LECTURAS | “La mujer desnuda”, de Elena Stancanelli

Ciudad de México, 3 de abril (MaremotoM).- Todo empieza con un teléfono mal colgado que permite escuchar una conversación que ella no debería haber escuchado. Anna, cuarentañera, inteligente y bella, con un buen trabajo, descubre que su pareja, Davide, un mecánico con ínfulas de donjuán y cierta propensión a la violencia, tiene una amante. No es la primera vez que la engaña, pero en este caso hay una diferencia sustancial e inquietante: parece que la cosa va en serio.

Los celos, la desconfianza y las mentiras elevan la tensión entre la pareja y la abocan a la ruptura. La mujer engañada entra en una espiral obsesiva y destructiva. Con ayuda de la tecnología espía movimientos; rastrea mensajes; localiza unas fotos obscenas de la amante, más joven, con el sexo rasurado y en poses provocativas; visita la tienda de ropa vintage que regenta y se adentra en un peligroso descenso a los infiernos…

Narrada en primera persona por Anna, con un lenguaje muy directo y a modo de confesión a una amiga, esta novela breve, trepidante y turbadora exuda un erotismo a flor de piel y explora el alma desgarrada de una mujer, un mundo interior obsesivo hasta lo enfermizo: las heridas de la autoestima, el miedo a la decrepitud física, las inseguridades sexuales, el redescubrimiento del propio cuerpo a través de la masturbación, el desmoronamiento de una relación amorosa, el engaño y el recelo, el dolor de la ruptura y la necesidad de salir del enloquecido laberinto de los celos y aceptarse a una misma.

Un libro perturbador sobre las relaciones. Foto: Anagrama

Fragmento de Una mujer desnuda, de Elena Stancanelli, con autorización de Anagrama

El modo en que tuve la prueba de que Davide se tiraba a Perro fue increíble y ridículo como una leyenda urbana. Ya sabes, esas historias de la vieja que te lleva en su coche y a la mañana siguiente te enteras de que lleva más de veinte años muerta o el cachorrito de perro rodesiano que al crecer se transforma en un monstruo caníbal.

Estaba en casa esperando a unas personas con las que tenía una cita de trabajo. Serían las tres, las cuatro de la tarde. Me llamó Davide y hablamos un rato, no recuerdo qué nos dijimos, nada importante. La típica llamada breve y de trámite.

Vivíamos juntos desde hacía cinco años y habíamos entrado en la fase en que es crucial limitar los enfrentamientos. Él era agresivo, yo pesada, bastaba una palabra, una frase y empezaba la discusión. Me encolerizaba por tonterías frente a las que él reaccionaba gritando y dando portazos, golpeando las botellas en la mesa. Las llamadas telefónicas formaban parte de su estrategia, ser amable, pero estar atento, no quitar ojo al enemigo. Interpretar las pausas, los tonos de la voz. Antes de volver a casa por la tarde siempre llamaba y si notaba que había peligro decía que llegaría tarde, que me fuera a la cama sin esperarlo. Y colgaba para que no le pidiese explicaciones.

También aquella vez nos despedimos a toda prisa, solo que él no colgó. Probablemente fue una distracción. Es difícil valorar el sentido de algunos gestos, sobre todo cuando llegan en momentos en los que se está en equilibrio. Es como darle un codazo en la cara a alguien que está intentando sujetarse.

Quiero que sepas, Valentina, que sin ti no lo habría conseguido. Lo digo en serio. Si un día te lo preguntaran, en uno de esos juegos de sociedad tan del gusto de los escritores judíos, podrías decir que le has salvado la vida a alguien. A mí. Sentándome frente a ti, noche tras noche, durante todo un año. Mi año en el reino de la idiotez. Hablándome, aunque sabías que no te escuchaba. Teniéndome a tu lado, estuviera como estuviera. Sé lo difícil que fue. Mi desesperación, desproporcionada para lo que me estaba sucediendo, era enorme e incomprensible. Y por eso, por haberla soportado sin demostrármelo siquiera, te estoy todavía más agradecida.

Lo hiciste porque me quieres. Y porque era evidente que estaba hundida. No escondía el desánimo, la incapacidad para reaccionar, la angustia que me subía a oleadas, como la leche al pecho de una madre. Pero lo que mostraba, lo que te decía, era solo una parte de la verdad. Y aun siendo grotesca, no era la peor. Lo verdaderamente repugnante, todas las cosas horribles y desquiciadas que hice, las mantuve ocultas. No te las contaba porque me avergonzaban. Esperaba que las intuyeses, pero objetivamente era imposible. Nunca habrías podido imaginarlas, conociéndome.

Por eso he decidido contártelas ahora. Quiero decirte lo que de verdad pasó en el año que comenzó con la llamada que Davide olvidó cortar. No porque crea que te doy algo agradable, no regalas bolsas llenas de basura a las personas que quieres. Ni porque esté obsesionada por el deseo de ser honesta contigo. Creo que para ti y para mí no hay diferencia. La cuestión, ya lo sabemos, nunca es la verdad, sino el bien.

Y tampoco te cuento esta historia para mostrarte lo que he aprendido, porque no he aprendido nada. No he extraído ninguna máxima que pueda serme útil en otro momento, no he reforzado mis defensas, no me he vuelto mejor. Tampoco estoy segura de que me haya servido de lección como para evitar que me vuelva a suceder. Al contrario. Ahora sé que nada te mantiene de verdad a salvo de la estupidez, menos aún lo que crees ser, las herramientas que llevas contigo. La inteligencia, la experiencia, los libros. Nada. Y saberlo no me hace más fuerte sino, al contrario, más frágil y más triste. Como los ancianos que caminan cautelosos porque saben que sus huesos pueden desmigarse con solo un paso en falso.

Me he convertido en una persona dañada.

Cuando te sucede algo malo, un accidente, una enfermedad, o algo estúpido pero increíblemente doloroso como me sucedió a mí, te conviertes en una persona dañada. Para siempre. Soy como un utensilio cualquiera que ha caído al suelo. Lo arreglas y vuelve a funcionar, pero conserva dentro el trauma de la caída. No sabemos cuándo, ni siquiera sabemos si pasará, pero podría estropearse otra vez. Y sería una consecuencia de esa antigua caída.

Como te decía, Davide me llamó y después no colgó.

Pero ¿por qué no colgué yo?

En cualquier otro momento de mi vida lo habría hecho. Me conoces, siempre he sido el tipo de persona que en estas circunstancias cuelga. Nunca me ha interesado descubrir la verdad profunda oculta bajo las apariencias. Yo creo en las apariencias. Siempre me había bastado lo que veía, lo que me decían. Era inmune a la pasión por las intrigas, por los dobles fondos. Ya conoces a esos que cuando leen algo sobre los grandes procesos dicen en mi opinión es inocente. Yo siempre pienso que es culpable por el solo hecho de que ha sido acusado. Si todo no puede conocerse, tampoco basta con sabérselas todas, ¿no?

Pensaba que era así, pero me equivocaba. En vez de colgar me puse a escuchar, callada como un muerto. A espiar lo que él decía sin saber que le estaban escuchando.

Dejé el teléfono en la mesa con el manos libres. Oía los ruidos de la calle, voces desconocidas. Oía la voz de Davide, primero en el bar, después en el taller. Me eché a temblar. Durante cada minuto de aquel suplicio, durante cada segundo, sabía que estaba cometiendo un error. Pero estaba excitada. Más que cuando simplemente estás haciendo algo indebido. Estaba excitada como cuando estás esperando el castigo.

“¿Ves a esa de ahí? Me la habría tirado en cuanto se cortó el pelo.” Le dijo a un tipo cuya voz no reconocía. Y después: “De todos modos cuando tengo ganas de follar tengo a esta y a esta y a esta…”

Una lista de mujeres entre las que no estaba yo, todavía su legítima compañera. Las conocía a todas: una cocainómana con más años que yo, incapaz de entender y de querer, una tipa muy baja y con la cabeza grande que revoloteaba siempre a su alrededor y me preguntaba riendo nerviosamente cómo podía estar con una persona como Davide, una profesora de guardería que llevaba falda con zapatillas deportivas y que cada vez que me veía apartaba la mirada.

Y Perro.

A la que él, por supuesto, llamaba por su verdadero nombre. La única a la que yo no había visto. Sabía de su existencia porque Davide me la había nombrado el suficiente número de veces como para levantar sospechas hasta en la persona menos maliciosa del mundo. Era una clienta del taller.

Un día Davide empezó a hablarme de esta, que tenía un perro que se llamaba Perro.

“¿Qué perro es?”

“Un mestizo.”

No me lo contó porque le pareciese algo gracioso sino porque tenía necesidad de nombrarla. Como hacemos con las personas que nos gustan. Desde ese momento empezó a nombrarla a menudo y sin que viniera a cuento. Decía mira, un coche como el de ella, o ¿sabes que la ensalada es más difícil de digerir que un filete?, me lo ha dicho ella. También el padre de ella tiene una casa en Londres, me dijo cuando fui a Londres.

“Así, es como ese.”

“¿Qué?”

“Perro. El perro de ella. Es como ese.”

Me lo dijo enseñándome un perro pequeño, un cruce de caniche y jack russell terrier.

“Feíto.”

Dije yo. Pero Davide no sonrió.

Por fin, después de escuchar la lista de sus amantes, a la que, gracias a Dios, no siguió una exposición de sus prestaciones y especialidades, colgué el teléfono. Esperé un par de minutos y la llamé. Le dije que se había olvidado de colgar. Davide dijo ¿qué? Le dije he oído todo lo que has dicho. Se quedó callado. ¿No tienes nada que decir? No, dijo. Y colgó.

En ese momento sonó el timbre. Eran las personas que estaba esperando, mi compromiso de trabajo. Durante toda la tarde no hice más que excusarme, levantarme e ir al baño a llorar, llevándome el teléfono por si me llamaba. Esperaba unos minutos, me quitaba el maquillaje corrido, me volvía a maquillar y volvía con ellos. Hasta que les pedí que aplazáramos el encuentro, que no me encontraba bien. Me parecieron aliviados.

“Benditos sean los olvidadizos, pues superan incluso sus propios errores.” Es una sentencia de Nietzsche y una frase de Kirsten Dunst en ¡Olvídate de mí! de Michel Gondry. Una de mis películas favoritas, ya lo sabes. La he visto muchas veces. Incluso hace unos días, antes de empezar a contarte esta historia. Me parece que tiene mucho que ver con lo que me ha sucedido a mí. O quizá, sencillamente, con cualquier historia de amor.

Clementine (Kate Winslet) y Joel (Jim Carrey) son dos treintañeros con algún que otro fracaso a la espalda. Se encuentran en un tren un día en que él había decidido ir a otra parte y después, sin una verdadera razón, había cambiado de idea. Hasta la mitad de la película no sabemos por qué lo ha hecho, cuál era su misterioso presentimiento. Ella habla mucho, él dibuja en un cuaderno, parece molesto, pero es solo tímido y un poco melancólico. Se enamoran, se aman con alegría, después se dejan. Están desesperados, los dos. Pasado un tiempo, Joel entra en una librería y allí está Clementine, en la caja. La saluda, pero ella no lo reconoce. Después llega un chico que la besa y ella no se incomoda en absoluto. Joel está aturdido, se va, no entiende. Se lo cuenta a sus amigos, que al final confiesan y le enseñan una tarjeta impresa. Dice: “Clementine Kruczynski se ha hecho borrar la memoria de Joel Barish. Por favor, no vuelvan a mencionarle esa relación. Gracias. Lacuna Inc.”

Joel entonces pide cita en la misma clínica, la Lacuna Inc. Lleva consigo algunos objetos que le habían pertenecido a ella, habla con el médico y decide que su tratamiento se aplicará la noche siguiente. Se dormirá con los electrodos en la cabeza y los técnicos aprovecharán su sueño para limpiarle a fondo el cerebro y quitarle cualquier rastro de Clementine. Pero los técnicos son chapuceros y en un determinado momento Joel se despierta, se da cuenta de lo que sucede y cambia de idea. Trata de aferrarse como sea a Clementine y a su recuerdo antes de que desaparezcan del todo. La esconde en la memoria de su niñez, esperando que los técnicos no la encuentren, grita y se desespera para que no se desvanezca también ella junto con la imagen de la casa de la playa donde se conocieron. Al escapar, se reencuentran en su cama, pero en la playa; hay un torbellino de cosas, viento, lluvia…

Mucho antes de que suceda esto, Joel y Clementine van de excursión. Es de noche, hace muchísimo frío pero se tumban sobre una placa de hielo. Ella tiene el pelo azul y la cara vuelta hacia él, que lleva un gorro de lana y mira al cielo. A sus pies, en el hielo, hay una gran grieta con forma de estrella. Acaban de conocerse, o tal vez de reconocerse, y han decidido hacer una tontería juntos. Una de esas cosas que nadie haría nunca solo y, difícilmente, con un amigo. No algo heroico, ni delirante, ni excitante, ni algo que contar a los demás. Una cosa tonta que siempre habíamos querido hacer pero no habíamos encontrado la persona adecuada a quien proponérsela. Es una imagen que explica a la perfección qué es el amor.

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Era un período malo, ya lo he dicho. Ya no nos gustábamos. Las personas cambian, casi siempre a peor. Se aburren una de otra y desaparece la magia. Cuando ya no estamos enamorados somos como jugadores que han agotado los tiempos muertos, los penaltis, los cambios. Seguimos ahí, en directo y sin rincones donde escondernos. Nos miramos a los ojos y sentimos incomodidad y cierto disgusto. Alguno lo consigue, sigue adelante. Más allá, tras el disgusto, debe de haber una especie de paraíso de las parejas. Gente que se divierte, que se dice la verdad sin dejarse herir, que desaparece y después regresa sin dar explicaciones.

Davide y yo no lo conseguimos. Cuanto más se basa una pareja en el encanto recíproco –y no en su complicidad, inteligencia, decisiones compartidas– tanto más difícil es cruzar ese umbral. Y nosotros éramos así al principio: inexplicablemente enamorados.

Davide es una persona con muchos secretos, pero incapaz de mentir. Y, por otra parte, yo nunca he estado obsesionada con la fidelidad. Así es que la razón por la que me quedé escuchando no fueron los celos.

En aquellos días, Davide me desafiaba. Se comportaba de un modo cada vez más impertinente para ver hasta dónde aguantaría yo. Cuando comprendí su táctica, en vez de hacer que la dejara, empecé a fingir una especie de torpes celos. Nunca lo había hecho, con nadie, así que me esforzaba. Le preguntaba, por ejemplo, por qué nunca recibía sms por la noche, por qué se apartaba de mí para responder al teléfono, pedía explicaciones sobre la incomodidad que se percibía cuando nos encontrábamos a una de sus amigas. Me decía que estaba loca, que me lo estaba inventando.

Lo hacemos todos, también yo lo he hecho. Nadie admite nada a no ser que lo pillen con las manos en la masa. Pero Davide hacía otra cosa peor: me agredía. Cuando se sentía acorralado se volvía violento.

Comencé a pensar que, si lo hubiese pillado, se habría rendido y habríamos interrumpido esa cadena de mentiras y agresiones.

Lo sé, Vale, es la idea más estúpida del mundo. Digamos que no sé si lo pensé de verdad o si era solo una excusa porque quería hacerlo. Quería desenmascararlo, pero también colarme en sus tejemanejes. La mezquindad es irresistible. Tratamos de ser decentes, pero apenas nos dejamos ir, volvemos a ser desagradables, a comportarnos de manera indigna.

Hablar de esto contigo habría sido el verdadero antídoto. Si te lo hubiese dicho, si te hubiese dicho desde el principio lo que estaba pasando, me lo habrías impedido. Me lo habría impedido yo misma con solo pronunciar en voz alta ciertas palabras. Si te hubiera dicho tan solo lo estoy espiando, quizá me habría detenido.

Pero no lo hice.

Pero espera, Vale, no creas que me siento víctima. Ni siquiera estoy segura de tener razón.

Mi sufrimiento era la vergüenza. Y de aquella vergüenza soy responsable. Ocurra lo que ocurra en mi vida de ahora en adelante, nunca dejaré de ser la persona que se comportó de aquel modo. En aquellas circunstancias, es cierto. Pero de aquel modo.

Es la razón por la que te cuento esta historia. Una historia que según mi modo habitual de pensar no debería contarse. Porque es indigna, y la dignidad es lo primero. Pero en nuestras existencias, hablo de las que tenemos a nuestro alcance en estos años y en esta parte del mundo, ¿dónde quedaría la dignidad? No quiero justificarme, pero lo que me ha pasado a mí, el modo en que, poco a poco, la obsesión ha suplantado a la vida, ¿no es quizá uno de los rasgos comunes de nuestras biografías?

Sospecho que hay algo equivocado en la idea que tenemos de la condición humana. Como una tabla inclinada en la que toda la inteligencia se acumula en un lado. Yo siempre he estado en esa parte, la parte correcta, racional, inteligente. Después cambió la inclinación y me deslicé al otro lado. El lado oscuro, estúpido, inútil. Donde no te aclaras, donde no eres más que una cosa temblorosa y desorientada.

Si existe esa parte y cualquiera puede llegar a ella muy fácilmente, no debería juzgarse con tanta dureza. Pero quizá sea por eso, porque con muy poco se acaba allí, por lo que la despreciamos tanto. El castigo a nuestra arrogancia está cerquísima, como el mendigo de la acera que te ve pasar todas las mañanas.

Hay una enorme cuota de sufrimiento en la vida.

El mundo es injusto y está lleno de cosas inaceptables. Las conocemos: el hambre, las guerras, el racismo, la muerte, la enfermedad. Cosas que están fuera de nosotros y que nos convierten en víctimas. Pero el ser humano es miserable, también es miserable. Estúpido, vil, indigno. Presa de un sufrimiento arrebatado del que es el único responsable. Este sufrimiento existe. De hecho, es el más extendido y el más difícil con el que hay que vérselas porque solo te deja vileza.

Algunos de nosotros, yo incluida, tenemos el mito del heroísmo, de la lealtad, del orgullo. Querríamos existencias de las que sentirnos orgullosos, sufrimientos adecuados a nuestra estatura moral. Puede suceder, raramente. A mí no me ha sucedido, a mí me ha tocado un destino desmañado y un poco ridículo. Pero es el mío, y tal vez no solo mío.

Por eso te cuento esta historia. Porque también estas historias pasan.

Después de aquella llamada, Davide no volvió a casa durante algunos días. No recuerdo si le pedí yo que no volviera o si no nos dijimos nada y lo decidió por su cuenta. Da igual. No me importa saber quién tiene la culpa, quién tiene más culpa, quién causó el colapso.

A Davide sí. Él quería la absolución. No iba a parar hasta que yo reconociese su inocencia. Y el hecho de que fuese claramente culpable no cambiaba su defensa. No buscaba atenuantes, no decía que nosotros dos estábamos mal y que por eso él se había puesto a buscar a su alrededor. Tampoco me decía que yo fuera pelma, solo decía que él no había hecho nada. Sostenía, contra toda evidencia, que no era cierto que él se tirara a cualquier mujer que entrase en su taller.

Ya lo sabes, me importa tan poco el descubrimiento del culpable que las novelas policíacas me dan sueño. Inicié mi caza de pruebas por un motivo diferente: esperaba que al encontrarlas interrumpiría ese proceso de falsedad y violencia. Pero era un poco más complicado que eso.

No las buscaba por él, ni por nosotros, las buscaba por mí. Era una práctica sadomasoquista que solo tenía que ver conmigo. Lo demuestra el hecho de que a partir de un determinado momento incluso dejé de enseñárselas. Me las guardaba, eran mi pasatiempo, mi perversión.

No creo que Davide lo sospechase. Ante todo porque, como tú, él no tenía ni idea de lo que de verdad estaba haciendo yo. Y cuando descubría algo, no podía imaginar que se tratase solo de la parte emergida, que debajo hubiera todo un iceberg de mezquindad. Nadie habría podido y menos aún él.

Davide siempre comprendió poco de mí y yo de él, lo que convirtió nuestros cinco años de historia en agitados pero divertidos. Como te he dicho, no éramos de esas parejas inteligentes que hablan y encuentran soluciones. Ni siquiera en los períodos en que nuestro amor funcionaba. No había casi nada en común entre nosotros dos. Las cosas que nos unían eran tan escasas que ni siquiera podría citarlas. Si hubiésemos participado en uno de esos concursos con preguntas sobre la afinidad de la pareja, habríamos quedado los últimos.

Lo nuestro era una historia de amor y nada más. Sin grandes discursos, sin proyectos. Davide era la persona con quien hacer tonterías. Si me lo hubiese pedido, me habría tumbado a su lado en el hielo a contemplar las estrellas como Clementine. Y no tanto porque confiase en él –y confiaba muchísimo, hasta que estalló el infierno–,  sino porque pensaba que hacerlo con él sería divertido. Más aún, que era la única persona en el mundo con quien sería divertido hacerlo. De todas las cosas por las que me desesperé en aquel período, quizá esta sea la única sensata: nunca habrá otra persona con la que me divierta estar tumbada sobre una placa de hielo contemplando las estrellas.

La gente me preguntaba a menudo qué me unía tanto a Davide. Sobre todo durante el año que viví en el reino de la idiotez, el que comenzó con la llamada de teléfono. La gente –no tú, tú nunca– me preguntaba qué tenía de especial nuestra historia para que yo llevara tan mal la separación.

La respuesta es nada. No tenía nada de especial. Ninguna historia especial. El amor nunca es especial.

Pasados unos días, Davide volvió a casa. Espontáneamente o porque yo le había pedido que regresara, como de costumbre no estoy segura. Lo único que recuerdo son unas maletas con ropa que iban y venían.

Cualquiera habría esperado que tratase de complacerme de todas las formas posibles, de hacerme olvidar lo que había sucedido. Que dejase de ver a las mujeres enumeradas en la llamada, que fuese amable conmigo, que tratase de reconquistarme. Todo lo contrario. Davide había vuelto a casa por el motivo opuesto, para vencer.

Comenzó a rebuscar en mi móvil y en mi ordenador. Encontró algo, sí. Siempre que rebuscas en alguna parte encuentras algo. Si eres suficientemente obstinado y estás obsesionado, asocias, superpones, confrontas. Había pruebas de una traición y otras pruebas inocentes por completo y mal interpretadas.

Mis traiciones y las tuyas son muy diferentes, intentaba explicarle. Aunque, no hace falta decirlo, no era un argumento fácil de sostener. Sin embargo es sustancial.

En primer lugar, Davide era compulsivo. Desde que decidió que la fidelidad se había terminado, se tiraba a cualquier mujer que le pasara cerca. Después, y esta es la cuestión crucial, no era capaz de esconderse. Yo sí. Yo separaba los dos mundos. Basta con ser racional, nada de llamadas a las horas en que se está juntos, explicar claramente a la otra persona, al amante, cuáles son los límites, no perder la cabeza. Mis traiciones estaban en una zona que nunca entraba en contacto con nuestra vida, la mía y la de Davide. Si él no hubiese rebuscado, no se habría enterado de nada. Eso es una pareja. Un lugar en el que dos personas tratan de comportarse de manera que no creen problemas al otro. Ser buenos escondiendo las huellas de una traición o cualquier cosa que pueda herir al otro es el único modo de mantener en pie una relación. Aparte de la fidelidad, claro está, que es un talento de muy pocos.

En una pareja es necesario ser leales, pero es inútil y peligroso ser sinceros. Ahí estamos, yo era leal y él no. Y esta última ocurrencia suya de volver a casa para echarme la culpa era lo más desleal del mundo. Estaba furiosa, pero a él no le importaba. Solo quería que yo admitiera parte de la culpa y así hacer tabla rasa: si yo era culpable, todos eran culpables, entonces todos eran también inocentes.

Pero ¿de qué servía la inocencia?

Se había enamorado de aquella mujer, de Perro. Esa es la razón por la que la había tomado conmigo.

Para estar segura, para estar segura de que la rabia de Davide se debía a que se había enamorado de Perro, empecé a leer todos los mensajes de su móvil. Me levantaba por la noche, cuando él estaba dormido, y me encerraba en el baño con su teléfono. Alguna vez se acordaba de borrarlos, a veces borraba alguno pero quedaba parte de la conversación, que yo tenía que reconstruir.

Así encontré aquel mensaje: te quiero. Seguido de otro mensaje: estoy loco por ti.

Mientras Davide hacía la maleta por enésima vez, se lo dije. Le has escrito te quiero, le dije. Estoy loco por ti, ¿te das cuenta? ¿Por qué sigues diciendo que eres inocente y por qué quieres estar conmigo si estás enamorado de otra?

Te quiero no significa una mierda, me dijo. ¿Cómo que no significa una mierda? Nada, es solo un modo de hablar.

Ahora ya lo sabía todo, más allá de cualquier duda razonable: Davide se tiraba a todas las mujeres que yo imaginaba que se tiraba y se había enamorado de Perro. No había más que averiguar y, además, estábamos en cierto modo separados, aunque en cierto modo no nos dejábamos del todo.

Me quedé con él como si no hubiera otra elección, como una malcasada del siglo XIX. Me quedé allí y seguí acunando el cadáver de nuestro amor, como las madres orangután a las crías muertas. Esperando que se recuperara o quizá solo porque no conozco otra forma de elaborar el luto.

Elena Stancanelli. Foto: Especial

Elena Stancanelli (Florencia, 1965) vive en Roma, es colaboradora de La RepubblicaDebutó como novelista en 1998 con Gasolina, galardonada con el Premio Giuseppe Berto y adaptada al cine por Monica Stambrini. De sus libros posteriores destacan Le attrici, Firenze da piccola, A immaginare una vita ce ne vuole un’altra, Un uomo giusto y La mujer desnudaque fue finalista del Premio Strega.

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