Facundo Cabral

DESDE LA CUARENTENA | Facundo Cabral, el cantautor imprescindible

Definir a Facundo Cabral por haber compuesto una o dos canciones es como creer que Gardel se hizo conocido por “El día que me quieras”. Es un temazo, ya lo sabemos, pero el hombre ya era importante de antes. O un par de escalones más que importante: imprescindible.

Ciudad de México, 25 de marzo (MaremotoM).- Casi nadie conoce las canciones de Facundo Cabral.

“No soy de aquí ni soy de allá”, sí, seguro: forma parte de la banda sonora de nuestras vidas. Pero no mucho más que eso. A lo sumo, “Vuele bajo”.

Después, ninguna otra.

Pero definir a Facundo Cabral por haber compuesto una o dos canciones es como creer que Gardel se hizo conocido por “El día que me quieras”. Es un temazo, ya lo sabemos, pero el hombre ya era importante de antes. O un par de escalones más que importante: imprescindible.

Facundo, que de verdad se llamaba se llamaba Rodolfo Enrique Cabral Camiñas, era el modelo viviente del librepensador anarquista. El prójimo que predicó la paz y el crecimiento espiritual a partir de sus propias desdichas, acompañado por un santoral compuesto por filósofos, líderes religiosos, anarcos, escritores y cantores populares. Y su guitarra.

Era también el demiurgo que contaba sus malandanzas y su metafísica siempre de una manera distinta. A tal punto que no hay forma de no creerle –pero tampoco de asegurarlo- que Eva Perón le haya dado un trabajo a los 9 años; que fue amigo de Indira Gandhi, García Márquez, Krishnamurti, Gillo Pontecorvo, Marc Chagall, Golda Meir y la Madre Teresa de Calcuta; que de niño fue autista; que en Tandil fue lustrabotas de Gombrowicz; que le leía traducciones a Borges; que su abuela paterna era multimillonaria y cuando se suicidó su esposo coronel abrió un burdel llamado La felicidad; que estaba varado en Madrid cuando al cruzar la calle casi lo atropella Jorge Cafrune y de allí nació una sociedad artística que le permitió comer caliente todas las noches; que “No soy de aquí ni soy de allá” apareció una noche en un escenario de Uruguay en forma improvisada y que se salvó gracias a que un periodista argentino llamado Jacobo Timerman la grabó en un casete.

Que así de surreal y mágica fue su vida.

Aunque él mismo aceptara que una buena fábula era el mejor antídoto contra el aburrimiento: “Estoy cansado de la sinceridad, prefiero el ingenio”, argumentaba, buscando exorcizar tanto dolor de vida.

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Y aunque es una parte menos relevante de sus asombrosas peripecias, también hay que recordar que tuvo que escaparse de la dictadura porque esos hijos de puta de uniforme lo habían etiquetado como un cantor de protesta. Categoría que lo hubiese ofendido, como ofendía a Zitarrosa, que se definía solo como un cantor social y popular: “protesto cuando voy a la feria y veo que me aumenta la carne y la verdura, pero no cuando subo al escenario”.

A mediados de los 60, antes y después de pasar hambre y dormir en la calle y de salir al mundo empujado por los milicos, fue el Indio Gasparino, el del protobeat “Volveré…volveré” (que cantaban las hinchadas de todos los equipos de Primera B porque el estribillo decía “vestido de domingo volveré”) y el de “Dale dale Federico”, primer antecedente del hip hop argentino, muchos años antes de los millenials Paulo Londra y Duki.

Y después de eso, en la naciente democracia argentina, asistió incrédulamente a su propia resurrección. No en el sentido bíblico (como él hubiera pregonado) sino en términos más cotidianos y prosaicos. Retornado del destierro, en 1983, fue al fin profeta en su tierra. Llenó estadios. Grabó y vendió miles de discos. Escribió sus reflexiones, cargadas de misticismo y fue best seller. Contó una y cien veces El sermón de la montaña con gente que se persignaba a su paso. Habló de San Juan Bautista, del Che, de Tagore, de Camilo Torres.

Facundo Cabral
“Soy nada más que un alcahuete de la cultura y del espíritu”. Foto: Cortesía

A mitad de camino entre el cantor y el predicador, su (re)surgimiento coincidió con el boom de la canción nacional post-dictadura. Aunque nadie nunca jamás lo invitó a compartir un escenario, de tan subversivo que era (Lo de Alberto Cortez fue posterior y no en la Argentina).

Hasta que un día volvió a irse: a fines de los 80, sin que nadie más que su espíritu andariego se lo pidiera, decía que había cumplido su misión. Desde entonces, no fue de aquí ni de allá. O como decía que decía su adorada madre: “soy de donde comen mis hijos”.

El día que le preguntaron por qué ese chico que fue alcohólico a los 9, analfabeto hasta los 14, viudo a los 40 y que conoció a su padre a los 46 era tan necesario para tantos miles de devotos de los 165 países que recorrió, reveló la clave: “Soy nada más que un alcahuete de la cultura y del espíritu”.

Y esa fue la mejor de sus parábolas.

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