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CONFINADOS | “Si no se duermen, viene el croto!

Unos años después de aquel encuentro, Bernocco murió. Y los crotos no volvieron a aparecer nunca más en la llanura. Con ellos desaparecieron los últimos anarquistas de la vida capaces de transformarse en los fantasmas de nuestra libertad.

Ciudad de México, 14 de julio (MaremotoM).- “Si no se duermen, viene el Croto!” La amenaza resultaba poco convincente tanto para mi como para mis hermanos y un día le dije a mi madre “No existen los crotos, mamá, son como los Reyes Magos”. Entonces una tarde, mientras estábamos jugando en el patio, mi madre nos llamó a que nos asomáramos a la ventana. “Ahí está el croto” nos dijo. Y señaló un señor con barba muy larga, que entraba al pueblo subido arriba de una carreta, tirada por un caballo, en la que llevaba todas sus pertenencias.

La presencia fue tan fantasmal que durante noches estuvimos muy preocupados por la posibilidad real de que el señor de la carreta viniera a buscarnos si no nos dormíamos. Cosa que jamás ocurrió, por supuesto.

Poco tiempo después el croto volvió a pasar por la puerta de mi casa, rumbo al pueblo, donde se detenía en algún almacén, compraba provisiones, se tomaba una ginebra, no hablaba con nadie y antes del atardecer volvía a abandonar el pueblo rumbo a la nada, donde detenía la carreta, hacía un fogón, cenaba y se echaba a dormir.

Un día alguien me contó la historia del croto. Se apellidaba Bernocco, y jamás nadie lo nombró por su nombre. Para todos en el pueblo era “el croto”, un elemento más del paisaje, deshumanizado en su andar trashumante. Resumía en su figura, para la mitología popular, todo lo que no debe hacerse en la vida: vivir trabajando sólo lo necesario para pagarse el pan, no preocuparse por las propiedades terrenales, darse el gusto de pasar la noche cada día en un lugar diferente, no temerle a las inclemencias del tiempo y llevar una vida fuera de la mirada de los demás.

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Según la historia que se contaba, era un hombre de familia rica que había decidido llevar esa vida por “ácrata” y “mal nacido”, según me lo describió una vez un viejo conservador del pueblo que se horrorizó cuando yo quise saber sobre el personaje. “No es buen ejemplo para un joven” me dijo.

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¡Que vivan los crotos! Foto: Cortesía

Tanto misterio en torno a él me llevaron a tratar un día de encontrarlo. Un fotógrafo amigo le había hecho unas tomas espectaculares y con esa excusa me presenté, cámara en mano. Le dije que era un estudiante de fotografía, que quería pasar un rato con él y hacerles algunas fotos y le conté la historia de aquella tarde de mi niñez en la que mi madre me lo había señalado como la prueba palpable de que “los crotos existían”.

Se rió y me dijo que sí y me dijo que viniera al día siguiente. “Me tengo que preparar” se explicó. “La fotografía es cosa muy seria”.

Cuando fui al día siguiente el escenario no había cambiado demasiado. Ahí estaba la carreta, la carpa donde dormía, el fogón. Pero él estaba vestido diferente. Con una elegancia difícil de describir, armó un mate, avivó el fuego y mantuvo una conversación donde abundaban los silencios, en una lengua que es para mí imposible de reproducir, ya que pertenece a los confinados absolutos que no han querido saber nada del resto de la humanidad y que por lo tanto estaba destinada sólo a los árboles y las estrellas. Una lengua extranjera que es imposible habitar.

Unos años después de aquel encuentro, Bernocco murió. Y los crotos no volvieron a aparecer nunca más en la llanura. Con ellos desaparecieron los últimos anarquistas de la vida capaces de transformarse en los fantasmas de nuestra libertad.

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