Vivimos un relato sin género, envueltos en una dinámica de tiempo real, conectados a un mundo que nunca había estado tan cerca, nunca tan lejos, de la verdad. Nuestro personaje principal es un virus, una presencia invisible, elusiva, expansiva y altamente contagiosa, que nos obliga a la soledad contemplativa y a la conducta obsesivo-compulsiva o simplemente al rechazo obtuso de toda línea de auto-cuidado.
Ciudad de México, 14 de abril (MaremotoM).- Al final del día, la humanidad necesitará contarse el relato de su tiempo. ¿Cómo será este relato, después de esta contingencia? Será el mismo relato de todos los tiempos.
En uno de los actos de subterfugio más extraños del mundo globalizado, la vida nos agarró por sorpresa y nos metió en un relato que no habíamos previsto, cuyo desenlace nos tiene en busca de respuestas que no están en ninguna parte. No se sabe si el relato nos habla de un fracaso majestuoso o de un regaño contundente de la naturaleza. Su moraleja es inasible. Ya que esto se siente como una imposición generada por nadie, nos frustramos construyendo mitos y fábulas nacidas del miedo y en constante pelea con el prójimo, mientras somos sometidos a uno de esos sorpresivos giros de trama al final de una historia. Por lo general, estos giros ocurren en los últimos enunciados: una frase, una imagen o una revelación a partir de la cual todo cambia. Pero en el caso de esta trama, que es la vida cotidiana, no podemos regresar nuestros pasos ni mirar hacia delante. Todo lo que sigue es un relato en blanco. Es verdaderamente fascinante.
Aun así, enfrascados en el segundo tras segundo de esta situación que cambia de cifras y escenarios, vale la pena preguntamos, ¿de qué se trata este relato? ¿Es de terror, de suspenso, de ciencia ficción, un amalgamado de géneros, o simplemente se trata de un relato jamás trazado? Sabemos que sí. Sabemos que, a lo largo de la historia, plagas, epidemias y pandemias han sido el corte transversal de las civilizaciones. El lugar en el tiempo donde reconocemos la porosidad de nuestros cuerpos, recordándonos que somos parte de la naturaleza, junto con las demás especies, enormes y microscópicas. Es el momento en que el paso de la línea del tiempo se detiene y, con ello, se detiene la esperanza.

¿Pero qué son los relatos sin esperanza? Sólo podremos saberlo cuando le demos vuelta a la página. Pero ojo: lo que ocurra no nos sorprenderá, no conmocionará la vida tal y como la conocemos. Pero sí será otra cosa. Surgirán otras clases de miradas, otras formas de respiración, las risas y el amor serán distintos y una especie de madurez humana posterior a la tragedia, una tragedia en el sentido clásico: ahí donde nadie tuvo la culpa y el destino escribe sus tramas con esa férrea voluntad que le permite, de vez en cuando, burlarse un poquito de nosotros.
Vivimos un relato sin género, envueltos en una dinámica de tiempo real, conectados a un mundo que nunca había estado tan cerca, nunca tan lejos, de la verdad. Nuestro personaje principal es un virus, una presencia invisible, elusiva, expansiva y altamente contagiosa, que nos obliga a la soledad contemplativa y a la conducta obsesivo-compulsiva o simplemente al rechazo obtuso de toda línea de auto-cuidado. Un personaje invisible, metáfora de nada en particular, nos confronta en el espejo donde reflejamos las dos posturas colindantes del ser humano: la supervivencia y el miedo a la muerte. Ya sea dentro de nuestras casas, en las filas de supermercado asumiendo la distancia histérica, firmes en nuestra posición como figuras esenciales o social y económicamente forzadas a estar en la calle, arriesgando temerariamente el pellejo en los centros de salud, despotricando en redes o manifestando nuestra presencia creativa como vías de escapatoria, somos nuestros propios héroes, veinticuatro horas, siete días a la semana. Y eso no fue un elogio.
Algunos de nosotros recurrimos, sí, abrumados y también un poco tontos, a las pretensiones proféticas de la literatura: Camus y La peste, Saramago y su Ensayo sobre la ceguera, El último hombre de Mary Shelley, el contexto introductorio que explica los orígenes del Decamerón, algunas referencias más actuales, como Soy leyenda de Richard Matheson o Guerra Mundial Z de Max Brooks. ¿Y por qué las leemos? Para someter la realidad al escrutinio de la ficción, para encontrar patrones, semejanzas, entre lo que vivimos cotidianamente y lo que vivieron personajes de historias creadas para hablar sobre el presente que vivieron sus autores. Porque queremos, siempre, que la ficción supere a la realidad. Porque insistimos en la necia esperanza.
Dicho esto, digo esto otro: todo aquel que sostiene que la realidad supera a la ficción no entiende qué es la ficción. Quizá, tampoco entienda mucho a la realidad, porque en ella se han fundido la ciencia ficción y el terror, el hiperrealismo neurótico y el sociologismo de la narrativa de costumbres, las predicciones distópicas con el existencialismo moderno, todo esto para hacernos olvidar que, en esencia, las historias de ficción no están ahí para revelarnos la espectacularidad de los acontecimientos, sino para identificar la humanidad detrás de dichos acontecimientos. La humanidad que respira, la que caga, la que comete errores, la que tiene sueños o pesadillas. Háblenle justo en estos momentos sobre espectáculos a las personas que trabajan en el sector salud. Háblenles de lo que pasa en La peste o la ceguera de los personajes de Saramago. Ni se dignarán a responderles, porque la realidad no es un espectáculo. La realidad, es la de una muerte cotidiana, en estado permanente de presencia. Ahí no entran mitos ni noticias falsas, rumores y chismes, el modo morboso de entretenimiento de las masas para disipar la sensación de ahogo. Justo en ese lugar, justo en ese sitio del corazón humano en constante conflicto consigo mismo, como diría William Faulkner, justo ahí, es donde reside la ficción. Donde el relato nos habla de la vida humana que respira en tiempos álgidos, sometido a toda clase de brutalidades y espejismos que ocurren en la realidad.
La ficción es una medianía, el espacio intermedio donde confluyen la realidad, el lenguaje y la imaginación: no es el lugar que da cuenta de los acontecimientos, sino el horizonte que los sopesa, los medita, desde una mirada, que puede ser melancólica, cínica, romántica o encabronada, para poder relatarnos el tiempo. La ficción no está en los medios masivos de comunicación, éstos producen espejismos de información falsa y verdadera con la que lidiamos según nuestras creencias. La ficción está en los detalles, en las pulsaciones y vicisitudes que niñas y niños, hombres y mujeres, ancianos y trabajadores, viven día con día, como una repetición de lo que niños y niñas, hombres y mujeres, ancianos y trabajadores han vivido a lo largo de todas las civilizaciones, en donde encontramos, en ese corazón en conflicto, el mayor de los problemas: el problema de estar vivo, de convivir con otras personas que viven lo mismo, en un mundo y una naturaleza que siempre nos echa en cara que en algún momento vamos a morir. Pero ojo: no es fatalismo. Es justo lo contrario: ahí radica la belleza de la ficción. En su capacidad para relatarnos algo inexistente pero igualmente pegado a nuestras heridas. Nuestra herida actual es una herida global, pero no deja de ser herida y no dejamos de reírnos de ella, de bailar en los balcones, de confesar nuestros pecados, de perdernos en las minucias y neurosis humanas.
Es el muchacho que vi salir de la tienda, que parpadeaba nerviosamente, mientras le decía a alguien por celular que le había entrado una basurita en el ojo, pero que no podía tocarse porque no se había lavado las manos, de modo que vivía un mini infierno personal. Son los novios que tuvieron que cancelar su boda y ahora están cada uno separado del otro. También está el indigente que le puso cubre-bocas a su perro mientras él seguía campante y desprotegido, o el marisquero con llagas en sus manos por tanto gel antibacterial, quemándose cada vez que corta limones para los cocteles de almejas, o el niño que descubrió en esta cuarentena sus documentos de adopción, o qué tal esa familia de seis, amontonada en una casa de interés social y que a las doce de la madrugada, mientras escuchan al vecino y su música de banda, en la oscuridad plena que supuestamente conduce al sueño, deciden jugar un concurso, a ver quién se avienta el pedo más ruidoso (y oloroso, quizás). O finalmente, qué tal el señor de sesenta y tres años, al que le negaron la entrada al supermercado, pero que sólo quería pasar a la farmacia y comprar una cajita de Viagra, ya que, después de diez años de viudo y dos años de cortejo con su vecina la maestra jubilada, por fin tendrá sexo otra vez y al carajo con los protocolos de salubridad.
No sabría decirles si estos eventos, si estas situaciones, han ocurrido durante estos tiempos. Pensar en estos relatos puede liberarnos del peso que se aloja en nuestras mentes, esas jaulas que asfixian sin razón. Por eso me gusta inventarlos, cada de vez en cuando, imaginarlos cuando veo a personas en la calle. No en son de burla, sino para poder lidiar con la fragilidad, la desgracia, el accidente, la broma, la belleza y la fascinación que envuelve al acto de vivir. Y esto sucede por encima y al margen de cualquier virus, de cualquier pandemia, de cualquier corte de caja histórico. Estos serán los relatos que sobrevivirán a estos tiempos. Pero falta mucho para descubrirlos, para ponerlos sobre la mesa, para verlos desde la lejanía, sonrientes y nostálgicos. Esto es, siempre y cuando sigamos siendo los mismos de siempre.
Después que salgamos de esta debacle, mi deseo es que salga triunfante lo más preciado que tenemos los seres humanos: nuestro libre albedrío, ese aliado incómodo, el que nos ayuda a tejer la historia de nuestras propias vidas. Sin él, la ficción termina.