Ciudad de México, 23 de marzo (MaremotoM).- Bueno, aquí vengo a presentar a Gastón García Marinozzi, el autor de El libro de las mentiras, pero como otros van a hablar del libro, yo hablaré un poco de él. Además, había que leer el libro, que es la segunda novela del autor, nacido el 15 de marzo de 1974 en Córdoba, un sitio ¿cómo decirlo? Tan ligado a Argentina por el Cordobazo, tan lejos de Argentina porque en la última elección votó a Mauricio Macri.
Tengo que decirlo: detesto un poco a los argentinos. El otro día mi amiga Teresa me comentaba con un rostro ensoñado, “estuve en una fiesta con 20 argentinos y grande fue mi felicidad”. Para mí hubiera sido un soponcio y habría que haber llamado al 911.
“Ya he perdido el olor de los duraznos, mis ojos ven fantasmas en la gente al pasar”, digo como dice Pipo Lernoud en esa canción hermosa que canta Los abuelos de la Nada: “Estoy aquí parado, sentado y acostado”.
Así me pasa a mí. Presento dos por tres a algunos autores argentinos que vienen desde allá, la tierra prometida y mientras los presento me regaño: ¿Qué hago aquí? Luego de dar algún discurso que creo yo era emocionante o te hacía la piel de gallina, ningún gracias, ningún tomarnos un café, como si yo tuviera la obligación de hablar de su obra y encima qué horrible estuve.
Hace poco presenté a una escritora, dije algo sobre su popularidad que había acuñado en la hoy desaparecida revista Para Ti. No sé qué pasó. Vino su hija, emocionada, para agradecerme todo lo que había dicho sobre su madre, pero ella no. ¿Cometí un pecado al hablar de la revista Para Ti? No lo sé. Pero a veces creo que con los autores argentinos pasa lo mismo que con los músicos en Brasil.
Cuando vinieron Lenine y Arnaldo Antunes por aquí, caminábamos por las calles de México sin que nadie los reconociera. Grande fue la pérdida de mi amigo Julio Rivarola al traer a Lenine, un músico exquisito pero que aquí conoce poca gente.
Con los escritores argentinos es así. Son consumidos adentro. Salen de a pares desde los rincones, pero la verdad es que en México son totalmente desconocidos. La gran diferencia es que ellos se creen Jorge Luis Borges y hay que tratarlos de esa manera. Ningún caminar por calle de México como con Lenine o Arnaldo Antunes. Jamás. De pronto no pueden comer picante, el medio ambiente los mata, un viento malo los puede mandar a la habitación del hotel sin ninguna excepción.
Me contó mi amiga Betina Keizman, que hace poco sus cuates de la UNAM invitaron a una teórica argentina que cuando llegó su momento de hablar se puso a contradecir todas las preceptivas de la reunión. Estaba totalmente enardecida diciendo por qué sus amigos de la UNAM –que la habían invitado, pagado el pasaje y todo lo demás- estaban equivocados. Por otra parte, estaba totalmente equivocada, obviamente.
Sandra Lorenzano dice que somos “argenmex”. Para mí no. Odio esa palabra y ese carácter, pero lo odio no por lo de mexicano, que hace 20 años este país es como mi refugio, sino por lo de argen…
Claro que de todos los amigos que hablé son argentinos (menos Teresa) y ahora que estoy haciendo mi propia revista, que se llamará Maremoto, los argentinos están primeros.
Cuando conocí a Gastón, hace muchos años, una amiga que tenemos en común nos enemistó inmediatamente cuando yo dije (en esa época de la juventud, tan de boca abierta) que él no era argentino, que era cordobés.
“Él te escuchó decirlo por el teléfono”, me dijo la amiga. Y desde entonces, pocas cosas he vivido con él. Como que siempre con el rabo entre las piernas, ahora que soy vieja me digo: ¿Para qué decir esas cosas?
Pero cuando leí su primera novela Viaje al fin de la memoria, me gustó tanto Gastón.
Me imaginé caminando con él por las calles, hablando de ese perfume que hay en el aire en Argentina y todo lo que hacemos por partir de ahí. Esa cosa que los argentinos tenemos con “el viaje”, algo que nos va a sacar de ese infierno donde no podemos decir ni hacer las cosas que queremos.
Cuando leí El libro de las mentiras, ya me sentí amiguísima de Gastón. Me dieron ganas de decirle: si no fuera por la música no nos salva ni Tarzán. Ese cáncer de garganta sufrimos todo lo que hemos pasado un Holocausto, porque eso fue en nuestro país.
“Yo quería escribir una novela generacional. Qué pudimos haber sido los que hoy tenemos 40 años o más; creímos en los 90 que podríamos haber tenido una alternativa importante. Estábamos en la época de la universidad, era la primera generación que había crecido durante la democracia y tuvimos que empezar a plantearnos nuestras relaciones personales y políticas. Esa época me interesa muchísimo. Era como enfrentarnos a determinado tipo de cosas. Por ejemplo, Carlos Saúl Menem (ex presidente de Argentina), tuvimos que luchar contra él, representaba todas las cosas que nosotros no queríamos. Luego todo fue cambiando de miles maneras, pero me interesaba mucho eso a nivel generacional. Me interesa también contar lo que pasa con los seres humanos en esa edad, cuando estamos descubriendo algunos aspectos importantes del amor, de las relaciones de pareja, de la felicidad, del desamor, que nos van a ir marcando por el resto de la vida. Las ilusiones del amor duran muchísimos años, las políticas no tanto”, dice Gastón.
Yo vine a México después del segundo mandato de Menem. Antes de la crisis. Como tengo algunos años más que Gastón (no muchos), estuve encarcelada durante la dictadura y los noventa para mí fueron “el viaje” hacia una parte donde pudiera sentirme tranquila, sin militares ni policías, que llegaran una mañana a tu casa, te hicieran un desastre tu hogar y te llevaran en un auto sin placa quién sabe adónde.
Poca gente escribe lo que dejó la dictadura. Hay muchísimos libros y documentales diciendo qué pasó en ella, pero pocos sobre esa generación heredada de no caminar por la noche sin saber que alguien te seguiría.
Pienso en mi padre quemando mis libros en el patio y pienso en ese cáncer de garganta, el militar que termina siendo escrachado y esa Mia conservando el amor a lo largo del tiempo.
Pienso también en todas las desapariciones que hay en México, toda esa sangre que se distribuye a lo largo del continente. Ningún “viaje” nos hará libres de esa condena.
Sí, querida Sandra, somos argenmex. No nos queda de otra.
Yo soy argentina.
Gastón es argentino.
Pero cordobés, ¿eh?
Eso sí, ninguno de los dos peronista. Aunque ese es otro tema que no vamos a explicar aquí.