El rastro de los cuerpos (Grijalbo), es narrada por José Miguel Tomasena, autor también de La caída de Cobra (Tusquets), que regresa para contar la historia de la periodista Tania Vázquez, quien decide filmar un documental sobre los desaparecidos.
Ciudad de México, 26 de noviembre (MaremotoM).- “¿Quién iba a darse cuenta de que yo sobraba, si el viejo ese llevaba días suplicando que alguien le curara la mano y nadie le hacía caso? Podría seguir así por meses, hasta que se le gangrenara y terminara por caérsele. Y aquel joven faquir amarrado a la cama al que se le subían las moscas y que me miraba suplicante mientras gemía como animal herido, podría incluso morirse ahí, empezara pudrirse y excretar larvas por los ojos y nadie se daría cuenta”. Esa es la indiferencia de México, principal sentimiento que envuelve a la novela El rastro de los cuerpos (Grijalbo), que narra José Miguel Tomasena, autor también de La caída de Cobra (Tusquets), que regresa para contar la historia de la periodista Tania Vázquez, quien decide filmar un documental sobre los desaparecidos. Así conoce, entre muchas personas, a Doña Gaby, cuya hija Marilyn fue secuestrada previo pago de un rescate de cien mil pesos, y a Magdalena Chávez, que perdió a sus tres hijos y que decide embarcarse en una aventura para conocer su paradero. Estas dos madres, más todos aquellos padres que buscan a sus seres queridos en morgues, cuarteles, hospitales y fosas clandestinas, serán los personajes que iremos construyendo a través de mirar las grabaciones y de la voz del novio de Tania; sin embargo, documentar la lucha de estas mujeres tendrá consecuencias que jamás habrían podido prever…
“¿Dónde están los desaparecidos?, se preguntan los que se quedan, los sobrevivientes, pero sobre todo se atormentan pensando qué pudieron haber hecho, en qué fallaron, si es que hubo alguna posibilidad de salvación, de que la historia fuera distinta. El rastro de los cuerpos es el relato descarnado de estas pérdidas, una exploración ética y moral sobre la culpa y la responsabilidad, sobre el sentido del heroísmo y su peligrosa vecindad con la temeridad. Una magnífica novela que ojalá algún día podamos leer como un thriller, como una estupenda novela policiaca o de suspenso, en un futuro de paz, cuando hayamos superado la epidemia de violencia que asuela al país”, ha escrito Juan Pablo Villalobos.
Como si uno metiera esta hermosa y terrible novela de José Miguel Tomasena en una cápsula y dentro de 100 años los habitantes del planeta dijeran: ¡Qué terrible, así vivían y morían los mexicanos!

–Haces una mención tremenda sobre la indiferencia mexicana en El rastro de los cuerpos
–Sí, era una especie de grito de desolación. La escribí cuando vivía en México, todavía. El final fue en Barcelona, donde vivo. Yo si veo una cultura de la ilegalidad, de la picaresca, muy instalada en nuestra manera de ser. Eso, junto con altas dosis de corrupción política y de impunidad, han ido generando el monstruo en el que estamos.
–Cuando hablas de la impunidad, mientras uno se salve, los demás no importan. Hay como una cosa de supervivencia
–Es probable, hay una visión muy individualista y eso por ejemplo en lo que está pasando ahora en otros países de América Latina, explosiones de protesta, me hace preguntar cómo es que México no ha reventado. Me parece con que hemos asumido esta suerte de que si me va bien a mí, a mis amigos, está bien. Si los asesinan, los desaparecen o les hacen algo, es porque algo habrán hecho.

–Ayer hubo una marcha de las mujeres y otra vez volvieron a pintar los monumentos, pareciera ser que en ellas algo ha estallado
–Exacto. Creo que las mujeres son las que nos están marcando el camino del ya basta. Hemos rebasado situaciones que son intolerables, no puede haber una respuesta que se articule sólo del individuo. Tiene que haber formas de asociación, formas de indignación colectiva. Los varones tenemos que reeducarnos y transformarnos, pues la lucha de las mujeres implica desafíos en nuestro modo de relacionarnos.
–Toda esta historia de los monumentos sin tocar, la ciudad tan limpia, me hace acordar incluso a Porfirio Díaz, la dictadura sin dictadura
–Es muy priísta. Tiene que haber con esta mitificación nacional y de los héroes patrios, de los que se burlaba mucho Jorge Ibargüengoitia. Esta historia de próceres de estatua y menos con la situación real de la gente, en la violencia en la que estamos.
–¿Por qué estás en Barcelona?
–Vine aquí a estudiar un doctorado, tengo hijos pequeños y he encontrado un espacio aquí para crearlos.
–¿Cómo se ve México desde allá?
–Por un lado con mucha nostalgia, es mi país. La sensación que tengo yo cuando voy a México es de una conexión casi inmediata, con la gente, con el sentido del humor, con la generosidad, con la amabilidad. Al mismo tiempo, lo veo con espanto, por haber perdido muchas cosas que no deberíamos haber perdido. Estaba en un parque con mis hijos, podía estar hablando con un amigo, sin estar paranoico detrás de mis hijos. Así crecí yo. Nuestros padres estaban pendientes de dónde estaban, pero no estaban encima mío. Pude ser niño, crecer, correr, rasparme las rodillas.

–La madre en tu historia quiere salir a buscar sus tres hijos en cualquier condición
–Exactamente. La historia es de una periodista Tania Vázquez, que ante la crisis que hay en los medios, decide filmar un documental con los desaparecidos y con las madres de los desaparecidos. Es un personaje que me permitía tratar en algún sentido la visión ética y más heroica del periodismo. Este sueño que documentando el horror se podrá contribuir a que la sociedad sea más justa o más informada o más democrática. Es esta especie de sueño heroico se convierte en una pesadilla cuando se topa con la violencia y las amenazas que vive un periodista.
–Se enamora de alguien que es testigo, a veces la atrae a la realidad, sin tanto idealismo y la va acompañando
–Sí, ese es el drama de la pareja. En el núcleo de este enamoramiento está ese contraste, se convierte después en su condena, en su gran conflicto, que es esta impotencia.

–Me pareció una novela que podría haber tenido más atención…
–Respecto a la atención, han salido algunas reseñas y muchos compañeros periodistas me han dado espacio, algo que agradezco mucho. Es cierto que cada libro tiene que ir encontrando sus lectores y espero que esta oportunidad de conversar contigo pueda conectarme con más lectores.
–Hay historias que tienen que ver con el narco, pero nunca de las víctimas
–Lo que quería era contar este hartazgo que produce contar todos los días la misma historia. Parece ser historias escritas con un modelo que se repite y termina por insensibilizarnos. Ese es el núcleo que quería contar, esa dificultad narrativa es lo que intenté captar, la historia de la impunidad como una historia es en el fondo todas las historias. Me recuerda mucho a lo que hizo Sergio González Rodríguez en Huesos en el desierto, que después Roberto Bolaño tomó en 2666, esta sensación que al describir a un crimen y a una víctima, después su posición física, cómo fue hallada y la descripción de cómo estaba el cadáver, se va contando la historia de esa mujer pero también la historia de todas las demás mujeres. Es un procedimiento que va constituyéndose por acumulación. Son terriblemente difíciles de leer, me produce un efecto similar a los pañuelos que han bordado estos colectivos por la paz en México. Te acercas a cada pañuelo y cada uno cuenta una historia que podría ser cualquiera.
–Si pusiera este libro en una cápsula y lo abriera dentro de 100 año, diría, era esto lo que pasaba en México
–Era mi intención. Borré muchas referencias, hay otras que están insinuadas, porque me interesaba que funcionara en el corto plazo y cualquier lector de otro país lo pudiera entender, pero también los lectores del futuro puedan entenderlo. Las lecturas que tenemos ahora de la Revolución Mexicana, se parecen en el sentido de que podemos seguir leyendo la novela como el testimonio del espíritu de ese tiempo.

–Dice Rita Segato que el crimen organizado es una veta más del neoliberalismo
–Yo creo eso. En sus estructuras está esta ficción de que hay una batalla entre el Estado limpio y los malos que son los narcos, pero es algo totalmente falso. Es un fenómeno en el que están mezclados poderes políticos, de control de los territorios y poderes económicos muy poderosos. Luego por otro lado en el nivel de los valores es profundamente capitalista y machista. El narco aspira a lo mismo que aspira un junior que es bróker de la Bolsa. A tener un carrazo, a vivir en un mundo de lujos y acostarse con todas las mujeres que pueda. Es una visión patriarcal y capitalista.
–La narración se centra mucho en los cuerpos
–Eso me interesa mucho, me impresiona también. Hay una novela de Cormac McCarthy, No Country for Old Men, llevada al cine por los hermanos Coen, donde el narrador, que es un sheriff viejo, que está totalmente impotente pues se ve condenado a visitar escenas del crimen sin poder deducir nada. Es como el anti Sherlock Holmes. En México estamos así, ¿quién va a creer que alguien va a investigar un crimen? Eso nunca pasa. Sólo nos queda atestiguar una y otra vez los cuerpos que aparecen de aquí por allá.

Fragmento de El rastro de los cuerpos, de José Miguel Tomasena, con autorización de Grijalbo.
Circulábamos por uno de esos túneles mal hechos que hacen en México, en el que cada tres días se mata alguien, porque en lugar de hacerlo en línea recta, lo construyeron con más curvas que una carretera de montaña. Tania manejaba. Era medianoche y casi no había tráfico. Al salir de la primera curva nos encontramos con un perro tirado a la mitad de la avenida. Tania alcanzó a esquivarlo y se orilló. ¿Está vivo?, preguntó mirando por el retrovisor. En efecto, el perro aún movía la cabeza y parecía hacer un gran esfuerzo por moverse.
Antes de que yo pudiera decir algo, Tania ya se había bajado del coche y corría entre los carriles hacia el animal herido. Vi el reflejo de unos faros en la pared del túnel y escuché el sonido de un motor que se acercaba. Le advertí a gritos del peligro y Tania se hizo a un lado. Por un momento temí que el coche rematara al animal ahí, enfrente de nosotros, pero alcanzó a esquivarlo y pasó entre nosotros zumbando el claxon.
Era una hembra. Una pointer café que tenía las tetas hinchadas y que nos miraba con sus enormes ojos grises. Sus aullidos retumbaban en el túnel. El golpe le había dislocado la cadera, y aunque intentaba usar las patas delanteras para moverse, la parte trasera de su cuerpo parecía un tren volcado. Tania se cubrió la nariz y la boca con las manos. Tenemos que ayudarla, suplicó. Me acerqué al animal, arrastrando los pies. La perra gruñó, mostrándome los colmillos, sin dejar de mirarme. En sus ojos había furia, pero sobre todo había dolor, miedo. Ya, dije extendiendo la mano para tocarla, no te vamos a lastimar, pero la perra me respondió con una dentellada caliente que apenas pude esquivar.
Del punto ciego del túnel, iluminado por unas farolas con luz naranja que pendían del techo húmedo, aparecían coches a toda velocidad. Sus luces blancas nos cegaban y parecía que nos iban a embestir, pero luego frenaban, cambiaban de carril y, en algunas ocasiones, nos mentaban la madre con el claxon.
¿Qué vamos a hacer?, dijo Tania. Levanté los hombros. Está muy lastimada, respondí, y ella me suplicó que hiciéramos algo, por favor. ¿Qué? Dime. Pues no sé. Algo.
Entonces se acercó a la perra, muy despacio, extendió la mano y la perra levantó la cabeza y siguió los movimientos de Tania. Tranquila, susurró como una encantadora de serpientes o domadora de leones. No te voy a hacer nada. La perra lanzó un aullido de dolor que retumbó en el túnel. No tengas miedo, dijo Tania mientras volvía a acercarse. Ya, ya, te vamos a ayudar. La perra seguía tensa, mirando su mano, pero aceptó que le tocara la cabeza. Eso, dijo. Te vamos a sacar de aquí. En sus ojos vi consuelo mientras Tania la acariciaba, cierta calma, la confianza en que sería salvada, y yo ya estaba pensando cómo conseguiríamos subirla al coche y acomodarla en el asiento trasero, a dónde la llevaríamos, quién conseguiría salvarla, cuando el motor de un camión bufó desde la boca del túnel, la perra se asustó y lanzó un mordisco sobre la mano de mi esposa.
Era un camión de mudanzas que no tenía por qué circular por ahí. Un letrerote lo decía clarito al inicio del túnel: NO BICIS, NO MOTOS, NO CAMIONES. Pero si en México puedes destripar a tu vecino y regarlo por la ciudad en bolsas negras, puedes secuestrar autobuses llenos de migrantes, desechar los residuos de tu fábrica en el río, esclavizar indígenas para que cosechen tomate, comprar elecciones con monederos electrónicos, ¿qué puede pasarte por meter un camión de mudanzas a un túnel mal hecho? El chofer imbécil todavía nos sonrió al pasar y hasta agitó su manita para saludarnos.
Estoy bien, dijo Tania. Yo había pegado un grito más escandaloso que los gruñidos de la perra, pero era una herida superficial: dos rasguños en el dorso de la mano. Yo sabía que Tania se impresionaba fácilmente con la sangre desde que se cayó de una patineta cuando era niña y se abrió la cabeza, pero ella insistía en la perra, la perra, había que salvarla. No se puede, dije. Está muy lastimada. Y ella: La perra, hay que salvarla. Y yo: Es muy peligroso, nos tenemos que ir. Estábamos solos, en la salida de una curva ciega, a media noche, ante un animal dispuesto a morir peleando. ¿Quiénes éramos nosotros? ¿Qué podíamos hacer? Pero Tania nunca se daba por vencida, creía que siempre se podía hacer más, siempre algo más. Nunca me perdonó que yo quisiera protegerla y yo no me perdono no haber podido hacerlo, aunque esa noche conseguí imponerme y llevarla de regreso al coche. Luego tuve que soportar su desprecio durante tres o cuatro días: yo era un cobarde, un insensible, un pusilánime. No podemos dejarla, me suplicó por última vez en el coche, después de que yo tomara el volante. Mírate la mano, Tania, ¿qué quieres hacer? Y entonces ella vio la sangre, dos hilos que le escurrían por el antebrazo y que en algunas partes ya se estaban secando, y vio la mancha roja casi negra en los dedos y en la muñeca, en su falda de flores. Sacó un Kleenex de la guantera, que al entrar en contacto con la sangre se quebró en oscuras lombrices alargadas. Vámonos, dijo, mientras se ponía el cinturón, sin voltear a verme. Luego recargó la cabeza contra el respaldo y empezó a llorar. Quise tocarla, pero esquivó mis caricias. Por el retrovisor pude ver a la perra haciéndose más pequeña mientras nos alejábamos, hasta que nuestro coche salió a la superficie y el túnel se convirtió tan sólo en una boca iluminada en medio de la noche.
Tal vez Tania tenía razón. Tal vez pudimos haber avisado a una patrulla, o hablar al 066, o poner señales de advertencia en la entrada del túnel para que los otros conductores nos dieran tiempo. Cuando recuerdo sus aullidos de dolor, pienso incluso que pudimos haberla rematado con nuestro Chevy. Le habríamos hecho un favor: la violenta compasión. Quién sabe cuánto tiempo estuvo así, cuántas horas tuvieron que pasar antes de que le dieran el golpe definitivo. Todavía pienso en ella, como si aún estuviera esperando nuestra respuesta. La imagino escupiendo sangre o arrastrando su cuerpo, escucho sus aullidos magnificados por el túnel, y siento que aún estamos ahí, que en realidad no nos movimos, que todo lo que nos pasó después es una ilusión, que nunca existió el coche en el que supuestamente nos fuimos al hospital a que curaran la mano de Tania y que ella y yo seguimos intentando salvar a una perra que de antemano estaba condenada.
EL RASTRO DE LOS CUERPOS
Para Alicia Calderón Torres
Para las periodistas de a pie
Para todas las madres buscadoras
¡Ay de mí, desdichada, que no pertenezco a los mortales ni soy una más entre los difuntos, que ni estoy con los vivos ni con los muertos!
Antígona, SÓFOCLES
Quiero que toda muerte tenga funeral
y después,
después,
después
olvido.
Antígona, JOSÉ WATANABE
Son de los mismos. Nos van a matar a todos, Antígona. Son de los mismos. Aquí no hay ley. Son de los mismos. Aquí no hay país. Son de los mismos. No hagas nada. Son de los mismos. Piensa en tus sobrinos. Son de los mismos. Quédate quieta, Antígona. Son de los mismos. Quédate quieta. No grites. No pienses. No busques. Son de los mismos. Quédate quieta, Antígona. No persigas lo imposible.
Antígona González, SARA URIBE
Hace cinco años y medio mataron a uno de mis sobrinos en la carretera… Lo que las autoridades dijeron fue que quisieron robarle la camioneta y que el muchacho se resistió… Quién sabe. A estas alturas, ya no le creo a nadie… El hecho es que le dieron dos balazos en la cabeza, lo aventaron a la orilla de la carretera y a las horas apareció la camioneta desvencijada no muy lejos de ahí… En mi familia siempre hemos vivido en el camino, porque desde hace tres generaciones nos dedicamos al comercio de feria. Hemos viajado por todo el país, así es que nos ha pasado de todo: volcaduras, bloqueos, nevadas, inundaciones, retenes… A mi exmarido una vez lo bajaron de la camioneta a punta de pistola y nos dejaron sin nada, porque todo nuestro patrimonio estaba invertido en la mercancía y porque esa troca era nuestra herramienta de trabajo… Mis hijos estaban pequeños; fueron años duros… Pero nada se compara con esto… La noche del velorio de mi sobrino, frente al ataúd, las mujeres de la familia hicimos que los hombres prometieran que jamás volverían a viajar solos y que jamás se resistirían a un robo. Y todos cumplieron, hasta que se relajaron y ya ve… Mi hijo Juan tuvo una apendicitis antes de la Feria de Montemayor, terminó hospitalizado, y como ya habían pagado el permiso de venta desde hacía mucho tiempo y costaba mucho dinero, Ramón tuvo que viajar solo… El 20 de enero de 2010, le envió un SMS a su esposa: Voy a andar por la sierra, donde no siempre hay cobertura, pero no te apures. En cuanto pueda me comunico. Ok, dijimos. Pero en tres días no tuvimos noticias suyas, ni al día siguiente, ni después. ¿Qué estará pasando, Chely?, le decía yo a mi nuera. Así se llama, Chely. Porque le hablábamos y nada, le dejábamos mensajes y no respondía. Y en ese momento yo empecé a sospechar que algo muy grave le había pasado a mi hijo, porque él nunca dejaba de comunicarse…
A Magdalena se le corta la voz y los ojos se le llenan de lágrimas. Aprieta las cejas y los labios, como si quisiera contener la tormenta, pero su cuerpo termina por doblarse hacia adelante. Durante quince segundos, lo único que se ve en la pantalla es un muro blanco, el respaldo de la silla y en primerísimo plano, los rizos despeinados de su nuca. Hay un silencio como de asfixia, que luego se rompe en sollozos. La cabeza tiembla y se oyen …