El robo de Adolfo

Ese robo que me pone las manos sudorosas y el corazón a latir a un ritmo doloroso

Sentí como si me hubieran arrojado a un pozo. Se me nubló la vista. Los oídos se me taparon. Tuve unas ganas enormes de llorar, de denunciar el robo aquel.

Zacatecas, 16 de marzo (MaremotoM).- A los once años, cuando estaba en sexto de primaria, tenía dos amigos, de esos que a cierta edad uno puede calificar –sin ruborizarse– como “mejores amigos”. Llamémosles aquí E y C. Un día, no sé por qué, los dos dejaron de hablarme. Tengo mis hipótesis al respecto, pero salen sobrando ahora.

El punto es que C empezó a hostigarme un poco, cosa que podía hacer con bastante facilidad pues era dos años mayor que yo y además me rebasaba con unos treinta centímetros de estatura y unos treinta kilos de peso.

Cierto día, la dirección de la escuela organizó un concurso de dibujo. Apenas me enteré, compré unos cartoncillos y me puse a trabajar. Batallé un montón para hacer el dibujo con el que habría de concursar, pues quise llevar algo completamente original, quiero decir, nada copiado de las series de televisión, por ejemplo. Además me presionaba la certeza de que E iba a concursar también, y él era muy, pero muy bueno dibujando. Sólo él podría vencerme, creía yo, tan engreído, tan herido.

El día del concurso, pusieron en exhibición todos los trabajos participantes. Fui viéndolos uno por uno, juzgándolos por dentro. Éste está chido. Ja, éste no gana ni por accidente. Tenía miedo de toparme con el dibujo de E. Este otro también está bueno. Ah, aquí está el mío; yo sí le daba el primer premio… Y de repente, ¡zaz!, un dibujazo. Era un Gokú, a puro lápiz. Nada de color. La sombra era muy buena. Todo estaba en su sitio. Lo reconocí enseguida, pues ¡yo lo había hecho unos meses atrás, para regalárselo a C! Me acerqué al papel temblando de indignación. Agucé la mirada. En la esquina, debajo del nombre de C, todavía se alcanzaba a leer el mío, mi firma, que había sido borroneada.

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Sentí como si me hubieran arrojado a un pozo. Se me nubló la vista. Los oídos se me taparon. Tuve unas ganas enormes de llorar, de denunciar el robo aquel.

¿De esos lápices salen los dibujos? Foto: Cortesía

Se me ocurrió proponerles a los maestros que nos hicieran una prueba de dibujo allí, en ese momento: una prueba que C no podría superar de ninguna manera. Pero no hice nada. Me repuse o, más bien, fingí que me reponía.

Miré a mi alrededor y muy cerca encontré los rostros de E y C. E (que al final no ofreció ningún trabajo al concurso, pues además de ser un extraordinario dibujante padecía una pereza igualmente extraordinaria) desvió la mirada, como si de veras no quisiera enterarse. C no sólo la sostuvo: me sonrió. Estaba disfrutando mi derrumbe, por supuesto.

Pasó una hora o tal vez menos.

Llegó el momento de dar los resultados. Nunca he tenido la boca tan seca. Sentía que E y sobre todo C me estaban viendo, esperando mi reacción. Y debieron de sentirse muy complacidos, pues no obtuve ningún premio, salvo el primero, que me fue dado a través de C.

Él se quedó con la caja de colores, el juego de geometría, el diploma y los aplausos; yo, con el coraje y esta anécdota que todavía, veinte años después, me pone las manos sudorosas y el corazón a latir a un ritmo doloroso.

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