El papá del recién nacido, que alguna vez había oído las historias que se contaban en el pueblo sobre su abuelo, no estaba a gusto con tener a su madre todo el tiempo en el hospital, hurgando por los rincones, hablando sola, con los ojos desquiciados por el odio hacia la madre del niño, a la que rechazaba nombrar.
Ciudad de México, 15 de junio (MaremotoM).- No todos los confinamientos son físicos. Algunos son mentales y tienen la forma de un laberinto. Los que están encerrados ahí no tienen ningún hilo de Ariadna que los ayude a escapar. Vagan eternamente de pasillo en pasillo y terminan siempre en el centro del infierno.
Una de las hijas de mi tatarabuelo asesino tuvo el privilegio de confinarse en un lugar así.
Ella nunca olvidó las terribles escenas que ocurrieron en la casa de campo cuando su padre ahogó al hijo de su hermana en el aljibe y después mandó a un peón a enterrarlo en un lugar desconocido, sin siquiera una cruz para avisar a los desprevenidos que en ese lugar descansa alguien que no tuvo oportunidad de ser un cristiano.
Cuando le llegó la hora de los amores eligió al hijo de un rico del pueblo sabiendo que eso iba a contentar mucho a su padre, preocupado por fundar una dinastía honorable y dejar atrás los rumores que se habían esparcido por la aldea sobre sus crímenes. Sobre los que había dejado atrás en Italia y sobre los que había cometido en su propia casa.
Pronto llegó la hora del casamiento, que se realizó con toda la pompa necesaria para celebrar las dos fortunas que iban a unirse. Ella no tardó en quedar embarazada, mientras su marido le compraba un auto nuevo que lucía todas las tarde por el pueblo, saliendo a “dar una vuelta” con el único objetivo de dar envidia a los que no podían permitirse semejantes lujos. De última, en Europa, decían, corrían los “los años veinte”, ¿por qué no podía una mujer en un pueblo perdido de la llanura salir a mostrar que no sólo se podía comprar un auto sino que además se animaba a conducirlo?
Dicen los que la conocieron que fue de las primeras en el pueblo en usar tapado de piel y fumar en la vereda, para horror de las otras señoras de bien del pueblo que comenzaron a presentir que “de tal palo tal astilla”, porque la nueva esposa no era de llevarse bien casi con nadie.
Más bien lo contrario.
Discutía con el almacenero por la más mínima diferencia de un par de pesos moneda nacional cuando iba, una vez al año, a saldar sus cuentas, cuando su marido vendía la cosecha. Cuando vino la primera sequía que asoló la pampa antes de la crisis del 30, un año no pudieron pagar. Y el almacenero aplicó intereses a la deuda para cubrirse también él de la incipiente inflación. Ella montó como escándalo. “¿Vos tenés idea de con quién estás hablando?” le lanzó cuando la discusión ya se había vuelto espesa. “Con la hija de un hijo de puta asesino” le respondió el tipo. Ella le dio un sopapo y se fue dando un portazo. Jamás pagaron la deuda.
Los años pasaron rápido en el pueblo sombrío. Ella se aburría y le pedía al marido: “¿Por qué no nos vamos como todos a Buenos Aires? ¿Qué tenemos que hacer entre estos médanos de mierda?” A pesar de la miseria general ellos seguían siendo ricos y una vez al año tomaban el tren en un pueblo vecino, ya que hasta Parera nunca llegaron las vías, para ir a pasear a la Capital.
Tuvo muchos hijos en poco tiempo y sin que se diera cuenta cómo ya estaban los más grandes en edad de merecer “¿Y me querés decir con quién se van a casar en este pueblo miserable?” insistía a su marido. Pero el tipo vivía en el campo, se decía en los bares que cuando tomaba unas copas de más se le soltaba la lengua y comenzaba a hablar muy mal de ella y lo que menos quería era confinarse en un departamento porteño con quien ya poco soportaba.

Hasta que un día los fantasmas le estallaron en la cara. Y el laberinto en el que vagaba su vida la llevó al núcleo central de su locura sin darle previo aviso. El hijo mayor, el más pintón de todos, el que en la imaginación de su madre se había transformado en el único capaz de limpiar de una vez por todas el buen nombre su familia, dejó embarazada un día a la hija de un peón. Y eso no fue lo peor. Esas cosas pasaban y la gente rica como ellos sabían muy bien cómo solucionarlas. Sino que se presentó en la casa con la muchacha y les anunció a sus padres que estaba dispuesto a casarse, porque los unía el amor y no querían el espanto.
A ella casi le da un patatús. Por más que fumara en las veredas y condujera un coche era consciente de que no tenía poder para impedir la boda y durante día le aturdió la cabeza a su marido para que usara toda la fuera de su patria potestad para que no se consumara semejante vergüenza. “¿Qué van a decir de nosotros en el pueblo si esto pasa?” le preguntó una noche. “Nada peor de lo que ya dicen de tu padre” le contestó él y ella se sumió en un silencio que según me contaron sus hijas muchos años después, duró lo que duró el embarazo “de la chiruza esa” que le había arruinado los planes con el primogénito.
Cada tanto la oían maldecir por los pasillos e invocar todas las pestes del mundo para que cayeran sobre la que iba a ser su nuera forzada. Algún efecto tuvieron sus maldiciones ya que el bebé nació sietemesino y las cosas se pusieron feas en el parto, así que la madre y el recién nacido fueron trasladadas por su marido a la capital para que las atendieran en el mejor hospital del país. Ella se ofreció a acompañarlos.
Ni bien llegaron a Buenos Aires al bebé lo metieron en una incubadora y por un pelo lograron salvarle la vida, mientras la madre se recuperaba de una infección que casi se la lleva puesta.
El papá del recién nacido, que alguna vez había oído las historias que se contaban en el pueblo sobre su abuelo, no estaba a gusto con tener a su madre todo el tiempo en el hospital, hurgando por los rincones, hablando sola, con los ojos desquiciados por el odio hacia la madre del niño, a la que rechazaba nombrar.
Un día él, el hijo de los demonios que un día su abuelo había liberado sobre la tierra, tuvo un oscuro presentimiento y se dirigió hacia la sala donde estaba el recién nacido. Cuando llegó su madre estaba inclinada sobre la incubadora y se disponía a desconectarla. Entonces él le agarró con violencia la mano por sorpresa, mientras le gritó el “No” más potente que ella hubiera sentido nunca en su vida. “No, mamá, no”. Y la sacó a la rastra del hospital mientras ella lloraba y gritaba y los médicos y los enfermeros no entendían qué estaba sucediendo.
Cuando el niño se recuperó, el primogénito habló con su padre, le contó lo que había ocurrido y le dijo que no quería ver a su madre “nunca más en su vida”. El padre asintió y le dijo que se quedara a vivir en la capital, que él se iba a hacer cargo de mantenerlos hasta que consiguiera un trabajo y que sólo le pedía visitarlos una vez al año. “Voy a venir solo, te lo prometo” le dijo.
Hace unos años atrás las vueltas de la vida me llevaron a Parera a presentar el libro de un amigo. Cuando terminó el evento se me acercó una mujer morena, de ojos tristes y cabello corto. “Vos no me conocés, pero yo soy tu prima” me dijo. Era la hija menor de aquel niño que estuvo a punto de ser asesinado por la furia de una familia endemoniada confinada para siempre en los laberintos del mal. “Vení que te tengo que contar una historia”, me dijo. Y en poco menos de media hora cerró el círculo de una historia que tuve muchos años incompleta, ya que el manto de silencio que se había gestado en mi familia en torno a esos oscuros antepasados había sido tan espeso que nadie se había atrevido a dibujar las paredes del laberinto con tanta precisión como lo hizo aquella mujer esa noche.