Confinados

CONFINADOS | La historia de M.

 “Sólo te puedo contar” dijo mi bisabuelo “lo poco que yo sé…” Y entornando los ojos como lo hacía siempre que se veía obligado a buscar cosas en lo profundo de su pasado, narró la historia de M.

Ciudad de México, 23 de agosto (MaremotoM).- La mujer se acomodó el pañuelo negro sobre su cabeza, la mantilla, la pollera, el pullover, los zapatos. Todo negro, como siempre. Salió al jardín poblado de rosas y malvones, llegó hasta el portal de alambre tejido y antes de partir volvió para comprobar que la puerta principal de la casa hubiera quedado sin llave. Entonces emprendió el camino hacia la iglesia con sus pasos cortos, su andar casi invisible, la mirada baja para no verse en la obligación de saludar a nadie.

A veces coincidía con ella en la madrugada. Ambos íbamos en la misma dirección. Ella a rezar, a la primera misa de la mañana. Yo a la escuela. Siempre la dejaba atrás. Nunca un “buen día” “¡qué tal!” “¡Qué frío que hace hoy!”. Ella no parecía verme, yo fingía que no la veía.

Por las tardes el ritual se repetía. Minutos antes de que las campanas de la capilla anunciaran la misa vespertina ella volvía a salir. Una o dos veces por semana la rutina se alteraba cuando hacía unos metros hasta el almacén de “los turcos” para comprar todo lo que necesitaba para sobrevivir. O para ir a la otra tienda, la de los otros “turcos”, para comprar la ropa negra con la que se confeccionaba todas sus ropas.

Un día le pregunté a un compañero con el que compartíamos el viaje hacia la escuela sobre ella, pero no supo decirme nada. Entonces le pregunté a mi bisabuelo, que el único de la familia que parecía conocer las historias de todos los que vivían en el pueblo. Y de los que había vivido y ya no estaban, también. “¡Uy!” me dijo “¿Todavía sigue ahí?”.

“Sólo te puedo contar” dijo mi bisabuelo “lo poco que yo sé…” Y entornando los ojos como lo hacía siempre que se veía obligado a buscar cosas en lo profundo de su pasado, narró la historia de M. O lo que él suponía que había sucedido con M. cuando todavía no vestía de negro, cuando aún no había decidido desaparecer para siempre del mundo de los vivos y encerrarse en su casa “en esa casa que era de sus padres, donde ella nació, esa casa” dijo mi bisabuelo “que sigue estando pintada con los mismos colores que cincuenta años atrás”, siempre igual a sí misma, las paredes rosadas, las tejas impecables, la puerta de alambre tejido pintada de verde.

En esa casa M. creció a la sombra de un padre con el alma negra como la ropa que ella iba a usar por el resto de sus días, un padre que murió joven poco después de que ella se casara y se fuera a vivir con el “tipo ese que vino quien sabe de dónde” y que “fue su marido hasta que ella se quedó embarazada y todos la pudimos ver paseando todavía por el pueblo, con su panza orgullosa”, como si expresara (mi bisabuelo no lo dijo, pero yo lo intuí) una victoria sutil, irrevocable, contra el espíritu negro que habitaba la casa e impregnaba a su familia.

Hasta que un día el niño nació, o al menos eso supusieron los vecinos, porque la vieron salir otra vez a pasear por el pueblo, flaca, pura piel huesos, idéntica a como la vería yo muchos más tarde en las mañanas de todas las estaciones, siempre con el mismo paso cansino, siempre rumbo hacia el mismo lugar.

Lo parió en su casa, a la vieja usanza, asistida por una partera que cuando mi bisabuelo me contó la historia, ya había muerto. Y unos días después vino el médico a verlo y le confirmó lo que ella ya intuía. Había dado a luz a “un monstruo”, le contó muchos años después el doctor a mi bisabuelo haciendo gala de una brutalidad sin filtro, “un niño sin futuro ni paz”, condenado a vivir postrado “hasta que la muerte se lo lleve, cosa que sucederá mucho antes de que ella se muera”.

Pero todo esto nadie lo supo, porque ella le rogó al médico que guardara silencio. “Ya pagaré yo mis culpas” le dijo “usted ocúpese nomás de que nadie se entere”. El médico cumplió y el resto del pueblo se sumió en especulaciones. ¿Había nacido muerto? ¿Por qué no salía ella a pasearlo en un carrito, como hacían el resto de las mujeres con los recién nacidos?

Poco tiempo después su padre murió. Y unos años más tarde también murió su madre. Y ella quedó sola en la casa ennegrecida, con un marido que se ausentaba meses enteros para ir a trabajar a la cosecha, o al menos eso es lo que ella suponía y la criatura, que tal y como el médico le había anticipado, nunca fue más que un trozo de carne inerte que crecía sólo por crecer, sin caminar ni pronunciar jamás palabra alguna, más que algún quejido cuando tenía hambre o algún grito extraño en la madrugada cuando lo atormentaba alguna extraña pesadilla.

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A partir de ese momento ella comenzó a vestir de negro. Y a emprender su viaje eterno de ida y vuelta a la iglesia, dispuesta a pagar una culpa que sólo ella conocía o creía comprender. Unos años más tarde, cuando el niño “tendría unos diez o doce años”, me dijo mi bisabuelo, “el tipo también la abandonó”. Tal vez estaba cansado de tanta oscuridad, quizá no pudo soportarlo.

El pueblo, mientras tanto, fue olvidando poco a poco la historia. Por eso cuando les pregunté a los vecinos nadie recordaba ni al niño ni al marido y sólo la veían como una “vieja chupacirios” que “sólo sale para ir a misa” y que “vaya uno a saber qué locura le pasa por su cabeza”. Su objetivo casi se había cumplido: lograr que la olvidaran, transformarse en una sombra, un fantasma que recorría el pueblo siempre por las mismas veredas, un remedo de persona que a nadie le importaba demasiado, que casi no podían registrar.

Hasta que una madrugada todo su esfuerzo estalló por los aires. Tal vez la despertó un murmullo o un grito, algo que la criatura emitió y que hizo levantarse en enaguas y correr hasta su lecho sólo para comprobar que todo había concluido, al fin había concluido, cuando le tomó su mano fría entra las suyas y supo que había muerto. Entonces se vistió con su ropa negra, la única que tenía a estas alturas, fue hasta la casa de don Comino, el funebrero y lo despertó con golpes de furia en la puerta. Y el hombre, que llevaba en su memoria el registro de los muertos y de los vivos no supo muy bien qué estaba sucediendo. ¿Qué hacía esa mujer a esas horas en su casa si ya no tenía a nadie para enterrar? ¿Acaso estaba por morir y venía a pedirle por anticipado que le preparara el entierro?

Ella se disculpó por las prisas y con una voz que nadie había oído, salvo el cura, que la confesaba todos los días librándola de aquella vieja culpa, le pidió un cajón “de un metro diez, veinte a lo sumo, para un niño que ha muerto”. Don Comino le dijo que tenía sólo uno y no se animó a preguntarle para quien era. Ella era pequeña, pero no tanto, pensó. “Lo único que le pido es que se apure” le dijo ella. O al menos así se lo contó don Comino a mi bisabuelo muchos años después.

Y mientras el funebrero preparaba el ataúd ella cruzó la plaza y fue hasta la iglesia y lo despertó al cura con la misma prisa. “Se murió” le dijo y el viejo sacerdote comprendió que el infierno de M. al fin se había acabado, se vistió con sus mejores ropas y se fue con ella hasta su casa a despedir al hombre (habían pasado ya treinta años desde que había nacido) que nunca había conocido.

Después todo sucedió muy rápido. “Apúrense” les rogaba la mujer “ya tiene su lugar en el cementerio, vamos a llevarlo antes de que salga el sol, no quiero que nadie se entere”. Así fue como partió la triste comitiva en el coche fúnebre. Ella, el cura, el funebrero y el niño que nunca fue un hombre, hacia su viaje final. Cuando el sol asomó ya todo había concluido.

A partir de ese día algo cambió en su rutina que despertó los recuerdos de aquellos que en el pueblo todavía guardaban en su memoria aquel tiempo fugaz de su embarazo, de su matrimonio con un hombre al que nunca habían tratado y de un misterio que jamás habían logrado resolver. Una vez al mes ella cambiaba su recorrido habitual y en vez de emprender el viaje hacia la iglesia iba hasta el cementerio con un ramo de rosas que arrancaba de su jardín y volvía a media tarde, siempre impertérrita, mirando la tierra que la había visto nacer y que era el único punto de referencia que tenía para no tropezar de una vez y para siempre con su negra existencia.

Cuando yo la conocí hacía tiempo ya que la criatura había muerto. Pero ella continuaba dejando abierta la puerta de su casa antes de ir a misa, como si temiera que los fantasmas que habitaban en el chalet no pudieran salir “si algo sucedía” justo cuando ella se había ido a rezar, a pagar por esas culpas eternas.

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