Confinados

CONFINADOS | Rosa y el luto, la tragedia, la muerte

Su sobrino, que heredó la antigua casona, se encontró con un edificio que permanecía igual a como había sido cuando todavía era una escuela. No tenía teléfono, radio, televisor. Nada que indicara que quien ahí había vivido durante toda su vida hubiera tenido alguna vez la intención de contactarse con el extraño mundo que la rodeaba.

Ciudad de México, 2 de junio (MaremotoM).- Nada llama más la atención, cualquiera sea el tamaño de la aldea, que aquellos que se confinan de por vida por propia elección o por el peso fatal de las circunstancias.

En una de las esquinas del barrio donde nací y donde pasé toda mi adolescencia vivía una extraña mujer, dentro de una casona arrumbada construida a principios del siglo pasado, que fue durante toda su vida una confinada absoluta.

Se llamaba Rosa, aunque para el resto del pueblo era “la Rosita”, como si de verla tan poco los vecinos la hubieran ido disminuyendo hasta dejarle adosado para siempre el diminutivo a su figura.

Su historia, que bien podría haber brotado de la pluma de García Lorca, estuvo signada desde siempre por el luto, la tragedia y la muerte. Rosa llegó al pueblo junto a sus padres, sus abuelos, sus hermanos y sus tíos en los años cuarenta, cuando la sequía y la crisis que asoló la pampa por aquellos años los obligó a dejar el campo donde ella había nacido.

Eran tantos en la familia que en vez de comprar una casa para vivir, su abuelo compró la vieja escuela primaria (la primera que se había construido en el pueblo) y en la que sólo se cursaba hasta cuarto grado. La escuela había quedado abandonada porque más de la mitad de la población había huido hacia Buenos Aires, expulsados por una llanura que de pronto se había vuelto infértil y hostil.

El abuelo intentó transformar la escuela en una casa, derrumbó algunas paredes y transformó las aulas en dormitorios en los que vivieron hacinados él, su mujer, sus hijos y sus nietos. La primera evidencia que tuvieron sus vecinos de que a aquella familia no le gustaba mucho el contacto con el resto del mundo fue que dejaron la antigua fachada de la escuela sin destruir, una pared solitaria que una virulenta tormenta de esas que asolan la pampa en los veranos, derribó con estrépito.

Rosita era niña y era compañera de escuela de mi padre, que vivía en la casa de al lado y que fue quien reconstruyó para mi esta historia de confinados que siempre me produjo una gran intriga.

Cuando tuvo edad para los amores comenzaron las tragedias. Su abuelo se enfermó y ella, que era la más pequeña de todos, se hizo cargo de cuidarlo como se cuidaban a los enfermos en los tiempos antiguos: al lado de la cama, esperando la muerte. Esa fue la primera vez que Rosita se vistió de negro. Y cuando no se había sacado todavía las ropas del luto enfermó su padre y ella, que todavía tal vez soñaba con salir de aquella casa extraña, volvió a ocupar su lugar al lado del lecho. Tal vez fue así que se fue acostumbrando al encierro.

Su papá murió y ella volvió a vestir de negro. Y luego enfermó su abuela y también su mamá y Rosita se olvidó de que afuera había una vida posible y de tanto andar de negro y gris y negro otra vez, se fue quedando soltera. Doña Rosita la soltera, el destino más triste para una mujer que todavía era joven para el amor pero que no tenía modo de salir del encierro de aquella casa con muros anchos y una galería fría en el invierno que jamás se cerró a las inclemencias del tiempo, que conectaba la cocina con las antiguas aulas.

Mientras sus hermanos se marchaban y sus familiares iban muriendo, Rosita se fue acostumbrando al encierro. Cuando yo era niño y ella todavía era joven, solía verla a veces hablando desde el pórtico de la casa con algún vecino, aunque jamás nadie la vio salir de la casa ni siquiera para hacer las compras.

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Rosita se fue acostumbrando al encierro. Foto: Cortesía

El último de los familiares a los que Rosa cuidó fue su tío Angelito (parece que los diminutivos eran la norma del pueblo para nombrar a aquellos extraños personajes), que era también un señor muy particular, poco adicto a la vida en sociedad. Como les sobraba el dinero, porque eran dueños de campos (campos que Rosita fue heredando, ya que los parientes a los que cuidaba la fueron nombrando siempre heredera de sus bienes), Angelito, que jamás salía de su casa, compró un día un auto nuevo. En el barrio se produjo una gran conmoción con aquella compra. ¿Estaban decididos tío y sobrina a cambiar por fin de vida? ¿Para qué sino comprarse un coche, si nadie salía nunca de la casa? El auto fue entregado por la agencia, que se los llevó hasta el pueblo y guardado en un viejo galpón que tenían en el patio. De vez en cuando Angelito lo lavaba y lo dejaba reluciente. Y luego lo volvía a guardar. Veinte años después, cuando Rosita lo vendió, era una pieza de museo que no había recorrido más de 100 km.

Pero el confinamiento no le impidió a Rosita el amor. Sin que nadie se explicara bien cómo se conocieron, comenzó a hacerse habitual en el barrio la furtiva visita cotidiana del “Negro”, un personaje tan extraño como ella al que he visto llegar al atardecer y marcharse por las mañanas bien temprano, cuando los pibes salíamos caminando hacia la escuela.

El Negro parecía destinado a ser el compañero de Rosa para siempre, hasta que él también se enfermó. Una enfermedad fulminante cegó su vida cuando todavía era joven. Y ella volvió a vestirse de negro otra vez, por más que fuera de  los muros de aquella triste casona ya había dejado de usarse el luto cuando morían los seres queridos. En su tumba Rosita dejó un día una placa dedicada “al que fue el gran amor de mi vida”. Y después de su muerte a veces se le veía salir caminando rumbo al cementerio, donde pasaba largas horas sentada al lado de la tumba hablándole en silencio a aquel hombre que la había abandonado dejándola confinada, ahora sí para siempre.

Pero todo confinamiento tiene también su excepción, recuerda hoy mi padre, y el de Rosa también lo tenía. Una vez cada quince días contrataba un remise y se iba a la ciudad de General Pico a la peluquería, de donde regresaba toda emperifollada para volverse a meter en su vieja casona. Es decir: recorría cuatrocientos kilómetros al mes para arreglarse el pelo y eso que en el pueblo había más de una peluquería.

Hace unos meses Rosita murió. Durante sus últimos años estuvo postrada en una cama, ya que hasta sus piernas se habían acostumbrado a no moverse. En el final de su vida, sin embargo, volvió a conocer el amor. Un extraño señor, que vivía en un pueblo vecino, la visitaba regularmente, haciendo que en el barrio todos se preguntaran cómo habían hecho para conocerse. Como no podía ser de otro modo, para alguien que vivió toda su vida rodeada de muertes y lutos, su último amante murió unos meses antes que ella de forma repentina. Aunque esta vez Rosita no tuvo tiempo ni fuerzas para volver a vestirse de negro.

Su sobrino, que heredó la antigua casona, se encontró con un edificio que permanecía igual a como había sido cuando todavía era una escuela. No tenía teléfono, radio, televisor. Nada que indicara que quien ahí había vivido durante toda su vida hubiera tenido alguna vez la intención de contactarse con el extraño mundo que la rodeaba.

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