“Pensando en Rulfo me parece una literatura bastante limitada para describir Una cita con la Lady. Pensé en otras novelas, como Yonqui, de William Burroughs, La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth, una novelita que me parece muy bonita, tiene un poco de las mismas temáticas que tiene mi novela. Un libro que me inspiró directamente para escribir Una cita con la Lady fue La lechuza ciega, de Sadeq Hedayat, que es un libro que no mucha gente conoce, editado por Siruela, describe con un terror a lo Edgar Allan Poe, con mucho opio y muchas visiones, con un ambiente muy onírico que me sirvió para contar muchas cosas”.
Ciudad de México, 26 de marzo (MaremotoM).- ¿Puede un adicto a la heroína contar lo que sucede cuando toma heroína? Siempre se habla de las consecuencias de la adicción, pocas veces hay referencias a ese “viaje” que acontece con la droga. La gente suele decir: Si pruebas heroína, nada más te importará. Pareciera ser que la felicidad está a dos pasos, pero las consecuencias son tremendas.
Ese tema es el que elige para su debut Mateo García Elizondo (México, 1987), para debutar con la novela. Una cita con la Lady (Anagrama) refleja el destino de un adicto, a veces al infierno, a veces al cielo.
Es esa dicotomía con la que Mateo (nieto de Gabriel García Márquez y Salvador Elizondo, dos personalidades geniales en la literatura latinoamericana. Uno Premio Nobel y el otro el autor de la novela Farabeuf o la crónica de un instante) encara el tema de la droga, que es buena para que mucha gente la adopte y que es maligna por las consecuencias que deja.
Mientras leo la nueva novela de Mateo, leo también Todo arde, de Nuria Barrios, la escritora española que dice que “hay una conexión entre los poblados de la droga y el inframundo de los griegos” y leo también Salvar el fuego, donde Guillermo Arriaga me hace entender por primera vez la psicología, los motivos, de un parricida.
Los periodistas solemos decir “bajar a los infiernos” y solemos condenar de antemano los delitos de acuerdo a una moral fija. Creo que eso es la literatura: hacernos dudar de nuestra moral y llevarnos al abismo para poder ampliar la visión de la vida y de la muerte.
Eso es lo que hace este escritor, que ha nacido heredero de dos grandes y que obviamente no le ha costado absolutamente nada publicar su primera novela, sí ha resultado una sorpresa que fuera galardonada con el Premi Ciutat de Barcelona en la categoría Literatura castellana y que haya publicado en Anagrama, una editorial exigente, que no edita por el apellido a nadie.
Mateo García Elizondo es licenciado en Letras Inglesas y Escritura Creativa por la Universidad de Westminster en Londres y cuenta con un posgrado en Periodismo por la London School of Journalism. Ha escrito artículos para medios como National Geographic Traveler Mexico y PijamaSurf. Es guionista del largometraje Desierto (2015, ganador del premio FIPRESCI en el Festival de Cine de Toronto), así como de los cortometrajes Domingo (2013, selección oficial en el Festival de Cine de Morelia) y Clickbait (2018, mejor corto gore en Feratum FilmFest, mención honorífica FICMA 2018).

“Creo que es una novela para todo público, todos las pueden leer y entender. Contrariamente a lo que la gente cree, no es una novela que haga apología de las drogas, es una novela que han comparado a Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, con Juan Rulfo, evidentemente escribiendo esto pensé en el maestro Rulfo, quien logró describir a México con una manera muy peculiar. México es realmente así”, expresa.
“Aunque pensando en Rulfo me parece una literatura bastante limitada para describir Una cita con la Lady. Pensé en otras novelas, como Yonqui, de William Burroughs, La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth, una novelita que me parece muy bonita, tiene un poco de las mismas temáticas que tiene mi novela. Un libro que me inspiró directamente para escribir Una cita con la Lady fue La lechuza ciega, de Sadeq Hedayat, que es un libro que no mucha gente conoce, editado por Siruela, describe con un terror a lo Edgar Allan Poe, con mucho opio y muchas visiones, con un ambiente muy onírico que me sirvió para contar muchas cosas. Hay otra novela, como El Extranjero, de Albert Camus, un escritor que me gusta mucho. Menciono también Las memorias del subsuelo, de Fiodor Dostoievski”, afirma.
“No sé si mi novela se puede adaptar al cine. Las historias piden un formato y esta historia pidió una novela. Lo digo también como guionista, tiene todas las cosas que son incómodas para una película. Este tipo caminando por las calles del pueblo, puede resultar un poco monótono. Seguí la voz del personaje, que es algo absolutamente literario”.
El reto de ser escritor es difícil preguntárselo a Mateo, teniendo en cuenta a sus dos abuelos, pero para él el desafío terrible es “que es muy difícil serlo. Siento que se necesita cierta tolerancia a la frustración, porque la mayoría de lo que escribes es malo. Te tiene que gustar borrar. Toma tiempo que la gente lo vea seriamente y que le empiece a gustar a los lectores. Es tardado y frustrante.”

“Como dice Ray Bradbury: No puedes escribir 100 historias malas, algunas te saldrá decente. Así que comienzas a darle y darle”, agrega.
Mateo García Elizondo, además de guionista y escritor, es periodista y lo que más le interesa ahora es regresar a la calle, a investigar, al centro de la Ciudad de México, para hacer crónicas urbanas.
“Me divertí mucho escribiendo Una cita con la Lady y también fue divertido escribir Desierto, lo escribí con Jonás Cuarón y mucho de lo que aprendí de narrativa fue haciendo cine. Fue un proceso largo y fue por eso una escuela muy interesante”, dice.
“Me preguntan por mi concepción de la muerte. Es una pregunta larga y compleja. Escribí esta novela luego de que haya muerto mi abuela materna. En mi novela la concepción de la muerte está muy abierta. Me interesó este personaje que no le tenía miedo a la muerte, era su amiga. Cuando te ríes con la muerte, la vida puede parecer muy absurda o muy cómica a veces. Es una concepción mexicana o latinoamericana de la muerte, que te da otra perspectiva sobre la vida”, expresa.
Gabriel García Márquez y Salvador Elizondo fueron sus dos abuelos, los ha leído por supuesto, pero no han sido influencias para su novela. Como Martin Amis, quien ganó el premio Somerset Maugham por El libro de Rachel (The Rachel Papers, 1973), cuando tenía 24 años, Mateo García Elizondo se abre paso literario teniendo que hacer frente a su herencia pero mirando el futuro con mucho esplendor.
“He pensado en ello, pero no es una competencia con mis abuelos porque si lo fuera, ya me habría rendido. Mis abuelos hicieron lo que hicieron extraordinariamente bien, tengo la suerte de leerlos y de aprender de ellos. Me gusta contar historias y estoy contento de poder hacerlo”, concluye.

Fragmento de Una cita con la Lady, de Mateo García Elizondo, con autorización de Anagrama.
Vine al Zapotal para morirme de una buena vez. En cuanto puse el pie en el pueblo me deshice de lo que traía en los bolsillos, de las llaves de la casa que dejé abandonada en la ciudad, y de todo el plástico, todo lo que tenía mi nombre o la fotografía de mi rostro. No me quedan más que tres mil pesos, veinte gramos de goma de opio y un cuarto de onza de heroína, y con eso me tiene que alcanzar para matarme. Porque si no, luego no tendré ni para pagar la habitación, ni para comprar más lady. No me va a alcanzar ni para una triste cajetilla de cigarros, y me voy a morir de frío y de hambre allá afuera, en vez de hacerle el amor a la Flaca lento y suave, como tengo planeado. Creo que con lo que tengo hay de sobra, pero ya van varias que no le atino y siempre me vuelvo a despertar. Algo debo tener pendiente.
Ya tenía tiempo queriendo hacer este viaje. Era mi última voluntad en esta vida que ya carece de todo deseo. Llevo tiempo soltando lo que me ataba a esta existencia; mi mujer se murió, mi perro también. Rompí puentes con familia y amigos, vendí la tele, los trastes, los muebles. Fue como una carrera conmigo mismo para ver si lograba conseguir suficiente chiva y tener una lana para irme antes de quedarme inmóvil por completo. Quería perderlo todo, era algo que tenía que hacer. Allá adonde voy ya no necesito ni el cuerpo, pero el saco de huesos me vino siguiendo todo el camino y no tuve de otra más que traerlo cargando conmigo.
Aparte de eso solo traje la lata con el kit. Ahí vienen mi pipa, mi cuchara, mis jeringas; todo el material. Ahí guardo la feria, también. En la estación de autobús me compré este cuaderno, porque sé que no tendré mucho que hacer para entretenerme en lo que me muero, y no quiero volverme loco. Creo que necesito dejarlo en claro. No para nadie más, sino para mí, para entender lo que me sucede desde hace algún tiempo. Necesito decir lo que se siente morirse, porque la gente nunca está para contarlo, pero yo sí. Sigo aquí, y ya estoy muy cerca. Sé cómo es vivir en el limbo, estarse cayendo del otro lado. Soy como un muerto viviente, así me mira la gente desde hace tiempo. No se lo puedo contar a nadie en voz alta, porque lo que tengo que decir ya no lo pueden oír los vivos. Espero que nadie lea esto, para evitar malentendidos, que ni siquiera lo encuentren, que lo quemen o lo tiren a la basura o a la fosa junto con lo que sea que quede de mí.
Vine hasta acá porque cuando me muera no quiero que me vuelvan a despertar. No quiero que me encuentren y me anden levantando de mi catre, ni que me vistan ni me maquillen. No quiero toda la faramalla de los ritos, y los llantos, y las palabras bonitas. Quiero que digan que abandoné todo, como un santo, que dejé atrás las ataduras terrenales y las preocupaciones de la carne y me fui solo allá al cerro a enfrentarme con la muerte, que piensen en mí y que digan que «qué valiente» y que «no cualquiera». La gente piensa que este tipo de cosas se hacen por cobardía, pero no. Esto es lo que sucede cuando uno entiende que a esto venimos: ya cualquier otra cosa carece de sentido excepto esto. Esto sí tiene sentido. Eso creo. Eso es lo que quiero desentrañar, nada más.
Nunca había oído hablar del Zapotal y no sé por qué vine a dar aquí. Yo lo que quería era llegar al final de la línea, donde ya no se pudiera ir más lejos en esta tierra, pero nunca me imaginé que sería este lugar. Aquí se acaba el mundo de los hombres, y luego solo hay selva y monte; dicen que más allá del pueblo la gente se pierde en la manigua y se vuelve loca, que se aparecen monstruos y da una fiebre que lo hace a uno sangrar por los poros. Todo el día se oye el ruido de las chicharras que se mezcla con el estruendo de las sierras eléctricas con que los hombres del pueblo van talando el bosque en una lucha por ganarle a la naturaleza e invadir su territorio. Cada árbol es una victoria que deja descampados estériles envueltos en una niebla calurosa y pestilente, yermos desolados que ya no sirven para nada y quedan abandonados de toda forma de vida. Mientras tanto las malas hierbas crecen más rápido de lo que las pueden cortar, e invaden el pueblo, devorando calles y casas en su camino. Los hombres batallan contra esta maleza bajo el calor sofocante, y en las noches, para distraerse y olvidar, se emborrachan y pelean hasta desplomarse.
Tengo entendido que el pueblo se fundó como una explotación maderera, porque es lo único que hay aquí, lo único que le podría interesar a la gente en este lugar. Para animar el asentamiento, el gobierno hizo venir prostitutas de todo el estado, y el poblado que formaron los leñadores y las prostitutas se volvió el Zapotal. Aparte de las casas de la gente, en su mayoría humildes, hay algunas granjas, un par de aserraderos, una capilla, dos haciendas abandonadas, una miscelánea y una cantina. El camino de tierra que trae hasta acá solo existe para permitir el tránsito de camiones cargados de árboles recién talados que son, junto con el ocasional autobús de pasajeros como el que me trajo, los únicos medios de transporte que se adentran en estos páramos, con el abastecimiento suficiente de cerveza, cigarrillos y Coca-Cola para darle una ilusión de civilización al pueblo.
Cerca de la parada de autobús encontré una casa de huéspedes, o en todo el pueblo es lo que más se le parece. El don me deja quedarme en un cuarto en el segundo piso de una construcción de concreto con techo de lámina que aún no está terminada. Tiene vista a la calle de un lado, y del otro al patio trasero y a la cisterna del señor. Me lo deja en cien pesos la noche, aunque es una pocilga. Solo hay un catre, una mesa y una cómoda, y al fondo una letrina con un lavabo y un retrete sin asiento. Las paredes de cemento ya están resquebrajadas, y a través de las cortinas de flores se filtra una luz rojiza en las tardes. Es perfecto para morirse.
Me preguntó el don qué venía yo a hacer al pueblo, y como sé que la gente no entiende, le dije que venía de vacaciones. Me dijo que no fumara en el cuarto, que la gente que viene de vacaciones como yo siempre quema los colchones, que ha tenido varios incendios ya. Le dije que no se preocupara y le di seiscientos pesos para tener algunos días de paz. Luego me tiré en la cama a fumar opio. Acababa de llegar y ya no había prisa de nada.
Recuerdo que me dio sueño, y sentí una pelota de algodón en la boca que se amoldaba a mis dientes. Poco a poco se me dormían las fosas nasales, las órbitas de los ojos y los lóbulos de las orejas; me envolvía una sensación de placer que me recorría entero, desde la punta del pelo hasta los dedos de los pies.
Así es como empieza.
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