Guillermo Australia

Gerardo Australia y su brújula para aprender conocimientos con diversión

“Este libro es tratar de rehacer el puente entre las nuevas generaciones y el conocimiento. Antes encontrábamos las enciclopedias” y ahora está Una historia en cada hijo te dio, el gran material de Australia.

Ciudad de México, 15 de noviembre (MaremotoM).- ¿Quién inventó la máquina tortilladora? ¿Por qué en México hay una tienda en cada esquina? ¿Qué hacía un japonés en la Revolución? ¿Cuál ha sido el presidente más honrado? ¿Quién fue la primera mujer gobernadora?, son todas preguntas que se las hace el autor Gerardo Australia, quien con el ilustrador Don Rull, sacaron el libro Una historia en cada hijo te dio (Grijalbo).

Cada una de estas páginas nos demuestra que la Historia no sólo está en los museos y las enciclopedias, también se encuentra en las cosas (en apariencia) más simples de la vida. Recuerda este libro magnífico a la presencia en nuestras casas y para nuestro conocimiento ancho y expansivo, esas enciclopedias que mirábamos con ojos de sorpresa.

ENTREVISTA EN VIDEO A GERARDO AUSTRALIA

“Parte de la intención del libro es la diversión. Es una recopilación de textos que saqué de mi columna Cronoscopio, en Reforma. Empecé a colaborar tratando de evitar la seriedad académica, el refinamiento y de orientarme a la charla sencilla, el chisme histórico”, dice Gerardo Australia en entrevista.

Todos estos conocimientos hay que repetirlos para las nuevas generaciones, que a veces ignoran el pasado reciente. “Si no aprendemos de nuestros errores históricos, la miopía nos hará repetirlos como tragedia. Es una gran necesidad de divulgar esto, para que la gente vea que sí se puede y para no caer en el mismo error”, agrega.

Gerardo José García Pérez, también conocido como Gerardo Australia, nació el 1 de enero en la Ciudad de México. Es músico, escritor de divulgación histórica y compositor con estudios en el Conservatorio Nacional de Música de México, en el Real Conservatorio de Madrid en España y en el Boston Conservatory en Estados Unidos.

En 2015 Conaculta publicó su ensayo Francisco Gabilondo Soler: su obra y sus pasiones; una herencia para México, acercamiento sin precedente a la vida y obra del Grillito cantor Cri-Cri, mientras que en 2016 SACM le otorgó el reconocimiento Trayectoria por sus 25 años como compositor.

“Este libro es tratar de rehacer el puente entre las nuevas generaciones y el conocimiento. Antes encontrábamos las enciclopedias” y ahora está Una historia en cada hijo te dio, el gran material de Australia.

Fragmento de Una historia en cada hijo te dio, de Gerardo Australia,

con autorización de Grijalbo.

Su majestad, la tortilla!

Si alguien debería estar en la Rotonda de las Personas Ilustres, en el legendario Panteón de Dolores, de la Ciudad de México, es el hoy olvidado veracruzano don Fausto Celorio Mendoza.

Y esto no sólo por su maravilloso invento que cambió la vida de los mexicanos, la tortilladora, sino porque tiene la categoría de “libertador”, ya que con ella liberó literalmente a millones de mujeres de la esclavizante faena de andar “aplaudiendo” masa para la creación de nuestra ilustre y bendita tortilla, sin duda, un símbolo patrio más ameno, nutritivo y práctico que el águila o la serpiente, que bien fileteados caben en un taco.

La tortilla es el único dispositivo que sirve de plato, acompaña, envuelve, revuelve y atrapa al guiso, además de ser la única cuchara que se puede comer después de usarla. Cierto es que los mexicanos somos hijos del maíz y que la cultura prehispánica no habría existido sin este generoso grano, cuyo origen sigue siendo una incógnita. Se sabe a ciencia cierta que el maíz nació en México, y eso nos pone en un relieve histórico no poco importante, sobre todo cuando nos enteramos de que la tortilla, tal como la conocemos, ya danzaba en nuestra barriga en el 500 a. C. (aunque se dice que la domesticación del maíz data de hace 8,000 años).

Unos apuntan que el maíz se dio por primera vez en Oaxaca, y otros, que más al centro, por el área de Puebla y Tlaxcala. De hecho, Tlaxcala significa en náhuatl “lugar de tortillas” o “pan de maíz”, y el ideograma prehispánico de este pueblo era un par de manos juntas, como rezando, con una tortilla de maíz entre ellas, representando la amasada. En el libro sagrado de los mayas quichés, el Popol Vuh, el hombre y el maíz están íntimamente ligados a la hora de la creación del mundo. No es para menos: se trata de una simbiosis importante, pues el maíz existe gracias al hombre y el hombre pudo subsistir gracias al maíz.

El maíz no se encuentra en estado silvestre, ya que los granos de la mazorca están cubiertos por hojas (brácteas) que impiden que el grano se desprenda del olote (elote). Por lo mismo, no existe la dispersión natural de la semilla y su reproducción está sujeta a la mano del hombre (algo parecido con el plátano), que lo desgrana, siembra y cosecha. De esta manera, se puede decir que el maíz es un “ingenio cultural” mexicano, de ahí sus connotaciones mágicas y religiosas.

Pero ¿cómo no el maíz se iba a convertir en un alimento básico de cualquier cultura si tiene una versatilidad bárbara? A diferencia de otros cereales, el maíz crece rápido (en cuatro meses ya se puede cosechar); puede darse a nivel del mar o a 3,500 metros de altura; donde hay una precipitación anual de lluvia de 400 milímetros (por ejemplo, San Luis Potosí) o en regiones donde se dan 4,000 milímetros al año (por ejemplo, Chiapas).

Es más, si uno va al supermercado, de 10,000 productos que se encuentran ahí, 2,500 tienen compuestos derivados del maíz: bebidas, cosméticos, medicinas, crayones, fibra de vidrio, hilos, adhesivos, mayonesa, margarina, azúcar, dextrosa, almidón, féculas, aceite, jarabes y hasta etanol, por mencionar algunos productos. El maíz es rico en hidratos de carbono, en vitaminas A, B1, B2, B3, B6, B9, E y C, en fibra y en sales minerales como potasio, magnesio, hierro, calcio, zinc, sodio y fósforo. Y, por si fuera poco, no tiene gluten y es fuente de antioxidantes. No en balde, el Museo Nacional de las Culturas Populares publicó en 1983 un recetario con más de 600 recetas a base de maíz.

Establecidos los españoles en Nueva España, el maíz no tardó en convertirse en una de nuestras aportaciones al mundo, sobre todo en Europa, que por entonces vivía prácticamente sólo de pan porque tenían cerca de 200 años padeciendo hambrunas. Cabe hacer notar que el pan de trigo sólo existía en las ciudades y lo comía la gente con recursos, ya que el grueso de la población consumía un pan a base de otros ingredientes, al que los pobres hasta corteza de árbol le ponían. Ya que era el único alimento, su consumo era en exceso y causaba una retahíla de enfermedades. Entonces, a mediados del siglo XVII llegó a Europa el maíz. De inmediato se popularizó, y, más tarde, con la introducción de la papa, se hizo una verdadera revolución alimenticia y millones de personas se salvaron de morir de hambre.

Guillermo Australia
Editó Grijalbo. Foto: Cortesía

Nada más llegando a México, los españoles comenzaron a sembrar trigo. Curiosamente, no sólo era para hacer su indispensable pan, sino para abastecer el demandante negocio de las hostias. Sin embargo, el trigo nunca tuvo buena acogida entre los naturales y al pan le hacían el fuchi. No era para menos: ¿para qué luchar con una semilla que tardaba un año en crecer, además de requerir cuidados especiales para su cultivo y que, para colmo, sabía a suegra de iguana? Es más, los indígenas no recibían el pan de trigo ¡ni como limosna!, como bien escribió el médico Juan Domingo Sala a mediados del siglo XVI: “A los indios pobres que andan a pedir […] pan no lo solían recibir ni por imaginación, no digo mendrugo, sino pan de más de libra y media, sino los volvía a la cara. Yo lo vi en mi casa hacer a un pobre, volver el pan y decir que dinero pedía él, no pan”.

Los europeos se asombraron del consumo de tortilla de los indígenas. Junto con otros alimentos derivados del maíz, como los tamales y el atole, vieron que el indio tenía esencialmente resuelto su problema de subsistencia para toda su vida.

Con el tiempo, la gran demanda de tortillas se convirtió en un negocio peculiar, pues era estrictamente femenino, con sus propias reglas: a una patrona, que comandaba una cuadrilla de tortilleras, le entregaban el producto y ella lo asignaba a varias vendedoras que salían a la calle a la hora de la comida a venderlas. Debe tomarse en cuenta que no sólo se trataba de la tarea de hacer a mano, una por una, las tortillas. No, el proceso venía desde la elaboración del nixtamal, esto es, precocer el maíz desgranado con cal, para de ahí molerlo a brazo batiente y elaborar la masa. ¡Un trabajal!

En el periódico El Imparcial, del 20 de agosto de 1902, el reportero Luis de la Rosa calculó que “si 8 tortillas pesaban 759 gramos, y con 12 kilos se alimentaba a 16 personas, y si había cinco millones de habitantes que comían tortillas, entonces diariamente se destinaban para hacer tortillas 312,500 mujeres robustas y fuertes”. (A mediados del siglo XIX se le pagaba a una tortillera aproximadamente 18 centavos de dólar al día).

Y es aquí donde entra nuestro héroe, Fausto Celorio Mendoza, quien creó la primera tortilladora automática, patentada en 1947. El invento de Celorio consistía en un aparato automatizado que recibía la masa de maíz nixtamalizada, la comprimía para hacer la forma de la tortilla delgada y de ahí la colocaba en una cinta transportadora metálica que llevaba la tortilla a un horno; una vez horneadas pasaba a un recipiente.

Por supuesto, antes de él hubo muchos intentos de automatizar el proceso tortillero con cierto éxito, pero eran aparatos costosos que se vendían poco. Para 1945 sólo había 2,214 tortillerías mecanizadas en todo el país. Inclusive Fausto Celorio, en sus inicios, vendía solamente una máquina al mes. Esto cambió en 1954, cuando se asoció con el joven ingeniero Alfonso Gándara, del Instituto Politécnico Nacional, quien encontró una inteligente forma de hacer tortillas de bordes lisos y de mejor textura. Entonces las ventas se dispararon a 40 máquinas por semana.

Fausto Celorio nunca se durmió en sus laureles y siempre estuvo innovando sus máquinas con ideas propias. En 1963 lanzó al mercado una máquina dúplex que en una hora hacía 132 kilos de tortillas; en 1975 introdujo la primera máquina tortilladora de bajo consumo, que producía hasta 200 kilos de tortillas en una hora, con un ahorro del 50% en gas y electricidad. No en balde, entre 1960 y 1980, Celorio Mendoza vendió 42,000 tortilladoras alrededor del mundo. Además de la tortilladora, don Fausto Celorio tiene patentados 150 inventos.

La importancia de la tortillería va más allá del comercio de este gran alimento, tanto que se propuso en el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012) el programa “Mi Tortilla” para mejorar las condiciones de estas pymes.

Sin duda, la tortilla es parte de nuestro patrimonio, entendiendo éste como un conjunto de bienes materiales, espirituales o simbólicos que crea una sociedad a lo largo de su historia. La tortilla y su elaboración guarda una relación estrecha con el medio ambiente y sus recursos, al mismo tiempo que es un elemento importante de cohesión social. Como práctica tradicional alimenticia, les ha permitido generar estabilidad y beneficio económico a cientos de poblaciones, y ha formado una identidad cultural mexicana al grito de “¡Viva su majestad, la tortilla!, ¡Viva la milpa!”.

Seis mujeres rodean al barro sobre el fuego.

Aplauden, entre masa, a la tortilla.

Hay un arte en el hacer bella la orilla

y otro arte acariciante todo el centro.

El fuego aletea

desde troncos de encino derretido,

besa, tiznando al barro,

donde lenta se cuece

la tortilla.

Seis mujeres descalzas y en cuclillas,

con sus manos morenas,

en concierto de palmas,

con sus manos de magia,

celebran la rutina.

Afuera

el viento revienta escandaloso

con sus ondas de fuego,

bajo el trópico ardiente que vigila.

Tras la choza de varas,

viejas,

secas;

de viejas, amarillas…

se da el ceremonial

simple y eterno…

De infierno hace el comal:

—ciclo de vida—,

el maíz yace muerto

en su tumba de masa.

De su muerte nos nace

la tortilla.

MELQUÍADES SAN JUAN (2008)

El niño que vio demasiado

El fotógrafo conocido como Enrique el Niño Metinides fue uno de los más importantes pioneros en la historia de la nota roja en México. Su quehacer fotográfico revolucionó la manera de cubrir la noticia policiaca e influyó este género por más de 60 años, además de haber sido el creador de las claves que utilizan —todavía hoy en día— los paramédicos en la Cruz Roja para comunicarse.

Hay varias versiones del porqué se les dice “nota roja” a los artículos periodísticos que relatan crímenes, tragedias o desastres, y que a partir de finales del siglo XIX tuvieron en México gran aceptación, sobre todo entre las clases populares. La más aceptable es la que dice que viene de tiempos de la Inquisición en México: cuando esta alegre institución decidía hacer de sus castigos un ejemplo, los hacía de manera aparatosa en público, para que la gente viera por sí misma cómo les iba a los herejijos que la desobedecían. Días antes de las ejecuciones se ponían anuncios en calles y plazas, carteles que la gente sabía que estaban autorizados por la Iglesia porque llevaban un gran sello rojo impreso, de ahí nota roja.

Con los avances tecnológicos a principios del siglo XX en materia de impresión y fotografía, los periódicos mexicanos comenzaron a incluir imágenes de todo tipo en sus publicaciones, desde las de personajes y sucesos relevantes hasta las del aplaudido bodoque recién nacido.

El estallido de la Revolución atrajo a muchos grandes fotógrafos a nuestro país que iniciaron un fotoperiodismo más formal, como el alemán Hugo Brehme, quien fotografió a varios líderes revolucionarios (Zapata y otros), además de ser el primero en ofrecer una importante colección de vistas de ciudades mexicanas, que más tarde publicó en su libro México pintoresco (1923). Brehme influyó a fotógrafos de la talla de Manuel Álvarez Bravo.

Por supuesto, las fotografías de corte impactante sensacionalista, fenómeno esencialmente citadino, no tardaron en acaparar la atención de la gente. Lo cierto era que estos cromos eran testigos de la cruda realidad que acompañaba —se quisiera o no— a la creciente urbe y su gente en el contexto crudo de su cotidianeidad. Pero, sobre todo, la fotografía de nota roja pasó a ser no sólo un documento indiscutible de noticia, dándole validez y credibilidad al hecho, sino una imagen que traspasaba identidades, donde el observador podía verse reflejado en la víctima: todos podíamos ser el de la foto, pues la tragedia, pan nuestro de cada día, podía alcanzarnos en cualquier momento.

Jaralambos Enrique Metinides Tsironides nació en la Ciudad de México en 1934. Sus padres, ambos nacidos en Grecia, llegaron a Veracruz de paso, pues se dirigían a Houston a pasar su luna de miel. Allá vivía un hermano que querían visitar desde hacía muchos años.

Desgraciadamente, me los jarochearon (sablearon) en el puerto, y quedaron con una mano adelante y otra atrás. Sin maletas, papeles, ni dinero, no podían hacer nada. Entonces, como normalmente siempre pasa, la mujer tuvo que salvar la situación: inteligentemente y a la voz de ¡no contaban con mi astucia!, la recién casada, previniendo infortunios, había cosido a su vestido una cadena de oro, regalo de la abuela.

Vendida la joya pudieron viajar a la capital, donde se conectaron con la pequeña pero amigable comunidad griega que no llegaba ni a 50 griegos. Ésta los acogió y los ayudó a echarse a andar en algún trabajo para poderse costear el viaje de regreso a la patria. Y cuando estaban listos para zarpar a la querida tierra de la hermosa Helena y el olivo… ¡sopas!, se desató la Primera Guerra Mundial y los Metinides terminaron por quedarse para siempre en la tierra del tamal y el chile bravo. Así fue como nacieron aquí Enrique y sus hermanos.

El padre puso un negocio de artículos fotográficos en avenida Juárez, junto al glorioso Hotel Regis, el mismo que años después, en 1985, Enrique fotografiaría completamente derrumbado. El negocio duró algunos años hasta que tuvieron que desalojar el edificio. Don Metinides se quedó con algo del equipo que no pudo vender y le regaló a Enrique, de nueve años, su primera cámara, una Brownie Junior, alemana, que el papá le enseñó a manejar.

El chico no tardó en salir a la calle a tomar fotos de cosas que le hicieran sentir que estaba en una de esas películas de gánsteres que tanto le apasionaban. Desde entonces, él quería captar balaceras, accidentes, persecuciones, incendios y todo lo que fuera acción: “Con esa cámara empecé a tomar fotos de coches que chocaban. En la esquina de mi casa compraba el periódico, veía en ellos si había algún choque, apuntaba la dirección y me iba ahí en camión. Llegué a tener muchísimos choques en la calle, porque en ese tiempo no se los llevaba la grúa si no estorbaban, y yo llegaba y siempre había un policía vigilando un carro. Posaban para mí…”, cuenta el mismo Enrique Metinides.

Tiempo después, el padre abrió un restaurante de comida griega cerca de una delegación, en Santa María la Ribera. Asistía mucha gente del Ministerio Público y al niño le gustaba mostrarles sus fotos a los clientes, hasta que a uno de ellos le llamó la atención y lo invitó a la delegación a tomar fotos de detenidos e incidentes.

Fue así como a los 11 años Enrique fotografió su primer muerto: un pobre diablo, quizás borracho, que se había dormido en la vía del tren que cruzaba Nonoalco. Cuando Enrique entró a la delegación vio el cuerpo decapitado y a un encargado sosteniendo la cabeza. El niño sacó su Brownie y… ¡clic! Así despegó la carrera del fotógrafo que captaría, por más de 60 años, la poética brutal y no refinada de miles de accidentes.

No tardó mucho en que una de las fotografías del chico llamara la atención de un veterano fotógrafo de La Prensa, Antonio el Indio Velázquez:

“Me dio sus datos, lo fui a ver y le gustaron mucho mis fotos. Y me dijo: ‘Oye, ¿quieres irte a trabajar conmigo?, ¿cuántos años tienes?’. Yo le respondí que iba a cumplir 11 y me respondió: ‘Pues pide permiso en tu casa’. Pero yo nunca pedí permiso, mis papás pensaban que estaba yo en la escuela o jugando, y en realidad estaba tomando fotos de choques y muertos”, vuelve a comentar don Enrique, quien además dice que, por su edad, desde entonces lo apodaron el Niño: “Déjame decirte que fui el primer fotógrafo de toda la República Mexicana en estar de planta en la Cruz Roja, y para poder subirme a la ambulancia me capacitaron y me dieron mi credencial de socorrista”.

Precisamente Antonio el Indio Velázquez fue de los fundadores del que fuera el tabloide de nota roja más popular en el país por muchos años, el Alarma!, que, en su época de oro, llegó a tirar 500,000 ejemplares semanales y era conocido por llevar encabezados sensacionalistas que se convirtieron en famosas muletillas, como “¡Raptola, violola y matola con una pistola!”.

Metinides también colaboró en el Alarma! y otros impresos amarillistas, pero fue en La Prensa donde el Niño se curtió e hizo escuela. Desde 1928, La Prensa siempre fue un periódico de corte popular, y en él Metinides retrataba y documentaba de 30 a 40 accidentes diarios. Jamás llevó un horario normal, porque aunque estaba estipulado que entraba a las 10 a. m., le podían llamar a las 3 a. m. para ir a tomar fotos de alguna tragedia hasta casa de la tía Chencha: “Casi no dormía, comía mal, te pagaban mal, y aparte había mucha envidia de algunos compañeros por mis fotos… horrible”, decía.

De él Carlos Monsiváis escribió: “Sus fotos son el resultado del azar, de lo no previsto, donde el accidente es el centro de una obra monumental y admirable, donde a la fotografía le toca el papel de primer y último testigo”.

Pareciera que la paciencia fuera la clave de este rudo oficio, sobre todo para poder captar la escena en el segundo correcto e inmortalizarla. Pero no, hacer de la muerte un paisaje no es cosa sencilla. Se necesita una gran agudeza de ojo y composición. Se precisa la ambición de captar un panorama más grande que el que encierra el mero sensacionalismo amarillista del típico cadáver machacado tras el volante. Metinides encontró la fórmula alejándose lo más posible de la sangre y el dolor, sus historias alcanzaban una narrativa más luminosa, amplia y humana:

“Sin demasiada sangre, sin apenas dolor, un pie o una carta podían ser suficientes. La historia brotaba por sí sola: viudas que perdían la vista en un infinito oscuro, curiosos cuyo rostro reflejaba las llamas de un incendio, policías henchidos de orgullo, perros que se arrastraban por la escena del crimen. A diferencia de sus colegas evitaba el primer plano. A veces le bastaba con una solitaria madre llevando un pequeño ataúd en brazos; otras, con la vista cenital de un suicida estrellado contra el suelo, pero con decenas de mirones, ahí abajo, girando sus cabezas hacia la cámara, hacia el fotógrafo, hacia el lector”, comenta el periodista Jan Martínez Ahrens, quien entrevistó al fotógrafo para el El País en su cumpleaños número 82.

El Niño no fue ajeno a las tragedias que fotografiaba: “Siempre evité lo macabro, lo truculento. A mí me interesaba el drama de la vida, no la sangre. Por eso tuve respeto por las víctimas”, comentaba.

Tampoco estuvo ajeno a convertirse él mismo en tema de sus propias fotografías, pues padeció 19 accidentes que casi le cuestan la vida: “Tuve un infarto, me estuve muriendo. Tengo siete costillas rotas porque me atropellaron dos veces. Me caí a barrancos dos veces, me volqué en ambulancias, en carros, en choques, porque nos íbamos a barrancos tomando fotos”.

Haber sido pionero de una profesión tan difícil y uno de los fotógrafos más publicados en la historia del periodismo mundial no significó más que su forma de ganarse honradamente la vida, pues durante su carrera no obtuvo reconocimiento por muchos años, siempre fue mal pagado y causó mucha envidia entre sus colegas: “Me hubiera gustado hacer dinero, comprarme una vivienda más grande que ésta, en mera avenida de la Revolución, haber alcanzado la fama antes y no tener tantas cicatrices”.

El reconocimiento llegó tarde, pero llegó: hoy en día su obra se cotiza bien a nivel mundial y ha expuesto en muchos países del Viejo y Nuevo Continente, además de recibir destacados premios, como el Premio Espejo de Luz, el más importante que se da a los fotógrafos en México.

Al principio comenté que una de las grandes satisfacciones de don Enrique fue la de crear las claves que continúan en uso por los paramédicos de la Cruz Roja para comunicarse, un lenguaje establecido para que los familiares de un paciente no entiendan las crudas conversaciones de los socorristas: “La clave ‘R’ está compuesta por 65 combinaciones de letras y números, por ejemplo, ‘5G’ lo usaban para referirse a un paciente grave o ‘5 Metro’ para nombrar a una persona mutilada”. Asimismo, Metinides creó la sala de prensa en los hospitales de la Cruz Roja.

Monsiváis remata: “Cada imagen de Metinides representa la intrusión del destino en la vida cotidiana, la certeza de que nunca estaremos seguros. A él le tocó una revaloración, en este caso internacional, que prueba la esencia del accidente: todos, en cualquier país, estamos a expensas de lo imprevisto…”.

Este mago para congelar en el tiempo la tragedia murió en la Ciudad de México el 10 de mayo de 2022.

POSDATA:

Muy recomendable el documental El hombre que vio demasiado (2015), dirigido por Trisha Ziff, quien ganó el Premio Ariel a mejor largometraje documental en 2016, donde expone el mundo y las fotografías de nota roja en México, y donde Enrique el Niño Metinides es pieza fundamental.

La princesa soldada

Existe un gran cuadro del pintor costumbrista michoacano Manuel Ocaranza, pintado en 1927, llamado La denegación del perdón a Maximiliano. En él quiso ensalzar la patria liberal de Juárez, dramatizando un hecho muy sonado en su tiempo, que fue cuando la princesa Salm Salm solicitó audiencia a Benito Juárez para pedir el perdón de Maximiliano y el del príncipe Félix de Salm Salm, su esposo. Al estar frente a Juárez, la princesa Salm Salm cayó a sus pies y, abrazándole las rodillas, le imploró el indulto de los condenados.

En sus memorias, la princesa escribió: “Eran las ocho de la noche cuando vi al señor Juárez. Tenía un aspecto pálido y de sufrimiento. El presidente me dijo que no podía acceder a mi solicitud y, cuando oí esas crueles palabras, el dolor me hizo perder el sentido; me tembló todo el cuerpo y, sollozando, caí de rodillas y rogué con palabras que salían de mi corazón”. La respuesta de Juárez es hoy famosa: “Ni aunque estuvieran aquí los reyes y reinas de toda Europa podría perdonarle la vida. No soy yo quien se la quita, es el pueblo y la ley que piden su muerte”. Sin embargo, Juárez indultó al esposo de aquella dama en desgracia.

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La princesa Salm Salm tenía 23 años cuando, después de muchas peripecias, logró que Benito Juárez le concediera una audiencia. Al día siguiente de ésta, el 19 de junio de 1867, el emperador y su marido estaban programados para ser fusilados en el Cerro de las Campanas, en Querétaro. La reunión se dio en el palacio de gobierno de San Luis Potosí, donde la princesa Salm Salm fue recibida por un Juárez cansado y sin humor. No era para menos, su gobierno venía a salto de mata desde hacía tiempo, además de que la suspensión del pago de la deuda externa a Francia, España e Inglaterra había desencadenado una invasión bastante enfadosa, tardada y desgastante.

Agnes Elizabeth Winona Leclerc Joy nació en diciembre de 1840 en aquellos parajes boscosos de Vermont, Estados Unidos. Se trataba de una hermosa mujer de tamaño petite, frondosa mata rojiza, carácter arrojado y determinante. Montaba a caballo, tiraba bien con pistola y manejaba la espada como personaje de Dumas, si bien lo más aconsejable de todo era nunca llevarle la contraria.

Agnes creció en el seno de una familia de contrastes: por el lado paterno, su parentesco la conectaba con personajes que iban desde Enrique III de Inglaterra hasta Abraham Lincoln. Por el lado materno, su abuela fue una india shawnee, pueblo primario de Ohio, conocido por sus grandes cazadores de búfalos. De ahí el nombre de Winona, que en lengua shawnee significa “la primogénita”.

En 1861 Agnes viajó a Washington a visitar a su hermana, casada ésta con un militar de alto rango. No tardó la joven en sentirse en casa, pasando todos los días a todo galope frente a la Casa Blanca montada en un semisalvaje caballo mustang.

La hoy capital norteamericana era entonces el centro de un gran despliegue militar, pues la guerra civil (1861-1865) había comenzado, aunque todavía eran días tranquilos, de bailes de sociedad y desfiles. La creencia por entonces era que aquello de la guerra no duraría mucho tiempo.

Uno de los campamentos con más atracción para la gente, sobre todo para las damas, era el de la división germana. Se trataba de un campamento constituido principalmente por soldados alemanes, polacos y húngaros de mucha experiencia. Este tipo de soldado vivía de la guerra o había escapado de Europa por razones misteriosas. Observar las maniobras de los disciplinados regimientos, que enfundados en uniformes impecables recibían órdenes de apuestos oficiales para marchar, mientras una gran banda de música tocaba y se bebía champaña, era el espectáculo del momento.

Fue precisamente en este campamento donde Agnes conoció al coronel príncipe Salm Salm. Ella lo describe como un hombre de “mediana estatura, elegante figura, pelo oscuro, bigote ligero y una cara de expresión sumamente cautivadora”. Amor a primera vista. Él usaba un monóculo en el ojo derecho y no hablaba ni jota de inglés; ella no hablaba ni alemán ni francés, pero rápidamente se las arregló para utilizar ese idioma universal que se aprende rápido, no se habla y todo mundo entiende…

En la región de las Ardenas, entre Bélgica, Luxemburgo y Francia, llena de idílicos valles, ríos, bosques y montañas, estaba edificado desde el siglo X el pequeño principado de Salm Salm, donde Félix Constantin Alexander Johann Nepomuk nació en 1828. Miembro de una de las familias alemanas con más abolengo, que incluía ancestros como Carlomagno y Guillermo el Conquistador, Félix entró a la carrera militar a temprana edad. No tardó en mostrar su carácter donjuanesco y estilo de vida extravagante, por lo que siguiendo estas disposiciones más tardó en enfriarse el cuerpo de su padre que en gastarse la herencia por él dejada. Por ello, sus deudas de juego y líos de faldas lo hicieron vivir en constante huida, hasta que decidió cruzar el Atlántico con el fin de comenzar una nueva vida.

Con un par de cartas de recomendación, pero sobre todo dotado de esa irresistible imagen de militar prusiano decimonónico de linaje, el príncipe Salm Salm llegó a Washington. Inmediatamente fue aceptado en el Ejército de la Unión, donde se le ofreció comandar el regimiento de caballería de Kentucky. Sin embargo, al no hablar el idioma no pudo tomar el cargo. Poco a poco su carrera militar comenzó a declinar, hasta la aparición de la vivaracha jovencita Agnes, quien, al grito de “¡Ámonos recio!”, no perdió tiempo: para cuando el príncipe se dio cuenta ya estaba casado en agosto de 1862.

Pronto Agnes utilizó sus influencias para promover la carrera de su nuevo marido. La rijosa y determinada chaparrita no descansó hasta convertirlo en general brigadier (seguía teniendo buenas relaciones con el primo A. Lincoln) y colocarlo al mando del 8.º Regimiento de Voluntarios de Nueva York, que Agnes hubiera comandado con una mano en su cintura de avispa.

Durante la Guerra Civil permanecieron en el sur cuatro años. En los campos de batalla ella ayudaba a los enfermos y heridos, mientras él trataba de dirigir a chanclazos una unidad indisciplinada que no le entendía nada ni tampoco lo apreciaba.

Al término de la guerra, los Salm Salm decidieron abandonar el país. No era para menos, la paz les aburría. Por amistades, el príncipe Salm Salm logró ponerse a las órdenes de Maximiliano en México y, en febrero de 1866, zarpó para Veracruz. Desgraciadamente, para cuando llegó todo estaba perdido para el naïve emperador austriaco de patillas largas. Como cuenta la historia, camino a Querétaro, Maximiliano y su grupo fueron aprehendidos, entre ellos el príncipe Salm Salm.

Agnes se enteró por los periódicos e inmediatamente se embarcó a México. No hablaba español, pero llevaba consigo un idioma más convincente: dinero. Así, dando mordidas aquí y allá consiguió de un joven Porfirio Díaz un salvoconducto para llegar al general Mariano Escobedo, comandante de las tropas que sitiaban Querétaro. Éste no la quiso recibir, pero después de algunos dolarucos en mano logró que la enviara con el presidente Juárez a San Luis Potosí, un viaje de tres días por el desierto desde Querétaro. Ahí el presidente la mandó a volar, pero ella insistió, mientras planeaba fugas, les guiñaba el ojo a militares de alto mando y sobornaba hasta al de los tamales. Es más, dio tanta lata que la pusieron en arresto domiciliario.

Pues nada, aquella mujercita de temperamento enchilado jamás se dio por vencida y al final salvó la vida de su esposo. Es más, después de ser fusilado Maximiliano, Agnes tuvo el valor de denunciar públicamente al miserable doctor Vicente Licea, encargado del embalsamiento del cuerpo de Maximiliano y quien lucró de lo lindo con las pertenencias de éste, inclusive vendiendo prendas y estropajos remojados en la sangre del fusilado imperial.

Al salir de prisión, los príncipes fueron puestos en barcos diferentes, uno para Europa, otro para Nueva York. Fue hasta 1868 que finalmente se reunieron en Berlín. Ella había alcanzado estatus de estrella y sus aventuras corrían en todos los círculos sociales: heroína de pasado misterioso, convertida en princesa, arrojada a un mundo peligroso en territorios salvajes y guerras atroces donde perseveró y triunfó.

Claro, como era de esperarse, la pareja Salm Salm no pudo estarse quieta: en 1870 ya estaban participando en la guerra franco-prusiana: él como oficial en el regimiento de la reina Augusta, ella en el campo de batalla asistiendo heridos. Los Salm Salm vieron aquel combate como justiciero, pues en esa ocasión Prusia apaleó a las tropas de Napoleón III, el mismo reyezuelo que abandonó a su suerte a Maximiliano en México después de haberlo auspiciado.

El príncipe Salm Salm murió en agosto de 1870, durante la sangrienta batalla de Gravelotte, la mayor de aquella reyerta. Sus últimas palabras fueron pedirle a su esposa que le diera de su parte un beso a su querido perro Jimmy, que los había acompañado a todos lados.

A los 30 años, la princesa Salm Salm era viuda y había participado en tres de los mayores eventos bélicos del siglo XIX: en la guerra civil norteamericana, en la caída del Imperio de Maximiliano en México y en la guerra franco-prusiana. Se le otorgó la medalla de honor prusiana y, si no hubiera sido mujer, le habrían dado también la Cruz de Hierro.

Pese a ser toda una celebridad, la princesa soldado murió sola y en la pobreza total, en diciembre de 1912.

PARA LEER MÁS

Agnes Elizabeth Winona Leclerc Joy, princesa de Salm Salm, Diez años de mi vida, 1862-1872, José M. Cajica júnior, Puebla, México, 1972.

Fiesta al héroe olvidado

A mediados de mayo de 1942, México le declaró la guerra a Alemania, Italia y Japón. La proclama hizo que nuestro país quedara bien con el vecino del norte. Pero la gente no estaba muy convencida y, junto con nuestro ancestral malestar para con los güeros, se inclinaba a favorecer a los alemanes, por lo que el entonces presidente Manuel Ávila Camacho (último presidente militar en nuestra historia) pasó a ser un “vende patrias”.

Al tiempo esta opinión cambió, pues al final de todo entrar a la Segunda Guerra Mundial hizo que la industria nacional creciera como nunca. Dado que en esos años no hubo importación, nos vimos obligados a fabricar nosotros mismos los productos, así como también a exportar materias primas de gran demanda. A su vez, también se firmó un acuerdo muy benéfico para que miles de trabajadores mexicanos (braceros) pudieran trabajar en Estados Unidos sin “pelear la batalla del surco”, como dijo Ávila Camacho.

Por otro lado, la participación en la trifulca mundial produjo una especie de milagro hasta entonces jamás visto: las clases políticas olvidaron sus riñas e intereses y todos se unieron con lealtad al presidente, ya que el bienestar de la patria estaba por arriba de cualquier enemistad. En un hecho sin precedente, Ávila Camacho convenció a los expresidentes todavía vivos para reunirse con él, inmortalizando el momento con fotos conmemorativas frente al Palacio Nacional. Y ahí estaban a cuadro los archienemigos por excelencia, Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas, dándose un apretón de manos con sonrisas de comercial de dentífrico.

Al final de cuentas la participación de México en la guerra costó, hablando en plata, aproximadamente tres millones de dólares y 68 vidas (cinco en acciones militares en el Pacífico y 63 entre los seis buques mercantes hundidos por submarinos alemanes: el Potrero del Llano, el Faja de Oro, el Tuxpan, Las Choapas, el Oaxaca y el Amatlán).

Una de las industrias más florecientes de ese tiempo fue el cine. Esto porque Estados Unidos y Europa decidieron emplear su producción de celulosa —en ese entonces la materia prima para la elaboración del film— en productos bélicos, como explosivos, paracaídas y en lo relacionado con el algodón.

Esto originó que en México se diera la famosa época de oro del cine, con sus grandes ídolos rancheros y la gente viviendo a través de ellos. El cine demostró ser un suculento negocio y una importante fuente de empleos, no sólo para los mexicanos, sino también para directores, fotógrafos, actores y artistas en general norteamericanos, argentinos, cubanos y españoles. Entonces nacieron estrellas que se consagrarían para siempre, como, por ejemplo, la Diosa de Hielo, María Félix, quien debutó en el cine con la película El peñón de las ánimas (1943), dirigida por Miguel Zacarías. Este director tuvo que ensayar durante más de tres meses diariamente con la Félix para quitarle, primero, lo alzada, después su tartamudeo y, por último, para enseñarle a pronunciar bien las palabras. Con 24 años de edad, la esplendorosa actriz norteña acababa de abandonar fríamente a su esposo y único hijo para seguir su ambición por la fama y la riqueza.

Además de una industria próspera y certero instrumento de entretenimiento, el cine fue uno de los más eficaces vehículos de propaganda para convencer a los mexicanos de que ser aliado de los norteamericanos era lo mejor, y de paso vender el boyante American way of life, ese estilo de vida clasemediero aspiracional, donde con tan sólo apretar un botón de un electrodoméstico se hacía de la vida un paraíso terrenal, aunque uno se quedara endeudado por el resto de su vida.

Manuel Ávila Camacho, apodado el Presidente Caballero, por su carácter bonachón y juicioso (se decía que cuando estuvo en el ejército tenía la habilidad de convencer a los enemigos de rendirse sin pelear), aprovechó el momento de desestabilidad mundial para industrializar lo más posible el país, “de esa manera no sólo dejaría felices a los empresarios, sino que México ya no sería un país atrasado […] ni surtidor de materias primas sin procesar”, apunta el escritor José Agustín en su recomendable Tragicomedia mexicana (1990). No en balde se destinó hasta un 60% de los gastos del gobierno para apoyar la empresa privada, algo jamás hecho.

La declaración de guerra de México a los países del Eje se dio de la siguiente manera: México entonces abastecía de petróleo a buques norteamericanos que navegaban en el Golfo. Esto se convirtió en un asunto delicado, pues Alemania lo tomó como afrenta y advirtió a México sobre las consecuencias: debía decidir su bando. La chispa detonante sucedió en mayo de 1942, con el controvertido hundimiento en manos alemanas del buque mexicano Potrero del Llano, frente a las costas de Florida, donde murieron cinco mexicanos. El hecho fue bastante controvertido, porque durante décadas se tuvo la opinión de que en realidad habían sido los norteamericanos los responsables del hundimiento para presionar a México de ingresar a la guerra contra Alemania. Hoy se sabe, por archivos alemanes, que el barco sí fue torpedeado por uno de los famosos U-Boots nazis, submarinos chiquitos y picosos (64 metros de largo) de gran agilidad.

Tras el hundimiento del Potrero el gobierno mexicano envió una furiosa protesta al travieso del terror, Adolf Hitler. Por un lado, se dijo que Hitler expresó que aquella demanda era comparable a la de un gorrión que pretende intervenir en una pelea entre un elefante y un tigre; por otro, que el Führer ni se enteró de ese reclamo, pues tenía cosas más importantes que hacer y el horno no estaba para bollitos aztecas.

Para finales de mayo del mismo año nos hundieron un segundo barco, el Faja de Oro, donde murieron nueve personas. La indignación no se hizo esperar y el estado de guerra fue aprobado por el Congreso de la Unión fast track.

Por supuesto, los mexicanos se dejaron llevar por la agitación bélica: se hicieron simulacros de bombarderos con apagones y toda la cosa; a los alemanes y japoneses que vivían en el país se les metió en campos de concentración (por ejemplo, en Perote, Veracruz); entró en vigor en el país lo que para muchos de nosotros fue una pesadilla: la enfadosa Ley del Servicio Militar Obligatorio para mayores de 18 años; se les dejó a los norteamericanos poner torres de comunicación en suelo nacional; y, en algo que fue bastante controvertido, el presidente firmó un tratado que permitió el reclutamiento de 250,000 paisanos residentes en Estados Unidos para ser usados como carne de cañón (“Mándenme a esos morenitos de ojos rojos”, dijo el general MacArthur).

Cuando la guerra ya estaba ganada por los aliados, entonces el gobierno mexicano decidió que sería bonito y buen momento para participar activamente en la pelea. Para esto se capacitó un escuadrón aéreo profesional, integrado por 300 hombres. Así, en diciembre de 1944, el glorioso Escuadrón 201 partió al frente hasta con la bendición del compositor Agustín Lara, quien rápidamente compuso para la ocasión su Cantar del regimiento:

Cantar del regimiento, mil vidas se apartarán.

Que lo cuida la Virgen morena, que los cuide y los deje pelear.

Desgraciadamente, desde el comienzo la participación del Escuadrón 201, formado el 8 de marzo de 1944 con 299 integrantes de la Fuerza Aérea Mexicana, estuvo plagada de aprietos, desde enfrentar el constante mal clima del Pacífico, la dificultad de pilotar aviones ajenos como el P-47 Thunderbolt, hasta no entender las órdenes y señales que se les indicaban, pues más del 60% del equipo no hablaba ni una palabra de inglés. Del escuadrón, un piloto fue derribado, otro se estrelló en combate y tres se quedaron sin combustible durante misiones y murieron en el mar, mientras otros tres murieron en accidentes durante el entrenamiento.

Fuera de la participación del Escuadrón 201, México no tuvo otra acción bélica contra los alemanes, con la excepción de una muy especial, digna de ser conmemorada y aplaudida:

En aquel tiempo, en la capital de México, uno de los cafés más concurridos por artistas, intelectuales, torerillos, burócratas, periodistas y golfemios en general era el Café París, ubicado en la calle 5 de Mayo. Pues a este parnaso cafetero llegó un día un perro callejero que se convirtió en la mascota de la clientela bohemia, aquellos que pasaban horas interminables culiatornillados sin consumir mucho.

Primero al perro lo llamaron el Güero, después el Güero Literato y finalmente Literato a secas, esto porque se decía que el can “era inédito”. Lo cierto es que al perro se le trataba mejor que a muchos parroquianos, quizás porque él sí era agradecido y convertía cualquier sobra de comida en un verdadero banquete.

El escritor Marco Antonio Campos comenta que “el gran momento en la vida del perro Literato (corrían los años de la Guerra Mundial) fue sin duda el merecido homenaje que le brindaron los clientes del café por su proeza de haber mordido a un alemán”.

Esta heroica acción le valió al perro una presea y una celebración “a todo hueso”. Entre los organizadores del magno evento estaban nada menos que los hoy famosos poetas León Felipe y Andrés Henestrosa, los escritores Juan de la Cabada y Ermilio Abreu Gómez, y el músico y compositor Gerónimo Baqueiro Foster.

Después de exprimir los bolsillos de los compañeros y otros piruetistas sableadores, se procedió a la fiesta con el siguiente programa:

  1. BARBACOA CON TODOS SUS COMPLICADOS ACCESORIOS: GUACAMOLE, SALSA BORRACHA Y DOS CERVEZAS CORONA EXTRA.
  2. DIMENSIÓN PLURIDIMENSIONAL DEL PERRO EN LAS ARTES Y LAS CIENCIAS (DISCURSO).
  3. LA BAMBA —SÓLO DE CHIRIMÍA—, POR BAQUEIRO FOSTER.
  4. RELACIONES MORFOLÓGICAS ENTRE LOS PERROS ESTETAS A SECAS (CONFERENCIA).
  5. EL ARIA DEL PERRO, ROMANZA POR EL TENOR JOSÉ PULIDO.
  6. NOSOTROS, LOS PERROS, CONFESIONES Y ENSAYO POR EL PERRO LOMELÍ.
  7. ESPONTÁNEOS.

Lo que nunca se supo fue en qué parte del cuerpo mordió al alemán el chucho Literato, pues no es lo mismo que te muerdan la pantorrilla a la entrepierna… Misterio por resolver.

Cielito lindo sólo hay uno

Cielito lindo es, sin duda, uno de nuestros muchos himnos nacionales, como también lo son La marcha de ZacatecasMéxico lindo y queridoQué bonita es mi tierra, etcétera, y no hay expatriado que se respete que no eche lágrima tequilera y ande repartiendo abrazo a quien se le ponga enfrente después de entonar a grito batiente: “¡Ay, ay, ay, aaaayyyyyyy… canta y no llores!”. Y tampoco faltará partido de futbol en cualquier parte del mundo, donde de pronto se escuche el desgarro de las sufridas gargantas cantando: “¡Porqueeee cantando se aleeeegran, cielito lindo, los corazones!”.

Si bien la letra de la canción habla de un amor tristón, Cielito lindo nos da en el clavo en nuestra singularidad nacional, pues en el fondo por un rato nos convierte a todos en ese ranchero de buen corazón y tierra amable de antaño, y no en los hijos tóxicos de un “ya merito” urbano sin futuro.

Nada de eso. Con esta pieza musical la tierra donde nacimos es un gigantesco y lindo rancho, de esencial cielo azul y sauce llorón, donde la gente, dice Carlos Monsiváis, “goza y sufre (en medio de la naturaleza) pasiones en serio, impulsos propios de la vida al aire libre sin adornos”. Por lo mismo, la patria es ella, la que nos infunde el fervor y nos hace olvidar la visión de los vencidos, por lo menos en lo que duran los ay, ay, aaayyy:

De la sierra morena, cielito lindo,

vienen bajando un par de ojitos negros,

cielito lindo, de contrabando.

Aunque existe una controversia sobre la autoría de esta canción, lo cierto es que Cielito lindo está registrada en la Sociedad de Autores y Compositores de México (SACM), con el número 45,701, a nombre del hoy un tanto olvidado pero prolífico compositor Quirino Fidelino Mendoza Cortés, quien compuso esta obra hacia 1882.

Quirino Mendoza nació en 1862 en el pueblo de Tulyehualco, Xochimilco. Desde niño creció entre música, pues su padre, Policarpio Mendoza Ocampo, era organista de la parroquia local. De él recibió las lecciones para aprender a tocar órgano, violín, guitarra y flauta desde temprana edad. Ya mayor tomó la estafeta del padre en los quehaceres musicales religiosos, aunque también comenzó a incursionar con gran aptitud en la composición de otro tipo de obra. La primera de ellas data de 1880 y fue de corte religioso, que en obvia efervescencia religiosa tituló Mi bendito Dios, faltaba más.

A sabiendas de que en ese tiempo (ahora también) la música dejaba más trompadas que besos, Quirino primero se enlistó en el ejército y después ejerció cabalmente como maestro de primaria rural. Mas nunca dejó de componer, ni de ser un feliz organista de iglesia por aquellos rumbos de Xochimilco y Milpa Alta.

Y mientras la vida continuaba, el maestro Quirino componía tanto himnos religiosos como piezas de diversos géneros. No en balde el fecundo compositor dejó 102 canciones, 73 himnos, 57 cantos escolares, 50 huapangos, dos grandes himnos y un gran número de polkas, mazurcas, corridos, valses, huapangos, pasodobles, marchas, boleros y canciones rancheras para cualquier bendita ocasión.

La tradición cuenta que en sus tiempos libres el profesor Mendoza gustaba de pasearse a caballo por la serranía. En uno de sus paseos conoció a Catalina Martínez, “una bella mujer con un llamativo lunar junto a la boca, quien lo conquistó de inmediato”.

La verdad es que Quirino conoció a Catalina Martínez en la escuela, pues también era maestra. Eso sí, lo del lunar era muy cierto:

Ese lunar que tienes, cielito lindo,

junto a la boca, no se lo des a nadie,

cielito lindo, que a mí me toca.

La pareja sostuvo un noviazgo milenario, como era la costumbre en esos tiempos, hasta que se casaron. Tuvieron tres hijos. En su libro Vida y obra. Quirino Mendoza Cortés (1977), Sergio Espinosa Cordero, el autor, comenta:

Inspirado por su sentimiento idílico al mirar en lontananza el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl [el cantautor] rememora la dulce leyenda de sus amoríos, por la imagen de la prometida [Catalina Martínez] y de la dulce visión de la Virgen. Recuerda a la joven de sus sueños y canta: Vamos al Téuhtli, cielito lindo, a admirar el campo. Allí los dos juntos, cielito lindo, nos amaremos. Tenochtitlán, de aquí se mira, con tantas lindas mujeres, cielito lindo, que a ti no igualan. Ay, ay, ay, ay, entre las bellas sólo tú me consuelas, cielito lindo… Así nace la primera versión de una canción destinada a interpretarse en todo el mundo, fechada el 10 de mayo de 1882, día de su cumpleaños.

La polémica sobre la autoría de la canción dice que ésta es de origen andaluz, pues la Sierra Morena a la que refiere la letra no existe en nuestro país, pero sí en una región entre Extremadura y Andalucía, en España. Sin embargo, especialistas argumentan que se trata de un error de puntuación: “De la sierra, [pausa] morena, cielito lindo…”, o sea que el compositor se refería a una morenaza bajando de la sierra, no a la cordillera andaluza.

Por otro lado, la canción menciona la palabra contrabando, que se trata de un mexicanismo que en aquel tiempo no existía en España, donde se solía decir estraperlo. Y, por si fuera poco, el mexicano es un pueblo que ante la desgracia canta, lo que precisamente nos provoca Cielito lindoergo: es mexicana. Listo.

Es así como don Quirino, gracias a las regalías que le dio su tonada de amor y nostalgia campirana, vivió muchos años tranquilo. Al morir las regalías pasaron a su nieta, Gloria Mendoza de Moreno, hasta que la canción se convirtió de dominio público.

Otros de los grandes éxitos del compositor son Jesusita en ChihuahuaRosalíaJoaquinitaXochimilcoLa noche tiende su mantoHonorGloriaLas espuelas de Amozoc y Alegría de vivir.

Su biografía de la SACM dice: “De los momentos más significativos en su vida fue cuando le compuso un himno al rey de España, Alfonso XIII, que le presentó en el Palacio Real de Madrid, España, el 12 de octubre de 1919. Como agradecimiento, su majestad, el rey, le entregó una carta de felicitación y una medalla”.

A seis meses de cumplir los 100 años, don Quirino Mendoza Cortés murió de una embolia cerebral, en noviembre de 1957.

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