lugar de que la cabeza coronara la salida, de la maraña de pelo púbico asomaba un delgado talón. La criatura venía de pies al mundo y, para colmo de males, había defecado dentro del líquido amniótico.

Urgía sacarla cuanto antes.

Después del sufrimiento de catorce horas, en las que el marido de la parturienta aguardaba con desesperación la llegada de su anhelado hijo varón para que un día se ocupara por entero del importante negocio familiar y que su gallardo apellido se perpetuara; para ponerle el nombre que durante generaciones habían llevado su tatarabuelo, su bisabuelo, su abuelo, su padre y él; para que hiciera realidad la lista de sus sueños frustrados; para que viniera a proteger a sus siete hermanas, después de tanta espera, en lugar de un hombre nacía la octava hija de Conrado Mejía y Céfora Echavarría.

Ángela Becerra - Algún día, hoy
Ángela Becerra explica su novela. Foto: MaremotoM

La comadrona, consciente del peligro que corría el bebé, se había precipitado y tirado con demasiada fuerza de su pequeño pie, descaderándola.

Aquella niña de piel nívea, ojos dorados y unas facciones como si hubiesen sido cinceladas por las manos de Miguel Ángel, la hija más bella de Conrado y Céfora, jamás caminaría con la elegancia y el donaire de las Mejía Echavarría.

Tras ese accidentado nacimiento y la terrible decepción del padre, Céfora entró en una profunda depresión. No comía ni dormía; tampoco se ocupaba de su recién nacida ni de las demás hijas. Solo lloraba.

Se refugió en la habitación que quedaba al fondo del pasillo del tercer piso, donde nadie entraba desde la muerte de la abuela sorda que siempre había leído sus labios. Esa mater urbi et orbi que entregó su vida acompañándola en silencio, quien a pesar de haber perdido el oído y la voz, nunca le había fallado. Ni siquiera ahora que llevaba cinco años muerta. A la venerable anciana Conrado la quiso desde el primer momento.

Sabía que casándose con Céfora también se casaba con ella, pues era la única familia que le había quedado a su esposa tras la trágica muerte de sus padres, ocurrida en Kenia a manos de dos leones asesinos. El doctor Echavarría, entusiasta seguidor de las intrépidas y valientes expediciones que la Royal Geographical Society de Londres patrocinaba en África, quería darle una sorpresa a su mujer y había contratado un safari por el Masailand de Kenia donde celebrarían sus cinco años de amor. Aquel exótico viaje que todos los medellinenses de renombre envidiaron en su momento resultaría un suceso mortal del que dieron eco los grandes periódicos del mundo.

El doctor Echavarría y su mujer morirían sin poder cumplir su quinto aniversario de bodas, dejando una hija huérfana con una portentosa fortuna. De esa terrible pérdida, Céfora nunca se recuperó, pero aprendió a vivir gracias al abnegado amor de su abuela. Por eso, cada vez que algo le dolía, corría a refugiarse en aquella habitación; lo único que le quedaba de la anciana.

En su obligado encierro Céfora prohibió la entrada a todos, salvo a Consolación, la sirvienta fiel que junto a su abuela la había ayudado a criar a sus hijas. Esta, cada mañana, con un artefacto traído de Londres extraía de los pezones de su señora la leche para los biberones de la pobre niña, mientras la parturienta lloraba desconsolada.

—Si sigue con esa tristeza, se le va a agriar la leche, señora —le dijo la criada en tono premonitorio al darse cuenta de que en el recipiente de cristal unas extrañas bolitas se desprendían del líquido y se depositaban en la superficie.

Pero Céfora no oía; su tristeza la había ensordecido.

El cuarto quedó cerrado a cal y canto. En la soberbia mansión de los Mejía Echavarría se prohibieron las visitas y los juegos de bridge. Aquella suntuosa casa, admirada por la alegría de las fiestas y los sibaritas banquetes que organizaban sus dueños, se sumió en un estado letárgico. Hasta los maderos de la regia escalera, que acostumbraban a crujir en la noche con las evanescentes apariciones de la abuela muerta, se silenciaron.

No hubo poder humano que sacara a Céfora de su estado.

Avanzado el puerperio, la cosa fue a peor.

La recién nacida quedó a cargo de la servidumbre, que sentía una pena inmensa por la criaturita abandonada.

Al darse cuenta del delicadísimo problema de los señores, y sin ningún tipo de oposición, Consolación tomó el mando de la casa.

Hizo trasladar a la recién nacida a la cocina, con su primorosa cuna de encajes y bordados azules —como correspondía a las expectativas de sus progenitores—, tratando de que el  aroma de los manjares cocinados le abriera el apetito.

Mientras trillaban el maíz para hacer las arepas del desayuno, le cantaban canciones de cuna. Cocinaban los fríjoles, cortaban en tajadas los plátanos y fritaban los chicharrones a su lado. Picaban cebolla, tomate, cilantro y hierbas aromáticas buscando alguna reacción, pero no conseguían nada. La criaturita lloraba y lloraba desconsolada.

Hasta colocaron a su lado el fonógrafo de Edison, traído del viaje de novios de sus padres, y lo hacían sonar con el Concierto para violín n.º 5 de Mozart, que levantaba el ánimo a los muertos, sin ningún tipo de resultado.

Y aunque se esforzaban en cuidarla, nada la calmaba.

De un día para otro rechazó la leche de la madre y dejó de comer.

La desesperación de Conrado fue tal que, al no hallar solución en la medicina tradicional, decidió llamar a su primo e íntimo amigo, el excelentísimo arzobispo de Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín, don Teodomiro Mejía y Trujillo, que inmediatamente puso en marcha una operación santificadora para ahuyentar la terrible maldición que había caído sobre la familia de su primo: una niña de ojos con un tono sospechosamente sulfuroso —un infernal amarillo— que, a juzgar por sus rebeldes comportamientos neófitos, seguramente llevaba el diablo dentro.

Haría un sahumerio amargo de ruda, altamisa, verbena, cicuta, ajenjo y pino, y regaría todos los rincones de la casa repitiendo: «Casa de Jerusalén, donde Jesucristo entró por primera vez, el mal al punto salió entrando a la vez el bien. Yo te pido Jesús también que saques el mal de aquí y hagas entrar el bien, por Cristo Señor, Amén». Y a continuación realizaría otro sahumerio dulce, al que añadiría quemas de incienso y mirra, flores de botón de oro y siempreviva, sándalo rojo y palo santo. Tras exorcizar a la pequeña y limpiarle el aura con santificaciones y baños benditos para convertirla en un ser limpio, liberado de todo mal, perfumaría de bienaventuranza cada rincón de ese hogar.

Como supremo prelado de la ciudad y primo hermano en línea directa de Conrado Mejía —hombre respetado en todo Antioquia por su empuje y tesón—, la tarea prioritaria sería ahuyentar el mal que acechaba a su familia, y de paso darse a conocer como el gran enviado de Dios en esas lejanas tierras que tanto necesitaban de su protección divina.

Todo el mundo sabría que él, Teodomiro Mejía y Trujillo, excelentísimo arzobispo de Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín, había sido bendecido por el Altísimo otorgándole en su bondad los divinos poderes de sanación.

Celsa Julia Espinal y Betsabé se recuperaban del accidentado alumbramiento en un estrecho cuarto que el padre Evangélico había adecuado para ellas en la desvencijada casa parroquial de Bello.

Durante días, la recién nacida se había comportado como si no fuera de este mundo. Aunque su cuerpecito conservaba la dulce tibieza de la vida, no se le sentía ni la respiración.

Parecía que no necesitara del aire.

Pero si acercabas el oído a su pecho, se escuchaba nítido el sonido nocturno del bosque. Como si la música del río, grillos y sapos, currucutús y arrendajos hubiesen anidado en ella.

A pesar de que sus ojos permanecían cerrados al mundo en un imperturbable y misterioso letargo, no existía la menor duda de que estaba viva. De cada poro de su piel emanaba un intenso aroma silvestre de humedad vegetal, que perfumaba no solo la habitación sino todas las estancias de la casa.

No lloraba ni emitía ningún sonido.

Lo único que hacía era mantener su boquita pegada al pezón izquierdo de Celsa Julia, succionando vida, mientras el derecho derramaba una leche que tristemente se perdía en un viejo paño de algodón. Por más que su madre insistiera, no había manera de que la niña quisiera beber de este ni una gota.

Al tiempo que la pequeña sobrevivía en su neonatal silencio, Celsa Julia no abandonaba sus rezos internos. La salvación de su hijita la había dejado en deuda con sus santísimas vírgenes.

Prometía y prometía altares y velas en rosarios que se encadenaban uno a otro, en un sinfín de Gozosos, Dolorosos y Gloriosos con salves finales y aleluyas introductorias. En ello estaba cuando oyó los pasos del padre Evangélico, que se detenía delante de la desteñida cortina azul que separaba el cuarto del patio interior.

—¿Puedo pasar?

—Pase, padre, pase —le contestó Celsa escondiendo entre la cobija de lana el pecho del que mamaba la niña.

—¿Sigue sin emitir ningún sonido? —le preguntó el cura refiriéndose a la pequeña.

—Nadita, padre. No dice nadita de nada, pero sigue muerta de hambre. Tengo miedo de que…

—¿De qué?

—De que se le haya metido algún espíritu maligno y lo tenga en el estómago.

—¡Ay, hija!, las supersticiones no son buenas. Usted ya sabe que la niña está protegida por Dios. ¡Que esté viva es un verdadero milagro!

En el instante mismo en el que el padre Evangélico se percataba de que en el suelo de tierra, a los pies de la escueta cama donde permanecían madre e hija, germinaban los primeros brotes de orquídeas catleyas —entre un musgo que nadie había sembrado— y unas enredaderas trepaban por el catre, oyó los golpes de la oxidada aldaba de la puerta principal.

Se apresuró a abrir. Era un enviado de la arquidiócesis. Un pobre patipelado que traía un sobre lacrado con la caligrafía inconfundible de monseñor Mejía y Trujillo.

Lo abrió intrigado mientras el mensajero lo observaba.

—Puede marcharse, hijo —le sugirió poniendo en su mano una moneda—. Tenga, para que le compre una panocha a su mamá.

Pero el muchacho no se movió; lo miraba fijamente. Convencido de que esperaba algo más, el cura lo bendijo.

El chico se santiguó al tiempo que le aclaraba:

—Señor cura, perdone. No puedo irme por más bendiciones que me dé. Me dijeron que no me fuera hasta que usted no leyera la carta, y que me esperara a su respuesta.

—Pues, mientras tanto, pase, mijito, a la cocina y dígale a sor Bernardina que le dé una aguapanelita caliente, que hace una cara de muerto que asusta.

El joven desapareció por el estrecho pasillo de tierra —levantando en su carrera una nube de polvo— mientras Evangélico abría la carta, convencido de que esta le traería la noticia de que la arquidiócesis finalmente se haría cargo de la reparación de los techos de la capilla, que se encontraban en estado calamitoso. Ahora, además de los santos, hasta los feligreses corrían peligro de muerte.

La leyó.

No era nada por el estilo. Sin embargo, lo que la misiva decía le llegó como caído del cielo, pues hacía días que buscaba desesperadamente una solución a lo que se le había convertido en un delicado y difícil problema.

Las malas lenguas empezaban a especular.

Algunos decían que la protegida era una hermana suya, que venía de lejos tratando de esconder el pecado de esa niña sin padre. Otros, que era la hija Natural de un hacendado o la bastarda de un conocido político, católico acérrimo, al que él encubría. Los más retorcidos afirmaban por lo bajo que la recién nacida era fruto de algún desliz suyo y por eso las acogía.

Que el padre de la criatura era él.

Las habladurías rodaban como lava ardiente por la calle del Carretero. Iban de boca en boca en un subibaja frenético de la calle Arriba a la calle Abajo, sin conmiseración ni descanso, y se asentaban en el parque de Santander donde, bajo la sombra de los mangos, acababan floreciendo jugosas, convertidas en el más delicioso manjar al que todos querían meterle la cuchara.

Por eso, últimamente prefería recluirse en la iglesia y en sus rezos en lugar de exponerse a los buitres que sin ningún tipo de consideración desgarraban a picotazos sus hábitos y su honra.

De repente, sus oraciones eran escuchadas. Recogía los frutos de todas sus misivas.

Durante días había dado voces a las parroquias aledañas y a la propia arquidiócesis de Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín, explicando el drama de Las Salvadas de La Chupabrava, como eran llamadas por la gente.

No podía echarlas a la calle, pero tampoco podía seguir ocupándose de ellas por más tiempo.

El tema se le salía de las manos.

Ahora era el propio arzobispo quien le escribía para solicitarle encarecidamente que se hiciera cargo de la problemática de su primo.

Conocedor del drama de Celsa Julia y su hijita, en un instante de divina inspiración, a monseñor Mejía y Trujillo se le ocurrió que podía matar dos pájaros de un tiro.

Siendo práctico, se trataba de unir dos problemas y convertirlos en una lúcida solución en la que todos los implicados terminarían ganando.

Los Mejía Echavarría necesitaban urgentemente de una nodriza. Alguien que tuviera buena leche para que su octava hija no muriera de inanición. Y Celsa Julia Espinal, que necesitaba de un lugar donde estar con su criaturita, tenía leche de sobra.

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¡¡¡Alabado sea Dios!!!

La propuesta no podía ser más acertada.

El padre Evangélico conocía a Conrado Mejía mucho tiempo antes de que le asignaran la vicaría de Bello. Habían estudiado en el colegio de Antioquia donde ambos se graduaron con honores. Después se separaron.

Él había entrado en el Seminario Mayor de Medellín a estudiar Teología, respondiendo a una vocación en ciernes, mientras que Conrado, tras un largo y acalorado debate con su padre, acabó por convencerlo de que lo enviara a París, la Ciudad Luz —donde se cocinaba la alta cultura y las nuevas generaciones estaban en ebullición—, para continuar sus estudios superiores y licenciarse en Letras. Allí se codearía con gente cosmopolita y de rancio abolengo. Sería allí donde él, Conrado Mejía, iba a convertirse en todo un señor: el orgullo de su padre.

Desde aquella época el joven ya era famoso por sus manías, heredadas de los Mejía Quijano. Sobre todo, por la compulsiva afición que tenía a los diccionarios y a las palabras y nombres que comenzaban por la letra C. En su bolsillo jamás faltó la joya que le dejó en herencia su abuelo. Un primoroso diccionario del siglo xvii —de la Real Academia de la Lengua Castellana—, el primero ilustrado a tamaño miniatura, con tapas de piel de camello e incrustaciones de nácar que, además de ser una verdadera reliquia, había pasado de Conrado a Conrado a lo largo de seis generaciones.

Todo lo que tuviera que ver con la letra C le fascinaba. Conciertos, Claveles, Cocinar, Comer —Chicharrón y Carne, por supuesto—, Cantar, Conversar, Contar, Cortejar, Curiosear, Caminar… Llegó a tal punto su obsesión que acabó por convertirlo en una especie de fetiche y augurio de buena suerte.

Por eso, cuando conoció a Séfora Echavarría lo primero que le preguntó fue su nombre.

—¿Cómo te llamas? —le dijo con curiosidad malsana.

—Céfora —contestó aquella bella joven, de piel pura y ojos de ámbar cristalino.

—Céfora… ¿con S o con C? —insistió él deseando que la contestación fuera acertada.

Ella, que en realidad se llamaba Séfora con S pero que estaba advertida de su obsesiva manía, en ese instante decidió cambiar la inicial de su nombre. No fuera a ser que ese maravilloso hombre, del que solo verlo había quedado prendada, la rechazara y el castillo de sueños construido en el segundo mismo en que sus ojos se cruzaron con su mirada hipnótica se derrumbara de golpe.

—Con C —le aclaró sin pestañear.

Solo oír la respuesta, Conrado descansó. Supo que ella sería su mujer. Sus refinados ademanes, su elegancia de encajes, sedas y guipur, siempre vestida de blanco impoluto de la sombrilla a los pies, como correspondía según sus cánones a una auténtica dama. Su piel inmaculada, su sonrisa perfecta, su fuerza e inteligencia la convertían en la más bella y deseada candidata a ser la madre de sus hijos.

Todo iría bien.

Él le daría la protección y el amor que toda señorita de bien necesitaba. Administraría su fortuna, la que había dejado su padre tras su accidentada desaparición. Aquellos extensos cultivos de café que habían crecido gracias a las ingeniosas penitencias impuestas por el padre Benigno Romero, amigo íntimo de los Echavarría, quien había resuelto castigar a los pecadores haciéndoles sembrar cafetales en cantidades que crecían en proporción al calibre de la falta cometida.

Los cultivos se multiplicaron como el milagro de los panes y los peces. Las montañas quedaron florecidas de un subido verdor que rebozaba bonanza. Las exportaciones se fueron extendiendo a lo largo y ancho del mundo. En todos los países, el café de los Echavarría era sinónimo de calidad y aroma inigualables. Los viajes se transformaron en uno de los pasatiempos más amados por el padre de Céfora; un placer que finalmente acabaría llevándolo a la tumba, a él y a su querida esposa.

Iniciaron su relación convirtiendo la C en su amuleto. No hubo poder humano que los rescatara de ese fervor enfermizo en el que se sumieron. Céfora lo secundaba en todo y lo Complacía, con C mayúscula. Los cultivos iban bien porque, según ellos, el producto era nada menos que Café.

Un año después, y con el beneplácito de la abuela, Conrado y Céfora se comprometieron.

Dado el excéntrico carácter y la singularidad de su manía, el novio se empecinó en celebrar la boda en Cartagena de Indias, a pesar de que la ciudad estaba sumida en un terrible estado de abandono y devastación. El salitre devoraba a mordiscos las edificaciones con sus vahos inmisericordes, y las aldabas, con sus fauces abiertas, lloraban el herrumbre de los siglos y el lamento de tanto sudor de esclavo sometido. Los buques soltaban sus porquerías en las cercanías y toda la ciudad, con sus virreyes muertos y sus doncellas suspirantes, parecía vivir el destiempo de un sueño viejo.

Encargaron el vestido de novia al gran diseñador inglés, amigo del novio, Charles F. Worth, que lo envió desde la Rue de la Paix de París a Medellín.

Mientras esperaban la llegada del traje, las mujeres especulaban. En los salones de té más selectos, entre sorbos y degustaciones de exquisitos pasteles, se hacían suposiciones y ensoñaciones.

La realidad solo la sabían la novia y su abuela muda. Sería un traje de estilo renacentista —con bordados de encaje veneciano de punto en aire, realizados con hilos de plata y perlas incrustadas en el peau de soie y en la cola de seis metros—, como jamás se había visto. Sobre la cabeza llevaría la corona de diamantes que portara en su día su madre y que la abuela guardaba como reliquia de su aristocrático pasado inglés, y un tul ilusión saldría del moño y descendería como cascada por su espalda acompañando la cola nupcial.

Realizar el enlace fuera de Medellín dio mucho que hablar. Pero al final llegó a ponerse de moda entre los que se consideraban modernos y atrevidos.

La ceremonia fue el evento social más comentado de La Heroica. Oficiada por el propio obispo de Cartagena y una corte de diez prelados entre los que se encontraba su querido primo, que para ese entonces ya era un consagrado sacerdote.

En la catedral de Santa Catalina de Alejandría se reunió lo más refinado de la sociedad medellinense, bogotana y cartagenera.

Trajes de azúcar parisino, con modelos y tejidos nunca vistos. Pamelas de colores pasteles, adornadas con tules de punto y exóticas flores recién cortadas. Sombreros exquisitos, elaborados con plumas de faisanes, avestruces y águilas reales.

Guantes de finísimos encajes, zapatos forrados en sedas inglesas, abanicos pintados a mano con paisajes de nieves lejanas traídos del Viejo Mundo. Levitas, chisteras, plastrones, agujas y relojes, toda la belleza textil y el más refinado diseño desfilaron y se posaron en los bancos.

Entre vuelos de mariamulatas, loras despelucadas, tucanes espantados, guacamayas engreídas, trinos de pájaros y monjas de clausura —que en lugar de cantos convirtieron los coros en un concierto filarmónico de suspiros a cual más vehemente, pues nunca habían visto desde sus rejas una novia más bella a punto de entregarse a un hombre, y cada una se imaginaba ocupando su lugar—, pudo verse desde el presidente de la República don Carlos Holguín Mallarino y su esposa doña Margarita Caro Tovar hasta íntimos amigos parisinos como Claude Le Bleu, el industrial con quien Conrado compartía intereses mercantiles de gran calado, y Charles Carré, eminente arquitecto, quien más tarde se encargaría de la construcción de la catedral metropolitana de Medellín y sería el artífice del cambio urbanístico de la ciudad.

Fue tan especial el evento que incluso el prestigioso doctor cartagenero —famoso por su ojo clínico y por mejorar a cuantos enfermos se ponían en sus manos— don Juvenal Urbino y su esposa doña Fermina Daza asistieron a la ceremonia, a pesar de que ese día el médico había tenido que reconocer la muerte por cianuro de su querido amigo, el refugiado antillano Jeremiah de Saint­Amour.

El padrino no podía ser otro que su íntimo amigo don Coriolano Amador, quien aprovechando la ocasión y haciendo un despliegue de su poderío agasajó a los novios con un espectáculo circense de equilibristas, magos, fuegos artificiales y saltos mortales en pleno castillo de San Felipe de Barajas.

La recepción se dio en un sitio insólito habilitado por orden del obispo para el banquete: el convento de la Popa.

Conrado, fiel a sus principios y manías, logró convencer al prelado con un más que suculento sufragio que ayudaría a la reconstrucción del convento y de sus alrededores para que se realizara en aquel lugar olvidado de Dios.

Pese a su difícil y empinado acceso, carruajes de toda índole llegaron hasta el lugar, mientras que los pobres habitantes de las orillas de las ciénagas y de los barrizales, hediondos a letrinas y a putrefacción, imaginaban desde lejos los apetitosos manjares que allí se sirvieron.

Fue difícil que a tanta festividad no se acercaran las aves de mal agüero pregonando lo peor, ni aquellos que ensalzaron a los novios y los bendijeron como si de dioses benefactores se tratasen. Lo único cierto fue que tras ese acontecimiento, lentamente la ciudad dejó de ser la que era y se despertó del letargo.

Con el paso del tiempo el acto se recordaría como algo venido del cielo. Hasta llegaron a decir que mientras sucedía la ceremonia y los novios eran bendecidos, algunos mulatos vieron claramente sobre la cúpula de la basílica a dos ángeles con sus iridiscentes alas desplegadas y sus trompetas interpretando el Gloria in excelsis Deo.

Pasada la luna de miel, viaje que los llevó a Viena, Londres, París y Roma, y del que Céfora vino cargada de vajillas, cristales, adornos y deslumbrantes ropajes para su nuevo hogar, los esposos se instalaron en Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín.

En un extenso y tupido predio llamado El Prado, que quedaba al otro lado de la quebrada de Santa Elena —un sitio del que aún nadie hablaba ni se dignaba visitar—, Conrado Mejía encontró un terreno que tenía la peculiaridad de estar entre la calle Cuba y la calle Chile. Allí, su amigo francés, el arquitecto Carré, les construyó su mansión. Una soberbia casa de estilo palladiano —con artesonados de yeso, decorados en laminilla de oro, vidrieras catedralicias, y zócalos y pisos en madera—, que sería el orgullo de los Mejía Echavarría y la primera de las muchas casaquintas que convertirían ese barrio en el más elegante y bello de la época.

Y cuando empezaron los embarazos, que se fueron encadenando uno tras de otro, casi sin respetarse la reglamentada cuarentena y siempre con el obsesivo sueño de tener un hijo varón, pero también con la resignación del buen cristiano, buscaron los nombres adecuados a cada una de sus hijas.

Conradina, Celmira, Clotilde, Carlina, Carmela, Caridad, Constancia (por aquello de que la constancia vence lo que la dicha no alcanza) y a la última, ya que la divina Providencia no había querido bendecirlos con un hombrecito, sin mucha ilusión le pusieron Capitolina, en honor al capital que habían ido acumulando a lo largo de sus años.

En rasgos generales ese era Conrado Mejía. Un hombre definitivamente Curioso.

Por eso cuando su primo Teodomiro, el arzobispo, le comunicó la idea que tenía de traerse de Bello a una campesina que acababa de dar a luz a una niña, y así juntar a las dos madres con sus recién nacidas, Conrado no puso ningún impedimento. La necesidad de que su hija volviera a comer estaba por encima de todo. Además, la mujer venía muy recomendada por Evangélico, el que fuera su compañero de pupitre en sus años de infancia y adolescencia.

Solo una cosa le preocupaba y se le repetía constantemente en su cabeza como un martillo golpeando un clavo romo —su manía obsesiva compulsiva iba en aumento—. Había dicho que sí sin antes haber comprobado el nombre de quien daría de mamar a su hijita y para él eso era vital. ¿Cómo se llamaba la mujer?

Las horas se arrastraban por el suelo, mustias y silenciosas.

El destartalado reloj de la casa parroquial marcaba con sus asmáticos quejidos el paso de la noche. Eran las tres de la madrugada y Celsa Julia no podía conciliar el sueño. Apretada a su seno, la pequeña Betsabé dormía.

Sabía que debía partir con las primeras luces del amanecer a iniciar otra vida sin la protección del padre Evangélico y eso la aterrorizaba. Por más esfuerzos que hacía, no pegaba ojo. El corazón era un nudo en su estómago. Le desfilaban sus miedos, vestidos de luto como ánimas en pena, sentenciándole futuros sin futuro.

No tenía nada ni a nadie. Ningún motivo por el que existir… Salvo que ahora ya no podía morir.

Conocía de sobra lo que le deparaba el porvenir: el mismo por el que había transitado su madre. Por eso, cuando supo de su embarazo trató por todos los medios de que no llegara a buen término. Pero nada funcionó. Ni la ruda en ayunas, ni los purgantes, ni los espesos brebajes que le dieron las indias que se escondían en lo alto del cerro, ni las caídas que se provocó por los despeñaderos. Ni siquiera aquel parto tan accidentado sirvió para librarla de esa responsabilidad no buscada. No quería ser madre. Ni estaba preparada ni sabía; era ella quien siempre había necesitado una.

Toda su vida había sido el solitario peregrinaje por un va lle de espinas y abrojos. Injusticias, hambres y miedos, y un malvivir con las vacas; pegada a sus ubres calientes en medio del estiércol y la paja.

Al morir su madre, se dio cuenta de que su niñez había huido de su cuerpo sangrando. Ahora, además, estaba a merced de la caridad ajena, una caridad aparecida solo porque la acompañaba la suerte de que de sus senos brotaba abundante leche. Ahora ella era la vaca.

Llevaba a cuestas a un ser desvalido que dependía enteramente de ella. Celsa Julia Espinal, una mujer hecha de negaciones, frágil y paupérrima, por fin empezaba a ser consciente de lo que su pobre madre había vivido.

Jamás entendió el porqué de su nacimiento y su pobreza.

Jamás, el que su madre no tuviera tiempo para sus lloros y demandas; que no la hubiese defendido; que muriera sin habérsela llevado.

Se recordaba a sí misma, orinada y cagada, entre la pestilencia de sus propios  excrementos. Acurrucada en la esquina de aquella pared carcomida por los murciélagos, sin nadie que viniera a socorrerla y con la mano autoritaria de una enorme mujer que la obligaba a levantarse y a limpiar su porquería so pena de llevarla a que se la comieran las ratas. Pobre madre, pobre ella. ¡Pobre la desgracia de haber nacido pobre!

Ese era el futuro que la esperaba a Betsabé.

Irse a la capital, ahora. Ella, Celsa Julia Espinal. Irse a esa ciudad desconocida a la que se dirigía, huyendo de Santa Rosa de Osos la noche en que le sobrevino el parto.

Era allí, a esa especie de tierra prometida, adonde su débil sueño la conducía en aquel momento.

Había creído que era fácil deshacerse de ese ser que llevaba en sus entrañas. Había fantaseado con la idea de que aquel bebé desaparecería en el camino casi por arte de magia.

Irse sola, sí, completamente sola, a labrarse un futuro poniendo tierra de por medio entre aquel hombre y ella.

Pero la Virgen, no sabía por qué razón, ahora la ponía a prueba, dándole la oportunidad de redimir su pecado. Ese pecado de pensamiento, de rechazar aquella vida inocente.

Había entendido que si ella no quería que naciera su hija en ese momento no era por maldad, sino para evitarle sufrimientos.

El padre Evangélico le había dicho que en aquella familia la querían para que salvara a una pobre criaturita rechazada por su madre, que estaba a punto de morir porque su leche se había agriado por culpa de su frustración. Y a ella no le cabía en la cabeza cómo podría frustrarse una mujer que, según le había contado el cura, lo tenía todo y además le sobraba…

“¡No quiero pensar más! Tengo que dormir. Necesito descansar para que la leche no se me seque. Virgencita bendita, mándame un buen sueño y mucha leche. Quítame este miedo de encima y ayúdame a querer a mi hijita. Dios te salve María, llena eres de gracia…”, rezaba en voz alta.

La voz de Evangélico la interrumpió:

—¿Se puede?

—Entre, padre.

—Ya es la hora, mija. Alipio espera y el burro está ensillado. En la cocina sor Bernardina le preparó un fiambre para el camino. Fríjoles con arepa, de los que sobraron ayer, y un poco de arroz. También le puso aguapanelita con leche recién ordeñada, para que tenga con qué alimentar a esa criaturita. Ahora serán dos bocas.

El sacerdote la dejó para que se preparara. Con su desazón a cuestas, Celsa se vistió de desgana y pánico. Sacó de la pequeña cómoda el hábito viejo que sor Bernardina le había regalado para que hiciera con él “lo que a bien quisiera” y rasgó con sus manos un retazo grande. Lo ató a modo de pañuelo en la espalda, como lo hacían las indias, y metió dentro el cuerpecito de Betsabé que seguía en su imperturbable letargo. Con ella a cuestas, acabó de recoger los cuatro trapos que le hacían de pañales, tres saquitos que la monja había tejido a la carrera para la pequeña, y los guardó con la única muda que tenía para ella. Dio una última mirada al que fuese su refugio y cuando estaba a punto de irse, observó que las orquídeas y enredaderas que trepaban por el catre caían marchitas, y el musgo que había crecido bajo el lecho estaba chamuscado y cenizo, como si alguien lo hubiese quemado.

En el corredor la esperaba el padre Evangélico.

—¿Preparada, mija?

Las lágrimas le impidieron contestar. Se le habían amontonado en la garganta.

—No se ponga triste, que va a conocer otra vida mejor. Se va a la gran ciudad. También tiene que pensar en ese milagro que lleva a su espalda. Sacó un pañuelo del bolsillo de su sotana y se lo dio.

—Tome. Límpiese esas lágrimas y respire hondo. La vida es un camino largo, Celsa. Un camino de artesanos. Hay que ir puliendo las aristas de las piedras. Usted no es la primera madre que saca adelante a una hija sola.

—Me siento íngrima, padre —le dijo sollozando—. ¿Sabe lo que es eso? Íngrima… Sola.

—Todos estamos solos, mujer. Esa debería ser la primera toma de conciencia de la vida. Vamos encontrando compañeros de viaje… a ratos. Pero nadie andará el camino de nuestra vida por nosotros. Puso su mano sobre la espalda de Celsa y vio cómo sobresalía del improvisado atado la cabecita de la recién nacida. La bendijo y le entregó a Celsa Julia unas monedas y una estampita de la Virgen.

—Es lo único que tengo, pero seguro que le servirá para algo.

Cuando se despidieron ya el sol rompía a fuego la gélida bruma y la fantasmagórica silueta de las montañas se diluía en el lienzo azul de un cielo desteñido de alegrías.

Empezaron a dejar el corregimiento de Bello y se adentraron en el bosque.

Los cirirís cantaban enloquecidos una melodía vacía al nuevo día, pintando de amarillo subido la copa de los árboles, mientras las guacharacas, con sus desgarrados alaridos que cualquiera confundía con el llanto de un niño, le gritaban al oído su futuro.

Así fueron bordeando el caudaloso río. El mismo que hacía unos días la invitaba a morir ahora estaba rebosante de flores silvestres. Chagualos florecidos, geranios y besitos de todos los colores trataban de alegrarle el camino.

Alipio permanecía impasible en su silencio.

Tal como le había prometido al padre Evangélico, no soltaba palabra.

Aunque en el fondo le costara mucho no hablar, pues era preguntón por naturaleza, sabía que si incumplía la promesa el padre no volvería a bendecirlo y menos le daría a probar las deliciosas meriendas que elaboraba sor Bernardina.

Caminaron por entre laberintos de fresca clorofila, llenos de monsteras deliciosas y de árboles de formas humanas que con sus ramas imploraban abrazos. Tupidos follajes que a veces el muchacho tenía que abrir a punta de machete. En medio de tanta maleza infestada de peligros, se tuvieron que enfrentar a una falsa coral. La serpiente saltó sobre la cabeza de Celsa y después de intentar morderla en el cuello, huyó despavorida al percibir el olor bendito de la recién nacida.

De vez en cuando tropezaban con algún arriero, de carriel, poncho, parima y zurriago, fustigando a su pobre mula que llevaba la carga de café al pueblo vecino, o aparecían zorros marrones de patas negras, una especie de pequeños perros inofensivos que se distraían olisqueándolos sin más pretensiones que entretenerse y seguirlos por un rato en su camino, mientras de la nada surgían algunas casitas de bahareque y caña brava exhalando bocanadas de humo que escribían sobre sus techos la palabra Vida.

Esos paisajes llevaban a Celsa a imaginar familias felices sentadas alrededor de una mesa. Desayunando arepa, queso recién hecho y chocolatico caliente; riendo y preparándose para el nuevo día; compartiendo lo que ella jamás tendría oportunidad de vivir. Pero se obligaba a no pensarlo rezando el rosario compulsivamente y recitando para sus adentros salmos a Dios y cánticos a la Virgen. Con todo ello también lograba ahuyentar el miedo a lo desconocido, que a medida que avanzaba se empecinaba en devorarla.

Tras dos horas de camino, en medio de un bosque de eucaliptos y pinos, y con el lejano bostezo de una ciudad desconocida que despertaba a un nuevo día, Celsa sintió que Betsabé se removía atrás buscando comida.

Se detuvieron y bajo la sombra de un sietecueros desanudó el improvisado saco que colgaba de su espalda. Acercó la niña hacia sí, se desabotonó la blusa y la arrimó a su seno derecho, que le dolía y reventaba de leche, pero a pesar de insistir en que se agarrara a él, la pequeña lo rechazó.

—¿Qué mira? —le dijo Celsa a Alipio al verlo boquiabierto, observándola.

—Pues que me dio hambre —le contestó el muchacho riendo—. Si ella no lo quiere, déjemelo a mí.

—¡Sinvergüenza! Váyase y no vuelva hasta que no haya acabado. Por malo, esta noche se le va a aparecer el fraile sin cabeza y le va a jalar los pies. El chico salió corriendo y se escondió en el primer matorral que encontró. Desde allí empezó a apartar los malos pensamientos que le imploraban meterse la mano al bolsillo roto del pantalón y despertar su pecado. Cuando la pequeña se durmió y el burro pastaba a su lado, Celsa y Alipio comieron en silencio el fiambre preparado por la monja. Una vez lamieron las viandas, con el hambre que les quedaba ronroneando en las tripas, se bebieron la aguapanela a sorbitos encogidos, lavaron los trastos y reemprendieron el viaje.

Dos horas más tarde cruzaban el río y se adentraban en un empedrado camino.

A Celsa le dolían los pies y comenzaba a sentir en sus hombros el rigor del cansancio. Su falda negra había cogido el color del polvo del camino y sus fuerzas flaqueaban.

—¿Falta mucho? —le preguntó, jadeando, al muchacho.

—Pasar por el cementerio. ¿Lo ve? Es esa ciudad blanca y pequeñita.

—El muchacho le señaló el cementerio de San Pedro—. Y hacerles una oración a los ricos. Ya sabe… En esta tierra de injusticias, ellos son los santos. Después toca subir… A los pobres como nosotros, siempre nos toca subir.

Mientras observaba aquella ciudad silenciosa, Celsa sintió el deseo de pasearla. Esos panteones de increíbles esculturas marmóreas, con ilustres desconocidos convertidos en dioses y ángeles cansados de alas caídas, la hipnotizaban y no la dejaban pensar.

—No me diga que ahora le gustan los muertos ricos —le dijo con sorna Alipio al verla tan interesada, y continuó—: Si quiere, nos quedamos. Hay tumbas abiertas y sin dueño… Todo un hogar, jajá. Usted verá. A lo mejor resucita alguno y se casa con usted.

—Déjeme en paz o le pego un guarapazo, ¡pendejo!

Alipio continuó:

—En este lugar se aparecen ángeles, arcángeles y querubines, con su coro y sus santos. Pero esto que ve aquí es el germen de la futura revolución, que hará que el barro se subleve. Usted cree que yo soy bobo, pero de bobito no tengo sino el nombre.

Celsa no dijo nada. Se detuvo delante de una tumba y trató de descifrar lo que estaba tallado en el mármol, pero no sabía leer y para ella esas letras eran un galimatías sin sentido. Aun cuando aquellos monumentos la llamaban a gritos, decidió continuar.

Pasaron por el Camellón del Llano y fueron subiendo.

Cruzaron inmensos potreros hasta llegar a una calle que parecía un barrial. Arriba se repintaba sobre la bóveda celeste la silueta de una imponente quinta que ni en sus más insospechados sueños Celsa Julia Espinal habría podido imaginar.

Era algo que no pertenecía a este mundo. Para ella, significaba haber llegado al cielo: a un dudoso cielo.

La casa se erguía altanera, como una mujer que se sabe bella, en medio de un verdor pletórico de vida. Cadmios y guayacanes floridos, setos cortados minuciosamente y con formas de animales la rodeaban y reverenciaban como si fueran esclavos vegetales. Columnas nunca vistas, ventanas de pórticos abiertos parecían exhalar las voces de sus dueños. En el jardín, unos perros de raza desconocida por ella, altos y esbeltos, del color de la piedra oxidada y de ojos azules, corrían y se acercaban a la entrada con humana elegancia y poca algarabía.

Incrustado en un regio portal de hierro, el escudo de la familia con dos iniciales entrelazadas, “C y C”, envueltas en enredaderas y orquídeas de metales pintados, les cerraba el paso. Al lado una campana, con las mismas iniciales y dibujo, esperaba a ser tocada.

Después de pasar por el asombro, en la boca del estómago de Celsa Julia apareció un vacío y sus manos se fueron mojando de un sudor frío. Alipio descargó el saco que llevaba atado a la burra al tiempo que la mujer se aferraba al bulto caliente que ahora dormía entre sus senos. Algo en su interior le decía que no sería capaz de vivir allí.

El muchacho hizo sonar con fuerza la campana, pero ella la oyó muy lejos.

Estaba segura de que caería tratando de subir las relucientes escaleras que la aguardaban tras el portal. Miró las fastuosas pilastras que coronaban el porche y sintió que se le venían encima. Los árboles que custodiaban la mansión eran monstruos que buscaban engullirla.

En medio de su malestar, alcanzó a distinguir a una mujer con delantal blanco que bajaba seguida de un hombre elegantísimo.

Todo empezó a darle vueltas. Un remolino negro se la tragaba.

Alipio, al ver la cara de espanto de Celsa, le dijo:

—Tranquila, que no muerden.

Celsa ya no le oyó.

Cuando despertó, se encontró en un lugar desconocido.

Miró hacia abajo y sus ojos tropezaron con unos botines de cordobán marrón, como los que solo había visto en aquel hombre tan fino al que ahora no quería ni recordar.

Fue subiendo la mirada por encima de un impecable traje gris de raya diplomática, y mientras lo hacía respiró hondo y le llegó un olor a madera y almizcle almidonado. Más que a limpio, aquel cuerpo exhalaba un aroma a colonia carísima —perfume que una vez aspirado se quedaba grabado para siempre—. Al llegar al final del cuello, se cruzó con unos ojos inquisidores que la observaban sin parpadear.

Lo miró directa.

De pronto, el miedo se convertía en valentía. Una voz interior le dijo: “Este, ahí tan encopetado como lo ves, necesita de ti”.

Decidió repasarlo con parsimonia. El cabello negro y escueto, peinado con raya neta a la mitad, dibujaba unas entradas que ampliaban una frente adelantada. Su rostro, lívido y largo, contenía su repulsión. Pasados unos segundos, y tras revisarla de arriba abajo, del afilado bigote del presuntuoso hombre surgió una pregunta:

—Y usted, ¿cómo se llama?

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