Luisgé Martín, el gran escritor español, deja las novelas y se vuelca a su primer libro de ensayos, donde entre otras cosas dice que “Mi idea de la felicidad tiene que ver con tener alguien querido a mi lado, con determinados placeres… No tiene que ver con la literatura. Estoy seguro de que el día que el amor sea una región de un lóbulo cerebral, será imposible la poesía. No me importa”, ha dicho al periódico El Mundo. Aquí un fragmento.
Ciudad de México, 16 de mrzo (MaremotoM).- ¿Es posible la felicidad? El autor es un pesimista lúcido y radical: “La vida es un sumidero de mierda, un acto ridículo o absurdo, pero nos comportamos ante ella con una estricta solemnidad, convirtiendo en mito o en literatura todo lo que la afecta. Instituimos grandes conceptos que nos hacen creer a nosotros mismos en la grandeza humana: llamamos dignidad, igualdad, libertad y fraternidad a distintos aspectos del depósito de mierda o del acto grotesco que representamos.”
Este ensayo contundente y provocador –en el sentido de que incita a pensar, a cuestionar lugares comunes– trata la realidad de los seres humanos y los mitos que creamos para soportarla. Ahonda en la construcción de un “alma laica” que, como la religiosa, busca la trascendencia y lo eterno, en este caso por la vía de crear una obra maestra, engendrar un hijo o edificar utopías. Enfrenta las concepciones antagónicas de Hobbes –”El hombre es un lobo para el hombre”– y Rousseau –”La naturaleza ha hecho al hombre feliz y bueno, pero la sociedad lo deprava y lo hace miserable”– y plantea con crudeza que “no nos salvan la inteligencia ni la educación. No nos salvan tampoco la bondad, ni la honestidad, ni la lucidez ética. Tal vez lo único que pueda salvarnos es la mentira, el engaño. Matrix. El mundo feliz de Huxley”. Y en un futuro transhumano o poshumano que ya no queda muy lejos, con avances imparables en campos como la robótica, la genética y la farmacología, frente al Sísifo consciente y en realidad infeliz de Camus el autor opta por el mundo de Matrix, porque, insiste, “yo, como Cioran, querría no haber nacido. Pero, ya que lo hice, querría vivir felizmente en Matrix o en el mundo de Huxley. No son distopías, o pueden no serlo”. Y es que “la ilusión, el fingimiento, la irrealidad y la mentira son curativos si traen la felicidad”.

Fragmento de El mundo feliz. Una apología de la vida falsa, de Luisgé Martín, con autorización de Anagrama.
1. EL ACTO RIDÍCULO
La vida es, en su esencia, un sumidero de mierda o un acto ridículo. No me refiero a la vida de un prisionero de Auschwitz, un habitante de una favela miserable, un niño hambriento, un oficinista gris o un esclavo torturado. Me refiero a la vida de cualquier ser humano, también a la de quienes la viven con intensidad y plenitud. Me refiero incluso a la de aquellos que hacen alabanza de todo, a la de quienes se regodean en su felicidad mundana y cantan los placeres de la existencia: ninguno de ellos seguirá haciéndolo durante mucho tiempo, y en el último instante, si tienen conciencia e inteligencia suficiente, se retractarán de su júbilo. Nunca he conocido a nadie que a la hora de morir estuviera satisfecho o alegre, si hacemos excepción –y no siempre– de los devotos religiosos que aguardan el paso a una vida celestial, sin sumideros de mierda ni estercoleros llenos de cadáveres, o de aquellos otros, antagónicos, que buscan la muerte voluntariamente para donar por fin sus penalidades. Borges dijo que “todos caminamos hacia el anonimato, solo que los mediocres llegan un poco antes”. Se le podría parafrasear de un modo que él probablemente no habría consentido, por la falta de ironía del aforismo: “Todos caminamos hacia la infelicidad, solo que los lúcidos –o los observadores– llegan un poco antes.”
“¿Quién podría afirmar que una eternidad de dicha puede compensar un solo instante de dolor humano?”, se preguntaba Albert Camus en La peste. Para quienes no creen en la eternidad, la duda es aún más categórica: quién puede afirmar que los goces limitados de una vida humana compensarán las adversidades, las pesadumbres y la cortedad de esa misma vida. Quién puede imaginar que en el momento de la agonía, cuando se vea ya la nada de frente, podrán recordarse con dulzura –como si se tratasen de un triunfo– los amores, los laureles, los orgasmos y los relámpagos de belleza que se vivieron. Lo advirtió Quilón de Esparta: “Hasta después de su muerte, no digas de alguien que es feliz.”
Aún peor: a quien es feliz pero lúcido –u observador–, la contemplación de la desdicha del mundo le desdice de su felicidad en cada momento, sin esperar a la llegada de su propia desgracia. En la miseria, el fracaso, la enfermedad, el desamparo y el desamor de los demás encuentra el anticipo de los suyos o, al menos, la incertidumbre de que ocurran.
Y encuentra, también, la injusticia esencial sobre la que se fundamenta el universo.
Nadie vive, sin embargo, con el peso abrumador de esa conciencia. Tal vez durante algunos meses, al principio de la adolescencia, cuando abandonamos los paraísos infantiles y empezamos a descubrir las tortuosidades del mundo, sí tenemos continuamente la presencia de esa angustia: es el retrato del joven atormentado y sin rumbo que se repite generación tras generación. Pero para sobrevivir es necesario el engaño. Como para leer o ver una película. Al comenzar una novela creemos en ella. Vivimos dentro de ella durante el tiempo que dura la lectura. El poeta inglés Samuel Taylor Coleridge acuñó una expresión que ha hecho fortuna para describir ese estado de entrega: la suspensión voluntaria de la incredulidad. Es decir, somos conscientes de que lo que estamos leyendo es mentira, pero emocionalmente lo percibimos como si fuera verdadero: comprendemos los amores desviados de los personajes, perdonamos sus traiciones, sentimos ira ante las injusticias que sufren o cometen, y nos conmovemos con sus desgracias.
Es ese mismo mecanismo el que empleamos para poder vivir sin enloquecer: sabemos bien que la nada devorará hasta nuestra última partícula, que los amores eternos durarán –en el mejor de los casos– mientras la muerte lo permita, que la enfermedad roerá nuestro cuerpo hasta hacerlo inservible (o, aún más perversamente, que roerá antes los de algunas personas a las que amamos y a las que veremos morir); sabemos que los éxitos serán fugaces y los afectos, si los hay, interesados o escurridizos; sabemos, en suma, que la vida será un sumidero de mierda o un acto ridículo. Pero a pesar de ello –o justamente por ello– suspendemos la incredulidad y vivimos como si todo lo que hacemos fuera necesario o fascinante, como si visitar un país lejano, fornicar con alguien o escribir un libro nos conectara con la eternidad. Como si el sentido de la vida existiera realmente.
En El mito de Sísifo, Albert Camus, el gran ideólogo del absurdo, hace un retrato perfecto del hombre que sabe pero no quiere saber: “Llego por fin a la muerte y al sentimiento que de ella tenemos. Sobre este punto se ha dicho todo y lo decente es abstenerse de patetismos. Sin embargo, nunca nos asombrará lo bastante que todo el mundo viva como si nadie “supiera”. Y es que, en realidad, no existe experiencia de la muerte.” Y un poco más adelante insiste: “Conozco otra evidencia: me dice que el hombre es mortal. Sin embargo, se cuentan con los dedos de la mano las personas que han sacado de ella las últimas conclusiones. Hay que considerar como una perpetua referencia […] el desfase constante entre lo que nos imaginamos saber y lo que sabemos de veras, el consentimiento práctico y la ignorancia simulada que consiguen que vivamos con ideas que, si las sintiéramos realmente, deberían trastornar toda nuestra vida.”
Suspensión voluntaria de la incredulidad, consentimiento práctico, ignorancia simulada: novelería. Esa novelería –ya lo hemos dicho– empieza siempre en la adolescencia. La infancia es habitualmente una edad feliz, inconsciente, infalible. Estamos protegidos por aquellos que nos cuidan y creemos aún en los prodigios de cualquier tipo: somos crédulos. A los catorce o quince años, sin embargo, llega el desvelamiento del mundo. Descubrimos el amor sexual –y por lo tanto el desamor–, la fragilidad, la intemperie. Descubrimos también la muerte en su dimensión más exacta. Descubrimos todas las parvedades y las traiciones. Y es entonces cuando, ya incrédulos, persuadidos de que aquella representación teatral a la que asistimos será irremediablemente dolorosa e insustancial, comenzamos a desfigurar la realidad y a torcer los significados de todo para poder seguir viviendo. El modo más simple de hacerlo es el de la fe, pero Dios cada vez resulta más inverosímil. Por eso buscamos otras trascendencias, otras mentiras más humanas: la justicia, el amor sobrenatural, la belleza artística, la posteridad.
La vida es un acto absurdo, una ciénaga de mierda, una tierra movediza que nunca es capaz de sostener nuestro propio peso, pero aprendemos enseguida a recubrirla de épica y de leyenda para hacer acopio de justificaciones que nos mantengan en pie. La historia de la literatura es la historia de esa épica, de los tópicos románticos que se han creado para abrillantar la condición humana: la resistencia del héroe, el extravío del enamorado, la bondad del débil o la lealtad intachable del hombre honesto. En esa reconstrucción inventada de la vida, el fracaso tiene un cierto misticismo, un aura de gloria. Los perdedores encuentran siempre consuelo: según el relato épico, no son en verdad perdedores, sino seres en carne viva, personas que se aproximan a la existencia con más intensidad que los que triunfan, criaturas que por ser tan genuinamente humanas sufren tanto. Ese es el adjetivo angular de esta superchería: humano. Lo humano basta para redimir cualquier vida. En lo humano, hasta el dolor adquiere rango divino.
El filósofo alemán Wilhelm Schmid da una lección de esas creencias en su libro La felicidad, que lleva un subtítulo muy aclarador: Todo lo que debe saber al respecto y por qué no es lo más importante en la vida. Schmid, apoyándose en los padres griegos del pensamiento occidental, y sobre todo en los estoicos, sostiene que la única felicidad posible es la plenitud. Después de citar a Epicuro, quien sostenía que “no elegimos cualquier placer” y que “no todo dolor ha de ser evitado”, Schmid explica que “la felicidad no surge de resaltar y admitir solo una parte de la vida, la parte agradable, placentera y “positiva”. La felicidad superior, la plenitud, abarca también la otra parte, la parte desagradable, dolorosa y “negativa” con la que debemos arreglárnoslas”. Y añade: “La vida plena es respirar entre los polos de lo positivo y lo negativo: coger aire nuevo con cosas que nos hacen bien. […] La extensión total de las experiencias entre polos opuestos transmite la impresión de vivir realmente y de sentir la vida plena y completa.”
Es decir, en palabras más callejeras: para ser feliz hay que gozar intensamente y sufrir intensamente. Lo único que no sirve es la mediocridad, la simpleza, la falta de emociones verdaderas. Es mejor ser el marinero genetiano Georges Querelle o el doliente magnate Jay Gatsby antes que aceptar la personalidad insustancial de Bartleby el escribiente. En uno de los diálogos de Sobre héroes y tumbas, la novela quizá más pesimista del pesimista Ernesto Sabato, se formaliza ese reconocimiento literario de las cloacas de mierda humana:
–Me gusta la gente fracasada. ¿A vos no te pasa lo mismo?
Él se quedó meditando en aquella singular afirmación.
–El triunfo –prosiguió– tiene siempre algo de vulgar y de horrible.
Se quedó luego un momento en silencio y al cabo agregó:
–¡Lo que sería este país si todo el mundo triunfase! No quiero ni pensarlo. Nos salva un poco el fracaso de tanta gente.
“El triunfo tiene siempre algo de vulgar y de horrible.” La literatura funciona, de esta forma, como la fábula de la zorra y las uvas: es un bálsamo de conciencia para quienes no son capaces de sentirse a gusto dentro de su propia vida. La literatura crea el territorio mítico necesario para que los dolientes y los malaventurados encuentren el consuelo y el orgullo. Viene a decirles: “Crees que no eres feliz, pero la verdadera felicidad es justamente eso: el fracaso, el sufrimiento intenso, la amargura. Lo humano es así.”
Yo mismo escribí en uno de mis libros el siguiente trabalenguas existencial, que se inscribe en esa actitud sedativa de la literatura: “Alguna vez he creído que los días más tristes fueron los más felices. Es una creencia que se fundamenta en la idea romántica de que lo verdaderamente importante es la viveza, el ardor, la grandiosidad de los acontecimientos. Al final, andado el tiempo, solo se recuerda lo que fue intenso. Da igual si hubo júbilo o mortificación: la memoria termina borrando la distancia.”
La vida es, en su sustancia, un sumidero de mierda o un acto ridículo, pero a pesar de ello la tomamos muy en serio. Incluso desde el materialismo más estricto, seguimos creyendo en alguna forma de alma, en un componente sagrado de las células humanas que las eleva por encima de sí mismas. “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”, escribió Hölderlin, y ese es el espacio en el que a menudo encontramos la mística o la mentira: los sueños. También en la autenticidad, ese otro incierto rasgo que poseen literariamente las criaturas superiores: lo importante es ser auténtico, guiarse por la propia conciencia, aunque la consecuencia de ello –al contravenir normas sociales o al correr riesgos temerarios– sea el dolor. Una persona soñadora y auténtica tiene alma.
Vivir sin alma o sin espíritu es extremadamente difícil. Por eso hemos construido el alma laica, que tiene, como el alma religiosa, una trascendencia. Y la trascendencia siempre está ligada a la posteridad; busca lo eterno, lo inmortal. Y encuentra su espacio, por lo tanto, en aquello que dura más que la propia vida: el arte, la política –en su sentido más grandioso– y la fecundación; una obra maestra, un hueco en la historia o un hijo que perpetúe las propias células.
Esa alma laica, sin embargo, es endeble y estrafalaria. Cuando llega el dolor definitivo, deja de servir de consuelo, si alguna vez sirvió. A Beethoven, al morir, no le reconfortó el futuro glorioso que les esperaba a sus sinfonías. A Alejandro Magno (cuyo epitafio decía: “Una tumba le basta a aquel a quien el universo no le bastaba”) no le apaciguó en su agonía haber construido el imperio más vasto de la historia de la humanidad. Y cualquier padre devoto siente más tormento por abandonar a sus hijos que alegría por haberlos concebido.
La vida es insuficiente, exigua y fugitiva, y ninguna alma la vuelve duradera. Las obras humanas quizá puedan durar para siempre y seguir transformando, dentro de muchos siglos, la biografía de otras personas, pero esas personas también desaparecerán. La abolición de la esclavitud, la máquina de vapor o las sonatas para violonchelo de Johann Sebastian Bach han cambiado mi vida. ¿Pero la han cambiado en lo sustancial? ¿Han rozado al menos su núcleo? No. Es imposible hacerlo. Únicamente han servido para mejorar lo transitorio, lo anecdótico, lo accidental. Para alumbrar caminos que a la hora de la verdad no conducen a ninguna parte. El desnudo epitafio de Fernando Pessoa resume bien el tópico literario de la muerte imparcial y muestra la paradoja existencial que nunca se ha resuelto: “Fui lo que no soy.”
Luisgé Martín (Madrid, 1962) es licenciado en filología hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y MBA por el Instituto de Empresa. Ha sido galardonado con el Premio Ramón Gómez de la Serna de narrativa, el Antonio Machado y el Vargas Llosa de relatos y el Premio Llanes de Viajes. En Anagrama ha publicado las novelas La mujer de sombra y La vida equivocada, así como el libro autobiográfico El amor del revés.