Recuerdo haber ido a la cantina Zacatecas una docena de veces por lo menos. Y la especialidad de la casa, una costilla de cerdo al horno. Una pieza de arte culinario que todo amante de la carne debe probar al menos una vez en la vida. En esa cantina consideran, como yo, que del placer no hay que conformarse con poco. La costilla mide por lo menos un metro y algo más, hay qué doblar una parte de ella para que quepa en el plato ovalado, extendido y burdo en el que la sirven.
Ciudad de México, 29 de marzo (MaremotoM).- Siempre es difícil contar el presente, dice Martín Caparrós y estoy de acuerdo con él, así que comenzaré esta historia desde los quince días previos a entrar en fase dos por contingencia de coronavirus: No tomé en serio el plan de emergencia sanitaria y acepté un viaje a Monterrey para presentar mi proyecto editorial en la Feria del Libro UANLeer. Ya se recomendaba evitar los aeropuertos o terminales de autobuses en lo posible pero a mí, como a una buena parte de la población, me parecía una medida exagerada. Salí para el aeropuerto como cualquiera de las cientos de veces que he ido a Regiolandia. Cuando llegué a la Terminal 2, sin embargo, no me recibió la cotidianidad que esperaba sino una tensión nada común. Menos gente de la usual, una buena parte de ellos con cubrebocas de todos los estilos, desde los que parecen de papel y son livianos hasta una especie de mini escafandra – bozal, sin que faltaran los de dibujos animados, algo de humor al menos. Pero los semblantes se veían preocupados y eso me intrigaba ¿habría estado tan ensimismada las últimas semanas que no me di cuenta de la seriedad del coronavirus? Ahí, al pasar los controles de seguridad antes de las puertas de abordaje, un rápido paneo a las tiendas, salas de espera y cafeterías me dieron una muestra de lo que vería el resto del viaje: personas que iban y venían arrastrando maletas entre lentos y tristes, seriedad, cientos de cubrebocas, gente abalanzándose sobre cualquier lugar donde hubiera gel antibacterial, la distancia entre unos y otros, los saludos japoneses o de codos o con caras ridículas que quieren decir “soy consciente de los posibles contagios y por eso no te doy beso o abrazo” pero en realidad parece que quisieran decir “ña-ña-ña-ña”.
*
Monterrey tenía otro aire, parecía más relajado. El calor de más de treinta grados me pareció un abrazo fraternal, cuando salí del aeropuerto. El único que iba a recibir en toda mi estancia. En la fila de los taxis, una mujer de outfit hospitalario comentaba con otra persona acerca de la cantidad de infectados regios. Inmediatamente me solté del barandal que agarraba distraídamente y busqué en el fondo de mi bolsa el antibacterial que, pese a venir en botella de cien mililitros, no me quitaron en el filtro de revisión.
*
Recuerdo haber ido a la cantina Zacatecas una docena de veces por lo menos. Nadie creería que la mayor parte de esas visitas obedecieron a temas laborales pero quien no lo crea es porque nunca ha trabajado con escritores. La primera vez fui con Sergio González Rodríguez, uno de esos amigos entrañables que se vuelven parte de la familia. Tomamos tequila, Centenario Plata, el que siempre pedía él. Y la especialidad de la casa, una costilla de cerdo al horno. Una pieza de arte culinario que todo amante de la carne debe probar al menos una vez en la vida. En esa cantina consideran, como yo, que del placer no hay que conformarse con poco. La costilla mide por lo menos un metro y algo más, hay qué doblar una parte de ella para que quepa en el plato ovalado, extendido y burdo en el que la sirven. Sigo sin comprender porqué no han buscado algo más adecuado para emplatar ese portento pero no me disgusta que la sirvan así. No había gel antibacterial en las reglas de etiqueta de entonces, a veces desdoblábamos la costilla empujándola con un tenedor, o sin pensarlo mucho, con la mano. Decía el epidemiólogo Joel Robles que el agua y el jabón han salvado más vidas que la penicilina, así que lavábamos las manos en el baño (luego agarrábamos algo sucio seguramente), sin más. Comíamos y desinfectábamos todo lo ingerido con tequila o mezcal.
La siguiente ocasión estuve con Élmer Mendoza y cometí la hazaña de pedir el mismo copioso platillo. No pude llegar ni siquiera a la mitad pero entonces me acompañaba un hombre de estómago mayor: Élmer terminó el platillo y regresamos con muy buen ánimo y mondadientes a trabajar a la Feria del Libro de Cintermex.
La visita más reciente fue hace dos semanas, el día que llegué a Monterrey para participar en la UANLeer. Zaira, Gil, Arturo y yo salimos de Colegio Civil y nos fuimos medio muertos de hambre para allá. Estaba igual, nunca vacía, nunca demasiado llena, pero eso sí, grandes botellones con gel antibacterial en la entrada y en la barra, aunque los meseros no se mostraban agobiados por la situación, atendían sin cubrebocas ni guantes, acaso los modales necesarios. Siguen horneando la única e inigualable costilla de cerdo y sospecho que mi estómago ha crecido porque logré llegar al doblez. Observé también que el personal, antes y hoy, no se impresiona con la categoría de la gente que visita el lugar, ni aquellas primeras veces con Sergio o Élmer o con escritores extranjeros que llevé a conocer mi costilla favorita, mostraron ninguna admiración particular, más allá del entusiasmo por recibir una generosa propina.
*
La UANleer estuvo bien organizada pero herida de muerte por el ánimo decaído y la difusión de medidas drásticas para prevenir el contagio. Así y todo, la presentación de Attica Libros con Zaira Eliette Espinosa, Gil Gallardo y la que esto escribe siguió adelante (y entonces Zaira y yo tuvimos qué salir corriendo porque pensábamos que se cancelaría, así que no estábamos donde debíamos estar) y la presentamos en el Colegio Civil, en pleno centro de Monterrey, para unas veintipocas personas que poblaban el patio principal y preguntaron de todo. Por un rato olvidamos que éramos todos herejes por estar fuera de nuestras casas. saliendo de la presentación sin embargo, corrimos a frotarnos las manos con gel antibacterial todas las veces que encontramos un mostrador con despachador de este preciado sistema coloidal. Al menos estábamos en el exterior, viendo gente, hablando con personas, saludando sin emoticones aunque sea con saludos japoneses o de a codito, no como se hacía antes, con apretón de mano o de beso en la mejilla, incluso de abrazo si el personaje en cuestión era muy querido. Eran otros tiempos. Cuando una podía aspirar a un beso robado, por ejemplo.
*
Regresé a la Ciudad de México al día siguiente. Ya se esparcía un rumor de que la mayor parte de los casos de coronavirus en México habían sido ubicados en la zona de San Pedro, precisamente en Monterrey y ahora sí, me subí al tren de la paranoia. Al llegar al aeropuerto regio, yo era una de las pasajeras que portaba cubrebocas y usaba antibacterial en las manos antes y después de agarrar un barandal o cualquier objeto sospechoso de portar exceso de bacterias, es decir, todo.
No sé qué tan efectiva sea su protección, al menos estaba más protegida (y también doscientas veces más paranoica) que cuando me fui. Solo me visualizaba a salvo en casa, la creía un santuario esterilizado en el que habría solución para todo lo que pudiera suceder. Pedí un Uber. Una vez encajuelada mi maleta, me dediqué a observar la ciudad. En solo dos días cundió el pánico en buena parte de la población. El tráfico del aeropuerto a la zona centro fue más ligero que de costumbre. Las banquetas se veían medio vacías y algunos establecimientos de servicio cotidiano estaban cerradas. Los restaurantes, abiertos pero vacíos. La calle donde vivo, una de las pocas que se conservan anchas y bullangueras en la ciudad, estaba poco poblada, nada ruidosa. Cafeterías y fondas con la cortina abajo o con oferta de servicio a domicilio y el menú pegados en la puerta. Los tacos de la esquina sí mantienen su puesto en funciones, les importa un rábano este o cualquier virus que se interponga en su trabajo. A la gente le preocupa menos el coronavirus que no tener dinero para llevar a casa.

*
Tan solo con cerrar la puerta detrás de mí y tirar la maleta en uno de los sillones de mi casa, sentí a la paranoia abandonarme. El trabajo desde este búnker de plantas y libros no me es ajeno desde hace año y medio así que, una vez cerrados los pendientes más urgentes, enfilé mis pasos rumbo a los libreros para repasarlos a mis anchas, a ver qué lecturas estaban esperando por un momento como éste. Acerca de esos libros y las que vienen en camino, daré cuenta los próximos días haciendo @delibroalbedrio por el gusto de leer y conversar pero también para no pensar que si no puedo ir al Xel Ha por tacos de cochinita pibil, si no puedo viajar, si ocasionalmente pasa una camioneta con altavoz en mi calle desde donde se escucha “no salgan de sus casas”, no es que esté sucediendo el apocalipsis ahoritita.