El adolescente gay que yo era en los noventa no pudo tener mejor acompañamiento musical que el llamado Rock Alternativo, el canal MTV, el movimiento Grunge y en especial una banda con un vocalista al que no le dolía nada, bueno sí, pero solo por dentro, por fuera escupía rabia, usaba vestidos y pintaba las paredes de Seattle con la leyenda “God is Gay”.
Ciudad de México, 11 de agosto (MaremotoM).- Deambulaba por las calles de Monclova, Coahuila (yo, no Kurt). Y para mayor referencia puedo decir que la ciudad es una sucursal del infierno, pero a mí el calor me hacía los mandados. Lo que no soportaba era ese ambiente castrante en el que crecí: Una familia y un ambiente clasemediero ultra conservador, afiliado al PAN, machista, homofóbico y para acabarla mi abuela era una Dama de Acción Católica que estaba muy preocupada por el qué dirán y que vigilaba todo el tiempo que no se me cayera demasiado la manita. Está de más decir que nunca pude salir del clóset hasta que agarré mis chivas y me salí de casa a los 17 años.
Mis papás se habían divorciado, me dejaron en casa de la abuela paterna y yo lidiaba con varias cosas: Me sentía abandonado, triste, confundido, vulnerable y también furioso, porque además de todo ese drama, tenía que lidiar con una peste que me perseguía desde niño: Era jotito y sabía que en ese ambiente jamás iba a poder ser yo. Mi escapatoria fue la música. Mi familia se turnaba para vigilar que yo no viera el documental “pornográfico” de Madonna Truth or Dare y mucho menos, Dios los librara, que me pusiera a imitar las coreografías de “Vogue”. Entonces me enganché del rock alternativo que veía en el canal MTV en casa de mi mejor amigo David, también gay, porque yo no tenía sistema de cable.
Era 1991 y Nirvana lanzó Nevermind. Ese sonido poderoso de guitarras distorsionadas y la voz desgarrada de Kurt Cobain, como maldiciendo y luego pidiendo auxilio, la convirtieron en mi banda de cabecera. Tenía el casete y un walkman que llevaba a todos lados. Si hay una rola que defina mi adolescencia esa es “Smell Like Teen Spirit”. MI inglés era nulo, pero ese álbum tenía algo que no requería traducción: Rabia, dolor, mucho dolor, rebeldía (todavía no llegaba a mi vida el ‘Rebel Rebel’ de Bowie), soledad, depresión y sin embargo tenía mucha vitalidad, energía y esperanza. Algo tenía esa banda y ese cantante, que me hacía sentir vivo, comprendido, acompañado y sobre todo entendido. Nirvana fue mi confidente, psicólogo, mi terapeuta y más adelante hasta mi centro de rehabilitación. Kurt y compañía me agarraban de las manos, las subíamos al cielo todos y gritábamos “ánimo” y nos despedíamos con un: “Solo por hoy”.
Como buen fan, luego investigaría que Kurt también estaba roto, que algo le dolía, que algo no andaba bien allá adentro, en esos fierros a los que llaman alma. Nació en el seno de una conservadora familia cristiana, sus papás se divorciaron cuando tenía nueve años y los odió con toda el alma, además, en la escuela lo acosaban porque su mejor amigo era gay y a él lo tachaban de lo mismo. En una ciudad inhóspita donde nunca paraba de llover su refugio fue la música. Todo era igual que yo. Salvo sus profundos ojos azules, su cabellera rubia, el talento para componer, su voz desgarrada y la manera en que tocaba la guitarra, Kurt podía ser yo. O más bien yo era un Kurt de nixtamal.
Déjenme ser. Tenía 13 años, descubrí que se me tronaba la reversa y para acabarla, el amor de mi vida era un pinche gringo hermosos que jamás vería en persona. Estaba tan enamorado, que jamás pensé cómo la tendría. En mi imaginación sólo caminábamos de la mano por el parque Xochipilli y hablábamos por horas. Mi crush tenía nombre y apellido y lideraba una banda a la que le puso Nirvana.
Mi Kurt, de aquí en adelante será mi Kurt, entendía lo que era ser rechazado, excluido y que te trataran peor que un perro callejero. Lo acusaban de ser gay y ni siquiera se tomó la molestia de aclararlo, porque se sentía más cerca de la sensibilidad joteril, que de los bullies machistas. Esto para mí fue una declaración de principios y ya nunca necesité más. Por cierto, estando en la en la Banda sacó a relucir esa parte femenina: se ponía vestido, usaba maquillaje, se pintaba las uñas y todos se la pasaban a pelar.
Unos años más tarde, cuando yo trabajaba de mesero en El Acropolis, una “disco” en donde había que reservar, mi amigo David hablaba para separar mesa bajo el nombre de Dave Grhol (con mi Kurt no se podía meter) y siempre encontraba su mesa con un nombre que era todo menos ese, así que por un tiempo su sobre nombre fue “Dadabe Hanrol”, como decía un día el papel de su reservación. Pinches guercos tetos e insufribles, jotos y mamilas. Que nos costaba separar con nuestros nombres o de perdido con el de Lalo Mora o Lupe Tijerina.
En ese entonces y ahora también, veía a Kurt como un Dios, como un Cristo vestido de blanco que me invitaba a su iglesia KurtCobiana, y yo me afiliaba a su culto mientras el extendía la mano y entonaba eso de “Ven como tú eres, como fuiste, como yo quiero que seas, como un amigo…. te juro que no tengo ningún arma….”.
Mi máximo sueño era largarme de casa (como La Trevi, corriendo descalza) y vivir debajo de un puente rodeado de animales, como en su rola “Something in the way”. Con “Polly”, Kurt me amarraba y teníamos una relación, como diría un amigo, “sadoquista”. Pero todo era con amor, porque él me susurraba al oído: “Necesito algo de ayuda para darme placer… Permíteme amarrar tus alas sucias”. Perra sucia de mí.
En los días de tedio, de vez en diario, David y yo siempre terminábamos en el piso de su cuarto tocando una guitarra imaginaria, retorciéndonos y gritando “staaaaaaay awaaaaaaay” hasta que su mamá entraba y nos decía “ya párenle trastornados” y en su presencia le seguíamos “Prefiero estar muerto antes que ser cool”. Pobre señora, pero doña Chita se reía, era un amor.
A la distancia me doy cuenta que las rolas de Nirvana no hablaban de nada y sin embargo hablaban de todo (Kurt era tan dominguero como un Enrique Bunbury, pero sin ser tan odiado). Yo dotaba a cada frase disparatada, a cada rima forzada y puñetas de un sentido trascendental. Ya quisiera el Dalai Lama, Paulo Cohelo y Carlos Cathemos Sánchez tener la profundidad del maestro Cobain. Ese que como dice su rola Polly: “Me enseñó tanto sin una manzana envenenada”.
Dave y yo empezamos a rompernos los pantalones, a cortarle las mangas a las camisas de cuadros y a las que no, nos las amarrábamos a la cintura. Nos empezamos a dejar el cabello largo, ponernos botas militares y toda nuestra rudeza terminó cuando una primita nos preguntó que si éramos fans de Fey. Luego Balta, el hermano de mi amigo, nos empezó a apodar Los Hermanos Lelos. Y aunque nos parecíamos más a Los Polivoses, nuestro cora y look emo, antes de lo emo, le pertenecía al Grunge y es que nos llenaba la boca de orgullo nomás de pronunciarlo, como si nosotros fuéramos unos productores con chingos de billetes verdes en el banco: “Nos gusta el rock, el Rock Alternativo”, decíamos.

Y es que Nirvana solo fue la punta del iceberg. El canal MTV, ya sé que sueno a chavorruco, pero ahí se congregaba lo más chingón. No había desperdicio. Todos cabían y no, no había reallitys, ni mamadas que no fueran música. Imagínense a mi Björk, la de todos, la Björk nuestra de cada día, ganando unos premios MTV Europa como mejor cantante y saltamos arriba de la cama como cuando los simios de los vecinos celebraban que ganaba El Santos.
Luego llegó Smashing Pumkies y nos heredó nuestro segundo himno (1979) que, de no se menores, nos lo hubiéramos tatuado. Y es que ese carpe diem nos dio en el mero cora, nos entendía, nos resumía, hablaba de nosotros, aunque no habláramos inglés, no tuviéramos los ojos azules, pero eso qué, por puras chingaderas del destino, diosito nos hizo nacer prietos y en una ciudad que era y sigue siendo el culo del diablo: Monclovita la bella. La ciudad la recorríamos a toda velocidad (60 km por hora por aquello de los baches y los topes) y con esa rolita a todo volumen trepábamos al cerrito de la Colonia Guadaloope y en plan súper rebeldes, repito, súper rebeldes, le pintábamos un dedo a todo Monclova. Y sobre todo a esos pinches culeros botas miadas y matajotos que no entendían a estas dos florecitas rockeras.
Estando en la cima cantábamos: “Con un cable de tensión desde la calle, tú y yo deberíamos encontrarnos”. No, nunca nos besamos, nunca nos tocamos, éramos hermanas. David y yo soñábamos cada uno, sin aún decírnoslo, con su hombre ideal, ese que se pareciera tantito al “curt”. Qué difícil tarea: encontrar en el rancho una berenjena de menonita.
Como si se tratara de una sopa de letras con mensaje cifrados, yo buscaba señales en todas las canciones, frases, pequeños tesoros, algo con que llenar mis vacíos. Esa época y esa música me lo dio a manos llenas: Por ejemplo, yo era la abejita friki y fuera de lugar, pero feliz, que bailaba en el video de “No Rain” de Blind Melon: “Solo quiero alguien que me diga siempre voy a estar ahí cuando despiertes”. Puta, no pedía más.
“La vida es más grande que tú” (así que relájate) me decía Michael Stipe de R.E.M. Ahí estaba yo, “in the corner”, perdiendo la compostura y la religión, hablándole de tú a la jotería: “Este soy yo, intentando seguir contigo, intentando seguirte el ritmo y no sé si pueda hacerlo”. Pero sabes que mariconería: “Creí verte reír, creí oírte cantar, creí verte intentarlo”. No importa en donde esté, siempre que suena esta canción esa es mi traducción y al instante me asalta una imagen de mi mismo y me da ternura, ganas de llorar, regresar el tiempo, abrazarme, y decirme en el oído, “ya jotita linda, todo saldrá bien, deja de tener miedo, todos te la van a pelar”.
Aún cierro los ojos y me veo mirando por esa ventana del cuarto de mi amigo, las calles de Monclova ardiendo, despidiendo ese vaho tan característico del desierto, el humo de la acerera subiendo y enturbiándolo todo, como si se tratara de un cigarro gigante, acto seguido, el cielo siempre rojizo y el olor a azufre que todo infierno debe tener. Y dentro de mí, lo de siempre, una opresión en el pecho que nunca supe explicar y que se hacía presente cuando escuchaba esa banda que me enseñó a vivir y respirar en ese mundo ordinario, tan sin chiste, que me rodeaba. Duran Duran me cantaba al oído que no hiciera justo lo que hago hoy: “Llorar por al ayer, por esa vida que reconozco y ya desapareció ”. Pero ellos me dieron una lección: “Aprende a sobrevivir”, en este, que sigue siendo un mundo ordinario, igual de cruel, con las mismas malas noticias en los diarios. Del Coronavirus, mejor ni hablamos.
Así iba yo, homosexualizando todo a mi paso, encontrando brillantina y rímel en todos lados: Alanis Morrisette me enseñó que si vas a volar, lo hagas ya, que te avientes y no calcules tanto, porque por ironías del destino tarde o temprano te vas a desplomar y aunque la vida es cabrona, cuando menos te lo esperas, te tiende la mano. Así que no la pienses tanto y sal del pinshi armario.
En el transcurso me hice de amores imaginarios. Me enamoré de mi mejor amigo de sexto de primaria y él ni enterado de que se había convertido en mi novio, que buscaba cualquier pretexto para verlo, que el club de lectura en su casa, en la alberca vacía, tapada y él y yo abajo, era solo un pretexto para que yo imaginara que esa era nuestro ‘home, sweet home’, nuestro amor, nuestra vida juntos, que éramos familia. Así llegó el verano, la alberca se llenó de lágrimas que se fundieron con el agua, fuimos en secundarias diferentes y yo no paraba de cantarle sin que se enterara “Dont Speak” de No Doubt: “Hush, hush, Darling… Don’t tell me ‘cause it hurts”.
A veces me sentía tan fuera de lugar, tan perdido, que me creía el botecito de leche de la canción de Blur “Coffe and Tv”, pero ser un perdedor tenía encanto, el botecito de leche todo el tiempo bailaba y sonreía. Beck fue más allá, con su inigualable genio nos escribió un himno disparatado cantado en spanglish: “Soy un perdedor, I’m a loser baby, so why don’t you kill me?”. Ser perdedor estaba de moda antes de la jotería descafeinada de Glee.
Quería crecer, vivir rápido y de preferencia morir joven, porque Cranberries no pintaba del todo bien la vida adulta y menos si la cantaba con ese tono melancólico de “Ode to my Family”. Pero el futuro no me daba miedo y menos cuando me subía en mi bicicleta, y la pedaleaba a toda velocidad mientras en mis oídos sonaba esa entrañable sinfonía de The Verve que recorría mis venas y las llenaba de un extraño orgullo, el de estar feliz de saberte diferente y nomás por mis güevos seguir así y no cambiar, porque ese es el molde que me tocó y es único. De pronto el aire golpeando mi cara, y la puta vida acomodándose en mis brazos abiertos y así a toda velocidad como un Cristo motorizado que grita a todo pulmón, desde lo más profundo del corazón una frase que debería ser bíblica: “Chingueeeeen a su madreeee todooooos”. Esa canción me llenaba de adrenalina, me hacia sentir bien debajo de mi piel, me susurraba algo poderoso: “Este eres tú y no lo debes cambiar”.
Como buena jotita, siempre me gustó cultivar ciertos placeres de la vida: la ropa, los zapatos, la música, los libros, los comics, las revistas, todo lo que me hiciera sentir que estaba fuera de casa, que mi vida era otra. Así que para costear eso, en Monclova vendí de todo: Paletas de hielo, flores, periódico (el mismo en el que trabajaba), lo que cultivaba el abuelo en su labor: Elotes, leche, calabacitas. Y para cada vendimia tenía mi tema favorito. Cuando iba por el carrito de paletas ponía de nuevo a Blur con una rola que me encantaba porque según yo, aunque estaba más solo que la luna, el amor debería ser como esa canción que, cuando nadie me veía, aventaba el carrito y los alcanzaba con pasos de baile, daba vueltas y corría tras de él, era una especie de Billy Elliot ranchero que traía la fiesta y la orgía en sus oídos: “Girls who are boys/ Who like boys to be girls/ Who do boys like they’re girls/ Who do girls like they’re boys/ Always should be someone you really love”.
Aquí paro, porque podría seguir gastando páginas y páginas contando como añoraba que me cambiara la voz para tenerla como Chris Cornell y cantar “Like a Stone” sin que pareciera una ronda infantil. La ronquera de Cornell me hacía mojarme, o cómo le prendíamos veladora a Garbage porque gracias a “Queer” ella, Shirley Manson, nos sacó el precio y se dio cuenta que éramos los más maricones de los maricones, unos farsantes consumidos por el miedo. Garbage fue nuestra señal de que era hora del destape. Stuped Girl. Y finalmente este conteo noventero tenía que terminar con ese sonido que me hace regresar a esa época con New Radicals hablándole desde un centro comercial a mi yo de catorce años que lo único que conocía era una Soriana: “cuando cae la noche y no puedes encontrar la luz, si sientes que tus sueños se están muriendo, sostente, tienes la música en ti, no la dejes ir, la música está en ti, queda un último baile, no te rindas, tienes una razón para vivir”.
Y así fue y así ha sido siempre. Mi vida no tiene sentido sin la música. Primero la usé para escapar, pero en los noventas, cuando no tenía nada, la música me enseñó que me tenía a mí y además de todo me reconcilió con ese otro que llevaba dentro, el jotito que tenía arrinconado adentro y que salió de la mejor manera: Salió bailando y cantando.
Hoy, a la distancia, cuando aviento las redes a la memoria, sonrío y me invade la nostalgia y entonces cierro los ojos y viajo al pasado para abrazar a ese niño que yo fui, pero me llevo una sorpresa, ese niño no está solo, tiene puestos sus audífonos y está acompañado de Kurt, ese que no sabe que le queda un año de vida, pero que antes de colgar los tenis, me vendió una idea genial de mundo. Uno donde yo cabía perfecto, uno donde todo era posible, donde no hay que esconderse, donde ser valiente no sale tan caro y donde ser cobarde no vale la pena. Uno donde él, sin ser mujer, ni joto, sin coreografías, ni vestuario, ni medias de red, ni tacones, se convirtió en mi diva favorita.
Fuente: Pero sigo siendo el gay / Original aquí.