Trabajos de mierda

LECTURAS | Bullshit Jobs: Trabajos de mierda, de David Graeber

BULLSHIT JOBS ¿Qué sentido tiene tu trabajo para la sociedad?

Ciudad de México, 10 de marzo (MaremotoM).- ¿Te has preguntado qué sentido tiene tu trabajo y a quién beneficia? A pesar de los avances tecnológicos que podrían permitirnos trabajar menos y disfrutar más la vida, hemos llegado a priorizar el trabajo, por encima de nuestra felicidad, incluso si realizamos una actividad considerada como inútil.

En Bullshit Jobs (editorial Ariel), David Graeber expone los argumentos sobre los trabajos de mierda y hace un análisis apasionante del fenómeno. Todo empezó en 2013, cuando el autor causó revuelo internacional con la publicación de un ensayo para la revista Strike!, titulado Sobre el fenómeno de los trabajos de mierda, en el que hace una crítica de la proliferación de trabajos sin sentido, innecesarios, empleos remunerados que no tienen un propósito.

En Bullshit Jobs, el autor recopila testimonios de empleados y funcionarios, quienes confiesan por qué se sienten frustrados en sus trabajos, pero a menudo no pueden renunciar por razones económicas. Graficas con datos estadísticos y argumentos de algunos pensadores políticos, filósofos y científicos, complementan el libro, una obra que explora y analiza el impacto e influencia que tienen en nuestras vidas los trabajos de mierda, así como sus consecuencias sociales, psicológicas y políticas.

“Un trabajo de mierda es empleo tan carente de sentido, tan pernicioso que ni siquiera el propio trabajador es capaz de justificar su existencia, a pesar de que, como parte de las condiciones de empleo, dicho trabajador se siente obligado a fungir que no es así”. Otra distinción que hace Graeber son los trabajos basura, aquellos que implican tareas necesarias y claramente benefician a la sociedad, pero los trabajadores que las realizan suelen ser maltratados y estar mal pagados.

Bullshit Jobs da una mirada a un hecho contundente: millones de personas, desde asistentes administrativos, abogados corporativos, consultores de negocios, hasta gerentes de recursos humanos, están atrapados en trabajos que saben, en el fondo, son inútiles e innecesarios. Además, proporciona un plan para experimentar un cambio en los valores, colocando un trabajo creativo y afectuoso en el centro de nuestra cultura, para encontrar el significado y la satisfacción que todos anhelamos.

Trabajos de mierda
Trabajos de mierda, de David Graeber. Foto: Cortesía

Fragmento de Trabajos de mierda, de David Graever, con autorización de Planeta / Ariel

¿Qué es un trabajo de mierda?

ellos) en que incluso juegan un papel pernicioso cuando intervienen en las relaciones humanas. Sin embargo, ellos no opinan lo mismo; así que, a menos que un rey sea un marxista encubierto o un republicano infiltrado, puede decirse con seguridad que el de rey no es un trabajo de mierda.

Es importante tener esto en mente, ya que la mayoría de la gente que causa mucho daño al mundo está protegida contra la conciencia de hacerlo. O se permiten creer a la interminable concreción de lacayos y sumisos que inevitablemente los rodean para inventarles razones por las cuales lo que en realidad están haciendo es el bien. (En la actualidad, algunos de estos grupos se conocen como comités de expertos.) Exactamente lo mismo ocurre con los consejeros delegados de los bancos de inversión financiera, en gran parte especulativa, así como con los líderes militares de países como Corea del Norte y Azerbaiyán. Puede que las familias mafiosas sean un caso poco común porque tienen pocas pretensiones de este tipo, pero en última instancia no son más que versiones ilícitas y en miniatura de la misma tradición feudal: en un principio fueron asesinos a sueldo de los propietarios locales en Sicilia que con el tiempo empezaron a operar por su cuenta.

Existe una última razón por la que el trabajo de sicario no puede ser considerado un trabajo de mierda, y es que, para empezar, no está muy claro que sea un «trabajo». Es cierto que los sicarios pueden estar a sueldo de un jefe criminal cumpliendo alguna función, por ejemplo, fingiendo ser vigilantes de seguridad de su casino; en tal caso, podría decirse que ese trabajo sí es un trabajo de mierda, pero como sicario no recibe paga alguna.

Este aspecto nos permite refinar aún más nuestra definición. Cuando la gente habla de trabajos de mierda se suele referir a empleos por cuenta ajena por los que el trabajador recibe un pago en forma de sueldo o salario (muchos incluirían también las asesorías remuneradas). Como es obvio, existen muchas personas autoempleadas que se las arreglan para obtener dinero de los demás aparentando ofrecer un beneficio o prestar un servicio (por lo general se las llama estafadores,

timadores, charlatanes o impostores), al igual que existen personas autoempleadas que obtienen dinero de los demás haciéndoles daño o amenazando con hacérselo (habitualmente llamadas atracadores, rateros, extorsionadores o ladrones).

En el primer caso, al menos podemos hablar de fingimiento, pero nunca de trabajo, ya que no son «trabajos» propiamente dichos; una estafa es un acto criminal, no una tarea profesional, y lo mismo ocurre con un atraco a un banco. La gente habla a veces de los ladrones profesionales, pero es solo una forma de decir que el robo es la principal fuente de ingresos del ladrón, ya que nadie le paga un sueldo o un salario por entrar a robar en las casas; por ello, tampoco se puede decir que el hecho de ser ladrón sea un trabajo.

Estas consideraciones nos permiten formular la que pienso que puede servir como definición final:

DEFINICIÓN OPERATIVA FINAL: Un trabajo de mierda es empleo tan carente de sentido, tan innecesario o tan pernicioso que ni siquiera el propio trabajador es capaz de justificar su existencia, a pesar de que, como parte de las condiciones de empleo, dicho trabajador se siente obligado fingir que no es así.

SOBRE LA IMPORTANCIA DEL ELEMENTO SUBJETIVO Y TAMBIÉN SOBRE POR QUÉ PUEDE ASUMIRSE QUE LOS QUE CREEN QUE TIENEN UN TRABAJO DE MIERDA SUELEN TENER RAZÓN

Esta es, en mi opinión, una definición útil, o al menos lo bastante buena para el objetivo de este libro.

Puede que el lector atento haya percibido una última ambigüedad. La definición es eminentemente subjetiva, pues defino el trabajo de mierda como aquel que el propio trabajador considera carente de sentido, innecesario y pernicioso, pero también doy a entender que el trabajador está en lo cierto. Doy por supuesto que existe una realidad subyacente, pues de otro modo podríamos encontrarnos con que el mismo trabajo podría ser de mierda un día y no de mierda el día siguiente, en función de los caprichos del voluble estado de ánimo del trabajador. Lo que quiero decir es que las cosas tienen un valor social, distinto del simple valor de mercado, pero que, como nadie ha encontrado todavía una forma adecuada de medirlo, no queda más remedio que utilizar la percepción del propio trabajador, que es lo más parecido que tenemos a una evaluación precisa de la situación.

A menudo resulta obvio por qué es así: si un oficinista pasa el 80 por ciento de su tiempo diseñando memes de gatitos, puede que sus compañeros del cubículo de al lado sean conscientes de ello o que no lo sean, pero es imposible que el propio trabajador se haga falsas ilusiones sobre lo que está haciendo. Pero incluso en situaciones más complejas, en aquellas en las que se trata de determinar cuál es la contribución exacta del trabajador a la organización, creo que se puede afirmar con bastante seguridad que el trabajador sabe la verdad. Soy consciente de que esta idea puede resultar controvertida en ciertos sectores. Los ejecutivos y otros peces gordos, por ejemplo, suelen insistir en que la mayoría de las personas que trabajan para una gran empresa no pueden valorar las contribuciones que realizan en su justa medida, ya que el panorama solo se puede ver desde la cima. No digo que esto siempre sea falso: a menudo existen partes del contexto general que los trabajadores de bajo nivel no pueden ver, o que sencillamente nadie les ha revelado, en especial si la empresa está involucrada en algún tipo de actividad ilícita. Sin embargo, mi experiencia es que, normalmente, cualquier subalterno que trabaja para la misma empresa durante un periodo de tiempo considerable —digamos un año o dos— tarde o temprano es llevado aparte y se le explican los secretos de la compañía.

Es cierto que hay excepciones. A veces los gerentes fraccionan de manera intencionada las tareas de forma que los trabajadores no son capaces de entender cómo contribuyen sus esfuerzos a los objetivos de la empresa. Los bancos, por ejemplo, hacen esto con frecuencia. Incluso he tenido noticia de que en algunas fábricas en Estados Unidos los trabajadores de la cadena de montaje no sabían qué es lo que se fabricaba exactamente, aunque en tales casos casi siempre era así porque los propietarios habían contratado de forma intencionada a trabajadores que no hablaban inglés. Bien es verdad que en estos casos los trabajadores tienden a asumir que sus trabajos son útiles, aunque no sepan precisamente cómo. En líneas generales, pienso que los empleados suelen saber qué está pasando en una oficina o en una planta de producción, y en qué contribuye su trabajo a la empresa y en qué no, si no a la perfección, al menos mejor que cualquier otro. Con los jefes ya no está tan claro. Un punto recurrente que he encontrado en mi investigación es que los subalternos se suelen preguntar:

«¿Sabe mi supervisor que me paso el 80 por ciento del tiempo haciendo memes de gatos? ¿Finge que no se da cuenta o en realidad lo desconoce?». Y cuanto más se asciende en la cadena de mando, mayores son las razones para ocultar cosas y más empeora la situación.

El verdadero problema surge cuando se trata de determinar si ciertos tipos de trabajo (por ejemplo, publicidad a distancia, investigación de mercado o asesoría) son inútiles, es decir, si se puede afirmar o no que producen algún tipo de valor social positivo. En este caso, todo lo que puedo decir es que lo mejor es dejar que sean los propios trabajadores los que juzguen, ya que, después de todo, el valor social depende fundamentalmente de la opinión de la gente, y ellos suelen ser los mejor situados para opinar.

Por tanto, puede afirmarse que si aquellos que llevan a cabo una tarea determinada creen en secreto que su trabajo carece de valor social, en general deberíamos aceptar que están en lo cierto.

Los rigoristas seguramente seguirán planteando objeciones. Es posible que pregunten: ¿cómo se puede saber con seguridad lo que piensan en secreto la mayoría de las personas que trabajan en una industria? Y la respuesta es que, como es obvio, no se puede.

Aunque se pudiese realizar una encuesta entre miembros de grupos de presión o asesores financieros, no se puede saber cuántos de ellos responderían sinceramente. Cuando en el artículo que dio origen a este libro hablaba a grandes rasgos de las industrias inútiles, lo hacía dando por sentado que los miembros de los grupos de presión y los asesores financieros son muy conscientes de la inutilidad de su propio trabajo; de hecho, pienso que a muchos de ellos, por no decir a todos, les atormenta la idea de que, si sus trabajos desapareciesen, el mundo no perdería nada de valor.

Puedo estar en un error. Es posible que los miembros de un grupo de presión corporativo o los asesores financieros de una empresa estén genuinamente convencidos de que su trabajo es esencial para la salud y la prosperidad del país. Y es posible, por tanto, que duerman profundamente por las noches, seguros de que su trabajo es una bendición para todos los que los rodean. No tengo forma de saberlo con seguridad, pero sospecho que la probabilidad de que esto sea cierto aumenta conforme se asciende en la cadena de mando, ya que se suele dar el caso de que, cuanto mayor es el daño que puede causar al mundo un estrato de poder, mayor es también el número de lacayos y propagandistas que se acumulan a su alrededor y que les obsequian con argumentos que les convencen de que están haciendo el bien y mayor es, por tanto, la probabilidad de que al menos parte de esos poderosos se lo crea. Los grupos de presión corporativos y los asesores financieros parecen ser responsables de un porcentaje desproporcionadamente elevado del daño causado en el mundo (al menos, del daño producido por el desarrollo de las obligaciones profesionales); puede que, en realidad, sí tengan que forzarse a creer en lo que hacen.

En tal caso, los trabajos en las finanzas y en los grupos de presión no deberían considerarse trabajos de mierda, pues se podrían asimilar al de los sicarios. En el nivel más alto de poder, eso parece ser lo que ocurre. En el artículo de 2013, por ejemplo, comentaba que nunca había conocido a un solo abogado corporativo que no pensase que su trabajo era absurdo. Por supuesto, esto puede deberse a la clase de abogados corporativos que es más probable que yo conozca: aquellos que antes fueron poetas y músicos, y, lo que es más significativo, aquellos que no tienen una posición social muy elevada. Me da la impresión de que los abogados corporativos realmente poderosos sí piensan que su aportación es del todo legítima. O puede que simplemente les de igual si hacen el bien o provocan daños.

En lo más alto de la cadena trófica financiera, sin duda este es el caso. En abril de 2013, por una extraña coincidencia, tuve la oportunidad de estar presente en una conferencia titulada «Arreglando el sistema bancario de una vez por todas», que tuvo lugar en la sede de la Reserva Federal en Filadelfia, y en la que Jeffrey Sachs, el economista de la Universidad de Columbia conocido por haber diseñado las reformas de «terapia de choque» aplicadas en la antigua Unión Soviética, intervino en directo por videoconferencia y asombró a todos los presentes ofreciendo lo que, en términos de los periodistas con mayor tacto, fue una evaluación «inusualmente sincera» de los altos cargos de las instituciones financieras de Estados Unidos. El testimonio de Sachs es especialmente valioso porque, como él mismo destacó en varias ocasiones, muchas de estas personas no le solían ocultar gran cosa porque daban por supuesto (no del todo sin razón) que estaba de su lado:

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Verán, últimamente me reúno con mucha gente de Wall Street con regularidad […] Los conozco bien. Como con ellos. Y voy a ser muy franco: considero que el entorno ético en el que se mueven espatológico. [Estas personas] no cumplen sus obligaciones fiscales, no responden ante sus clientes y no tienen ninguna responsabilidad ante sus contrapartes en las transacciones. Son insensibles, avariciosos, agresivos, se sienten absolutamente fuera de control, en el sentido más literal de la expresión, y han amañado el sistema en gran medida. Creen realmente que tienen el derecho divino a apropiarse de todo el dinero que puedan de la forma que sea, legal o no.

Si se echa un vistazo a las contribuciones económicas a las campañas electorales, cosa que casualmente yo hice ayer mismo por otro motivo, se puede comprobar que los mercados financieros son el principal contribuyente electoral en Estados Unidos. Tenemos un sistema político corrupto hasta la médula […] Ambos partidos están metidos hasta el cuello en esto.

Todo ello ha producido una sensación de impunidad absolutamente pasmosa, que se puede percibir a nivel individual. Y es algo muy, muy insano. He esperado cuatro años […] cinco años ahora para ver a un representante de Wall Street utilizar un discurso basado en la ética. Y no he visto ni uno.

Ahí lo tienen. Si Sachs estaba en lo cierto —y, sinceramente, ¿quién está mejor situado para saber?—, entonces no podemos considerar que los puestos cumbre del sistema financiero sean trabajos de mierda. Ni siquiera se trata de personas que se han creído lo que les cuentan sus propios propagandistas. En realidad estamos hablando de un atajo de maleantes.

Otra distinción importante a tener en cuenta es la existente entre trabajos inútiles y trabajos simplemente malos.

En adelante, me referiré siempre a estos últimos como trabajos basura, que es uno de los términos que suele utilizar la gente para referirse a ellos.

La única razón por la que saco este asunto a colación es porque a menudo se confunden ambos tipos de trabajo, lo cual es extraño, porque no se parecen en nada. De hecho, se podría decir que son opuestos: los que yo llamo trabajos de mierda son trabajos inútiles, pero suelen están muy bien pagados y tienden a proporcionar excelentes condiciones de trabajo; los llamados trabajos basura, por el contrario, no son trabajos de mierda en absoluto: por lo general implican tareas necesarias y que claramente benefician a la sociedad, pero los trabajadores que las realizan suelen ser maltratados y estar mal pagados.

Algunos trabajos, por supuesto, a pesar de ser intrínsecamente desagradables, pueden ser muy gratificantes. (Hay un viejo chiste que habla de un empleado de un circo cuyo trabajo era limpiar los excrementos de los elefantes después de cada función. Hiciera lo que hiciera, no podía eliminar el mal olor que siempre le acompañaba: se cambiaba de ropa, se lavaba el pelo y se frotaba una y otra vez, pero continuaba apestando y las mujeres ni siquiera querían acercarse a él.

Finalmente, un día un amigo le preguntó: «¿Por qué te haces esto? Hay tantos otros trabajos que podrías hacer…», a lo que el hombre respondió: «¿Qué? ¿Y dejar el mundo del espectáculo?».) Esta clase de trabajos no pueden considerarse ni de mierda ni basura, sean cuales sean las tareas inherentes. Otros trabajos —la limpieza cotidiana, por ejemplo— no son degradantes en sí mismos, pero se suele conseguir que lo sean con cierta facilidad.

A los encargados de la limpieza de la universidad donde trabajo, por ejemplo, se les trata muy mal. Como se hace en la mayoría de las universidades actualmente, su trabajo ha sido subcontratado: no son empleados directos de la universidad sino de una empresa de limpieza, cuyo nombre está siempre bien visible en los uniformes púrpura que tienen que llevar. Se les paga poco, se les obliga a trabajar con sustancias químicas peligrosas que a menudo dañan sus manos, o si no se ven forzados a darse de baja para recuperarse (sin compensarles por ello), y en general se les trata con arbitrariedad y escaso respeto. No existe razón alguna por la que estos limpiadores tengan que ser tratados de forma tan abusiva, pero al menos pueden estar orgullosos —y, de hecho, sé de primera mano que muchos lo están— de que su trabajo sea necesario: los edificios tienen que estar limpios, y, por tanto, sin ellos la actividad de la universidad no podría desarrollarse con normalidad.

Los trabajos basura suelen ser manuales y pagarse por horas, mientras que los trabajos de mierda suelen ser de oficina y recibir un salario mensual. Los que hacen trabajos basura tienden a ser objeto de humillaciones; no solo trabajan muy duro, sino que se les aprecia poco precisamente por eso; pero al menos saben que están haciendo algo útil. Los que hacen trabajos de mierda, por el contrario, suelen estar rodeados de reconocimiento y prestigio; son respetados como profesionales, están bien pagados y se les considera triunfadores, la clase de personas que pueden estar orgullosas de su labor. Sin embargo, en su fuero interno son conscientes de que en realidad no han logrado nada; piensan que no han hecho nada para merecer los juguetes con los que llenan sus vidas; sienten que todo se basa en una mentira, y así es.

Se trata de dos formas de opresión profundamente distintas. Desde luego, no es mi intención equipararlas; muy pocos de mis conocidos estarían dispuestos a cambiar un puesto de gerencia de nivel medio, por mucho que carezca de sentido, por un trabajo cavando zanjas, a pesar de saber que las zanjas tienen que ser cavadas. (Lo que sí conozco es a personas que han dejado puestos de responsabilidad como estos para trabajar en el sector de la limpieza, y están muy contentos con su decisión.) Lo que pretendo es hacer hincapié en el hecho de que cada una de estas dos formas de trabajo es opresiva a su modo.

Además, es teóricamente posible que un trabajo sea a la vez de mierda y basura. En mi opinión, cabría decir que si uno intenta imaginarse el peor trabajo que podría tener, este debería ser una combinación de ambos tipos de trabajo. En una ocasión, durante su exilio forzado en un campo de concentración siberiano, Dostoievski desarrolló la teoría de que la peor tortura que se podría diseñar sería obligar a efectuar a perpetuidad una tarea claramente inútil. Aunque los convictos enviados a Siberia en teoría tenían que hacer «trabajos forzados», observó que en realidad estos no eran tan penosos; muchos campesinos, por ejemplo, trabajaban mucho más duro. Ahora bien, los campesinos realizaban tareas que les beneficiaban directamente, al menos en parte, mientras que, en los campos de concentración, la dureza de la labor residía en que el trabajador no recibía nada a cambio:

Se me ocurrió que, si se desease reducir a un hombre a la nada, castigarle de manera absolutamente atroz, machacarle de tal forma que hasta el asesino más endurecido temblase de miedo ante la mera perspectiva, bastaría con dejarle muy claro que el trabajo que se le fuerza a realizar una y otra vez es inútil hasta el absurdo.

Los trabajos forzados, tal y como se llevan a cabo en la actualidad, no suelen tener interés alguno para el convicto, pero al menos son útiles: hacer ladrillos, cavar zanjas, construir, etc.; todas estas ocupaciones tienen un significado y un propósito, e incluso hay veces en las que el prisionero se interesa por lo que hace y se esfuerza por mejorar su habilidad. Sin embargo, si se le obligase a verter agua o arena de un recipiente a otro una y otra vez, o a mover un montón de tierra de un sitio a otro sin parar, estoy convencido de que al cabo de pocos días el prisionero optaría por colgarse o por cometer mil crímenes castigados con pena capital, prefiriendo morir antes que seguir sufriendo semejante humillación, vergüenza y tortura.

SOBRE LA IDEA EQUIVOCADA DE QUE LOS TRABAJOS DE MIERDA SE ENCUENTRAN SOBRE TODO EN EL SECTOR PÚBLICO

Hasta el momento hemos establecido tres amplias categorías de trabajos: la de trabajos útiles (que pueden ser o no trabajos basura), la de trabajos de mierda, y una pequeña pero

peligrosa zona de penumbra compuesta por trabajos como el de gánster, explotador de inquilinos, abogado corporativo de alto nivel o consejero delegado de fondos de inversión, perfectos para malnacidos egoístas que no fingen ser otra cosa. Con carácter general, pienso que es justo confiar en que quienes desempeñan tales trabajos son los que mejor saben a qué categoría pertenecen. Lo que me propongo hacer a continuación, antes de centrarme en las tipologías, es aclarar algunos conceptos erróneos muy comunes. Si se le habla de trabajos de mierda a alguien que nunca ha escuchado el término, esa persona puede entender que se le está hablando de trabajos basura. Por otro lado, si uno aclara el término, es probable que el interlocutor caiga en algún estereotipo: puede pensar que nos referimos a los burócratas del gobierno, o, si es admirador de Douglas Adams y su Guía del autoestopista galáctico, puede pensar que estamos hablando de los peluqueros.

Veamos primero a los burócratas, que son más fáciles de abordar. Dudo que haya gente que niegue que en el mundo existen demasiados burócratas inútiles, pero lo que me resulta más significativo es que hoy en día parece haber tantos burócratas inútiles en el sector privado como en el público.

Es igual de probable encontrarse con un exasperante hombrecillo trajeado leyendo en voz alta reglas y normas incomprensibles tanto en un banco o en una tienda de teléfonos móviles como en una oficina de pasaportes o de planificación urbanística. Y, lo que es más importante, las burocracias públicas y privadas se han mezclado tanto que a menudo es muy difícil distinguirlas. Esta es una de las razones por las que decidí empezar este capítulo como lo hice, describiendo el caso de un hombre que trabaja para una empresa privada subcontratada por el ejército alemán: no solo ponía de manifiesto que es un error dar por supuesto que los trabajos de mierda existen sobre todo en las burocracias gubernamentales, sino que también ilustraba el hecho de que las «reformas de mercado» casi siempre acaban creando aún más burocracia, no menos. Tal y como señalé en mi libro anterior, La utopía de las normas, si uno se queja de las trabas burocráticas de su banco, los empleados suelen excusarse diciendo que todo es culpa de las normas del gobierno; pero, si se investiga el origen real de tales normas, es probable que se descubra que la mayoría de ellas fueron escritas por los propios bancos.

A pesar de ello, la idea de que el gobierno siempre tiene un exceso de normas de contratación y niveles innecesarios de jerarquía administrativa mientras que el sector privado está limpio de polvo y paja hoy en día está tan arraigada en la mentalidad de la gente que no parece haber prueba alguna que pueda arrancársela.

No cabe duda de que parte de este error proviene de los recuerdos que tenemos del funcionamiento de países como la Unión Soviética, donde la política de pleno empleo forzaba a crear empleos para todo el mundo, fuesen o no necesarios. Por ello, la URSS acabó teniendo tiendas en las que los clientes tenían que pasar por tres dependientes distintos para comprar una barra de pan, o equipos de obreros en los que en todo momento había un tercio trabajando y los dos restantes estaban bebiendo, jugando a las cartas o echando la siesta. Casos como estos se utilizan siempre como ejemplos de lo que nunca ocurriría en el mundo capitalista, pues lo último que haría una empresa privada que tiene que competir con otras empresas privadas sería contratar a gente que en realidad no necesita. Más bien al contrario, la queja habitual respecto al capitalismo es que es demasiado eficiente y que, en los lugares de trabajo privados, los empleados son presionados constantemente con incrementos de…

Trabajos de mierda
David Graeber. Foto: Cortesía

David Graeber es profesor de Antropología en el Goldsmiths College de Londres. Autor de En deuda o La utopía de las normas, tiene un largo historial como activista y es uno de los líderes intelectuales del movimiento Occupy Wall Street. Colabora habitualmente en medios como The Nation, Mute, New Left Review y Harper’s Magazine. En 2006 la London School of Economics lo reconoció como “un destacado antropólogo que ha transformado radicalmente el estudio de la cultura”.

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