Confinados

CONFINADOS | Cuando mi abuelo sabía cantar

Durante la travesía, que hicieron hacinados junto a los otros cientos de pobres que huían de la península, mi abuelo estaba tan triste que se ponía a cantar. Tenía una voz de tenor extraordinaria y un oído tan fino como para embelesar a la multitud sin necesidad de tener una orquesta acompañándolo.

Ciudad de México, 22 de mayo (MaremotoM).- La única vez que estuvo confinado en su vida fue durante los cuarenta días que duró el viaje en barco desde Italia a Argentina. Mi bisabuelo Francisco tenía en aquel tiempo sólo 13 años y viajaba acompañado de su hermano de 9 y de un tío de 20. Atrás quedaba el hambre, la miseria, sus otros hermanos y sus padres. La pobreza era tan grande “que mi mamá hervía un huevo y lo partía entre cuatro” solía recordar.

Durante la travesía, que hicieron hacinados junto a los otros cientos de pobres que huían de la península, mi abuelo estaba tan triste que se ponía a cantar. Tenía una voz de tenor extraordinaria y un oído tan fino como para embelesar a la multitud sin necesidad de tener una orquesta acompañándolo.

Sus canciones aliviaban también la angustia de sus compatriotas y todos guardaban silencio cuando el pequeño adolescente lanzaba al aire sus notas. Lo que mi bisabuelo no sabía era que en ese mismo barco, pero en primera clase, viajaba el famoso tenor Enrico Caruso, que se disponía a realizar lo que fue su única gira por Latinoamérica.

Una noche Caruso también oyó el canto de mi bisabuelo y preguntó a las autoridades del barco quién era ese niño que cantaba tan bien. Le dijeron que era un pasajero que viajaba abajo, con los otros inmigrantes. El tenor pidió entonces que lo fueran a buscar y a partir de esa noche Francisco subía a los salones acomodados del trasatlántico y cantaba para Enrico Caruso y sus amigos.

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Cuando llegaron al puerto se quedaron unos días en Buenos Aires y luego se internaron en tren en la llanura, rumbo hacia la pampa a la que se dirigían todos sus paisanos. Foto: Archivo Oscar Guisoni

Tanta fue la impresión que le causó su técnica, que no era otra que arte popular de cantar que desde siempre han tenido los piamonteses, que Caruso le pidió al tío de mi bisabuelo si podía llevarlo con él a la gira y así transformarlo en lo que estaba destinado a ser: un gran cantante de ópera. Pero el tío estaba ya demasiado abrumado por la responsabilidad de viajar con sus dos sobrinos pequeños y no quiso saber nada de perder uno en el camino en un incierto destino.

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Cuando llegaron al puerto se quedaron unos días en Buenos Aires y luego se internaron en tren en la llanura, rumbo hacia la pampa a la que se dirigían todos sus paisanos. Este viaje también era triste. El tren se detenía en las estaciones que funcionaban como un mercado de hombres y los hacendados esperaban la mano de obra barata que llegaba de Europa y contrataban a aquellos que menos dinero pedían por hora. Alguien le dijo a mi bisabuelo que cuanto más lejos iba el tren mejor iba a ser el sueldo que le pagaran, así que los tres siguieron hasta la última estación, el punta riel de Ingeniero Luiggi, donde el ferrocarril se acababa.

Durante los años siguientes mi bisabuelo siguió cantando. Cantaba en las fiestas familiares y en las reuniones con amigos. Nunca más volvió a ver a los hermanos que quedaron en Italia. Su padre, en cambio, se las arregló para viajar y estuvo un año con ellos en Argentina cuando mi bisabuelo ya era todo un hombre mayor y con una parva de hijos. A su madre tampoco la volvió a ver. Un día llegó un sobre con una carta de Italia con una guarda negra en un ángulo. Mi bisabuelo no lo quiso abrir. “La mama e morta” dijo. Y siguió cantando hasta ya no le dio la voz para aliviar la tristeza y la nostalgia, la suya, la de su hermano, la de su tío y la de todos sus compaisanos.

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