Desde el gobierno serbio fue insultado, acusado de traición, ante lo que Djokovic reiteró que “el deporte borra las fronteras entre la gente, se sobrepone a las barreras de religión, etnia y nacionalidad”. Menos agradó a los radicales serbios que Nole integrara a su equipo de trabajo al extenista croata Goran Ivanisevic, admitiendo que en su niñez “todos en mi país lo apoyaban cuando jugaba”.
Ciudad de México, 19 de junio (MaremotoM).- Es un bloque residencial como cualquier otro en el suburbio de Banjica, en Belgrado. Como cualquier otro, sí, en su estructura rígida y tono grisáceo, pero diferente por algo que puede descubrirse en su base. Sobre un fondo azul claro, el mural del tenista Novak Djokovic.
Ahí pasó los 78 días de bombardeos de la OTAN sobre Serbia en 1999. Ahí cumplió, encerrado y atemorizado en el sótano, los 12 años. Ahí se acostumbró a especular cada madrugada: dónde caería la próxima bomba, si su edificio sería impactado, si esa guerra pronto culminaría. Ahí vivía con su abuelo Vlada, quien lo cuidaba por estar sus padres fuera de la capital en esos delicados momentos.
Al regresar a ese refugio en 2011 para grabar un documental, Djokovic explicó: “Durante esos dos meses y medio de bombardeos, el estruendo nos despertaba siempre de dos a tres de la mañana. De alguna forma esas experiencias me hicieron un campeón, me hicieron más fuerte, más hambriento de éxito. Vivir en 60 m2 entre bombas me hizo apreciar el valor de la vida”. También lo dotaron de una consciencia especial.
En un país hoy dividido en siete, en donde se revolvían musulmanes, católicos y cristianos ortodoxos, en donde las etnias dicen más que el sitio de nacimiento, todo es confuso. Recién concluida la guerra y disuelta Yugoslavia, Croacia alineaba a futbolistas nacidos en Bosnia al ser de etnia croata, como Serbia a jugadores nacidos en Croacia por ser de etnia serbia y así al infinito: en los Balcanes no se trata de dónde viste tu primera luz, sino de dónde provienen tus ancestros, lo que determina religión y hasta alfabeto.

Novak Djokovic es serbio. Y, como todos los serbios, cristiano ortodoxo, habituado a escribir en caracteres cirílicos (los croatas utilizan letras latinas). Por lado paterno, su familia es de Montenegro y Kosovo; por el materno, de Croacia. Aunque siendo serbios.
Cuando Nole comenzaba externó lo que el común de los serbios considera, que sin importar quién habite Kosovo esa esquina siempre será la cuna de los serbios: “No puedo pensar en Kosovo siendo otro país”, sintetizó.
Años después de esa declaración tan repetida y no pocas veces manipulada, Djokovic se erigiría en una especie de embajador balcánico de la paz. En 2007, al ser presentado como croata en un torneo en Montreal, reaccionó sin titubeos: “No me afecta que me digan croata. Serbios y croatas somos casi lo mismo. ¡Somos gente!”. A lo que siguió una entrevista en la que afirmó: “Me gusta estar por encima de los nacionalismos. Para alguien en el extranjero es difícil distinguir entre nuestros pueblos, nuestras fronteras, quién somos, cómo somos. Por eso no me ofende”.

Al encontrarse dos naciones de la extinta Yugoslavia en cualquier evento deportivo, son de esperarse politización, encono y resentimiento. Nadie olvida el rol que el deporte ha desempeñado en los Balcanes, con muchos croatas convencidos de que su guerra de independencia inició cuando el entonces futbolista Zvonimir Boban dio una patada a un policía yugoslavo en el partido entre Dinamo Zagreb (croata) y Estrella Roja (serbio) de 1990.
Lo mismo con un líder paramilitar, Zeljko Raznatovic “Arkan”, reclutando tropas entre los hooligans más violentos y exhibiendo en estadios señalizaciones de aldeas croatas o bosnias destrozadas.
Sin embargo, en 2015 esos dos países se toparon en la Copa Davis y Nole logró que la afición serbia aplaudiera el himno croata: “Nos dio mucho orgullo escuchar la recepción a los jugadores croatas y el respeto a su himno nacional. Es algo que no vemos muy seguido porque continúan frescas las heridas de la guerra”, apuntaba.

Tampoco es usual la valentía que ha tenido para apoyar a Croacia al clasificarse a la final del Mundial 2018. Meses antes, al coincidir con esta selección, publicó una foto con sus estrellas (Modric, Kovacic, Rakitic, Perisic). Desde el gobierno serbio fue insultado, acusado de traición, ante lo que Djokovic reiteró que “el deporte borra las fronteras entre la gente, se sobrepone a las barreras de religión, etnia y nacionalidad”. Menos agradó a los radicales serbios que Nole integrara a su equipo de trabajo al extenista croata Goran Ivanisevic, admitiendo que en su niñez “todos en mi país lo apoyaban cuando jugaba”.
En cuanto a Bosnia, parte de las donaciones de su fundación se destinan hacia ese territorio, al que dirigió un mensaje durante las inundaciones en 2014: “Mi corazón está roto al saber que tanta gente ha sido evacuada y está en peligro en Bosnia. ¡Cuídense, hermanos!”. Instantes más tarde, lo insospechado: “¡Larga vida a la gente de la exYugoslavia! ¡Que Dios esté con ustedes!”, acompañado por un mapa con las banderas de cada país.
Algunos le han llamado el mariscal Djokovic, aludiendo al mariscal Josip Broz “Tito”, quien por décadas mantuviera la hoy inentendible amalgama de religiones, nacionalismos y etnias en Yugoslavia. A Nole, patriota serbio, le basta con que en esa explosiva vecindad haya normalidad. Referirse a los bosnios como hermanos, jactarse de que no le molestaría ser croata, mandar bendiciones a todo lo que fue Yugoslavia… y ser capaz de refrendar su alma serbia.
En una conversación que sostuvimos en Londres, me detallaba lo que le significan los Olímpicos por la posibilidad de jugar por su patria: “Wimbledon es la competencia que siempre soñé en ganar, hay mucha tradición y mucha historia en juego, pero la energía y emoción son distintas en unos Olímpicos por representar a Serbia. Me siento en deuda con mi pueblo. Es tanto lo que les quiero dar después de lo que hemos sufrido, es un pasado muy difícil. Entiendo esa responsabilidad como embajador de Serbia”.
Finalmente, en tan volátil rincón del mundo, alguien que respeta a sus vecinos y a la vez se enorgullece de su tierra. Donde el deporte sirvió para odiar y alejar, la raqueta de Nole, solitaria y en muchas ocasiones criticada, está consiguiendo lo contrario. Paz, lo más sensato que puede desear quien durmió 78 noches de su infancia escuchando detonaciones en un sótano.
Fragmento del libro 20 pelotazos de esperanza, de Alberto Lati, con autorización de Grijalbo.