Michael Ondaatje

LECTURAS | Luz de guerra, de Michael Ondaatje

Llega una nueva y aclamada novela del célebre autor de El paciente inglés. Una obra cumbre sobre la guerra, la adolescencia y la memoria.

Ciudad de México, 31 de agosto (MaremotoM).- La nueva novela de Michael Ondaatje, galardonado en 2018 con el Booker de Oro al mejor libro de la historia de este premio, es un relato hipnótico y profundo sobre los lúgubres años que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial. El relato que hace Nathaniel de su infancia y adolescencia tras la sospechosa partida de sus padres hacia Singapur está compuesto por los destellos, los restos y los recuerdos ensamblados de una época en la que, junto a su hermana, entra en contacto con un pequeño grupo de personajes de dudosa procedencia e intenciones poco claras. Quizá criminales, quizá agentes políticos, todos ellos conforman una incierta y problemática red de relaciones.

El peso grave de la guerra, la omnipresencia de las ausencias familiares y su influencia sobre estas vidas subterráneas cobran aquí un efecto casi mágico que hacen que en Luz de guerratambién la oscuridad brille.

Luz de guerra
El nuevo libro de Michael Ondaatje. Foto: Cortesía

Fragmento de Luz de guerra, de Michael Ondaatje, con autorización de Alfaguara.

En 1945 nuestros padres se fueron y nos dejaron al cuidado de dos hombres que quizá fuesen delincuentes. Vivíamos en una calle de Londres llamada Ruvigny Gardens y un día por la mañana nuestra madre o nuestro padre nos propusieron que después del desayuno habláramos toda la familia, y nos contaron que se marchaban un año a Singapur. Dijeron que no sería por mucho tiempo, pero que tampoco sería un viaje corto. Por supuesto, alguien nos cuidaría durante su ausencia. Me acuerdo de que al darnos la noticia nuestro padre estaba sentado en una de esas sillas de jardín incómodas, hechas de hierro, mientras nuestra madre, que llevaba un vestido de verano, miraba pegada al hombro de él cómo reaccionábamos. Al cabo de un rato cogió la mano de mi hermana Rachel y la sujetó contra su cintura, como si pudiera calentarla.

Ni Rachel ni yo dijimos palabra. Nos quedamos mirando fijamente a nuestro padre, que se explayaba en las características del flamante Avro Tudor I en el que iban a embarcar, un descendiente del bombardero Lancaster que podía desplazarse a casi quinientos kilómetros por hora. Tendrían que aterrizar y cambiar de avión como mínimo dos veces antes de llegar a su destino. Explicó que lo habían ascendido y que debía encargarse del negocio de Unilever en Asia, un paso adelante en su carrera. Sería bueno para todos. Habló con aire serio, y en un momento dado nuestra madre se apartó para mirar el jardín de agosto. Al terminar de hablar mi padre, como ella vio que yo estaba extrañado, se me acercó y me pasó los dedos por el pelo como un peine.

Entonces yo tenía catorce años y Rachel casi dieciséis, y nos explicaron que durante las vacaciones cuidaría de nosotros un tutor, tal como lo llamó nuestra madre. Se referían a él como a un colega. Nosotros ya lo conocíamos; lo solíamos llamar «el Polilla», un nombre que nos habíamos inventado. Nuestra familia tiraba mucho de apodos, lo que significa que también era una familia de máscaras. Rachel ya me había contado que sospechaba que el Polilla se dedicaba al crimen.

Parecía un plan extraño, pero la vida todavía era caprichosa y confusa justo después de la guerra; de modo que la propuesta no nos sonó rara. Aceptamos la decisión, como hacen los hijos, y el Polilla, al que hacía poco que teníamos de inquilino en el tercer piso, un hombre humilde, corpulento pero parecido a una polilla por lo cauto de sus movimientos, iba a ser la solución. Nuestros padres debían de pensar que se podía confiar en él. No estábamos seguros, en cambio, de si sabían de las actividades criminales del Polilla.

Supongo que hubo un momento en que intentamos ser una familia unida. De vez en cuando, mi padre dejaba que lo acompañara a las oficinas de Unilever, que los fines de semana y los puentes se encontraban desiertas, y mientras él estaba ocupado yo deambulaba por el piso doce del edificio, que parecía un mundo abandonado. Descubrí que todos los cajones de la oficina estaban cerrados. No había nada en las papeleras ni cuadros en las paredes, aunque en una pared de su despacho había un gran mapa en relieve donde figuraban las sucursales extranjeras de la empresa: Mombasa, las islas Cocos e Indonesia. Y, más cerca de casa, Trieste, Heliópolis, Bengasi, Alejandría, ciudades que acordonaban el Mediterráneo, lugares de los que supuse que mi padre era responsable. Era allí donde reservaban las bodegas de los cientos de barcos que iban y venían de Oriente. Las luces del mapa que identificaban aquellas ciudades y puertos no estaban encendidas los fines de semana; se encontraban a oscuras, como aquellos lejanos puestos fronterizos.

En el último momento se decidió que nuestra madre se quedaría con nosotros las últimas semanas de verano para supervisar la asunción de nuestro cuidado por parte del inquilino, y prepararnos para los nuevos internados a los que iríamos. El sábado antes de que mi padre volara solo hacia un mundo lejano, volví a acompañarlo a la oficina, cerca de la calle Curzon. Propuso que diéramos un paseo largo, según dijo, porque los próximos días tendría el cuerpo embutido en el avión. De modo que cogimos un autobús hacia el Museo de Historia Natural y luego atravesamos a pie Hyde Park hasta Mayfair. Estaba extrañamente ansioso y alegre, cantaba los versos «Cuellos y corazones tejidos con esmero / se deshilachan en el extranjero» y los repetía una y otra vez con cierto desenfado, como si se tratara de una ley fundamental. Me pregunté qué significaban. Recuerdo que se necesitaban varias llaves para entrar en el edificio, cuyo piso superior estaba enteramente ocupado por el despacho donde él trabajaba. Me detuve ante el gran mapa, que seguía apagado, y memoricé las ciudades que mi padre sobrevolaría las noches siguientes. Ya entonces me encantaban los mapas. Mi padre se me acercó por detrás y encendió las luces, con lo que las montañas del mapa en relieve pasaron a dar sombra, aunque en aquel momento no me fijé tanto en las luces como en los puertos iluminados de azul pálido, así como en las grandes extensiones de tierra sin iluminar. Ya no era una perspectiva que lo mostraba todo, y sospecho que Rachel y yo debíamos de ver el matrimonio de nuestros padres desde una comprensión igualmente limitada. Rara vez nos hablaban de su vida. Estábamos acostumbrados a historias parciales. Nuestro padre había participado en las últimas fases de la guerra anterior, y no creo que se sintiera plenamente integrado en la familia.

En cuanto a la partida de nuestros padres, aceptamos que ella tenía que acompañarlo: pensábamos que no había forma de que ella pudiera vivir sin él; era su mujer. Dejarnos en Londres iba a ser menos calamitoso, y supondría un menor derrumbe para la familia que la opción de que nuestra madre se quedara en Ruvigny Gardens para cuidarnos. Y, tal como nos explicaron, no podíamos abandonar súbitamente los colegios en los que tanto nos había costado entrar. Antes de que se marchara, todos rodeamos a nuestro padre y lo abrazamos; el Polilla había tenido el tacto de desaparecer ese fin de semana, así que estábamos solos en casa.

De modo que empezamos una nueva vida. Entonces no me lo acababa de creer. Y todavía no estoy seguro de si la época que vino después desfiguró o dinamizó mi vida. Durante esa etapa iba a perder las pautas y los límites de la rutina familiar, y más adelante, como resultado, sufriría titubeos, como si hubiera agotado demasiado rápido mis libertades. Sea como fuere, ahora tengo una edad en la que puedo hablar de ello, de cómo crecimos protegidos por los brazos de desconocidos. Y es como explicar una fábula, sobre nuestros padres, sobre Rachel y yo, el Polilla, y también sobre los demás que se juntaron después. Supongo que hay tradiciones y motivos recurrentes en historias como esta. Alguien tiene que pasar una prueba. Desconocemos quién sabe la verdad. Las personas no son quienes creemos ni están donde creemos. Y hay alguien que observa desde un lugar desconocido. Recuerdo que a mi madre le encantaba hablarnos de las ambiguas tareas que asignaban a los caballeros leales en las leyendas artúricas, y cómo nos contaba esas historias, a veces situándolas en un pueblito concreto de los Balcanes o de Italia, en el que afirmaba haber estado y que nos mostraba en el mapa.

Tras la marcha de nuestro padre, la presencia de nuestra madre creció. Las conversaciones entre nuestros padres que oíamos de vez en cuando siempre iban de cosas de mayores. Pero ahora nuestra madre empezó a contarnos historias sobre ella, sobre su infancia en el campo en Suffolk. Nos gustaba especialmente la de «la familia del tejado». Nuestros abuelos vivían en una zona de Suffolk llamada The Saints, donde había pocas cosas que los distrajeran, solo el rumor del río o de vez en cuando la campana de un pueblo cercano. Pero hubo un mes en que una familia vivió en su tejado, tirando cosas y hablando a gritos entre ellos, tan alto que el ruido se filtraba a través del techo y entraba en la vida de la familia. Eran un hombre barbudo y sus tres hijos. El menor era el más callado, se encargaba sobre todo de subir los cubos de agua por la escalera y dárselos a los que estaban en el tejado. Siempre que mi madre salía de casa para recoger los huevos del gallinero o subirse al coche, veía que el hijo menor los observaba. Eran techadores, arreglaban el tejado y en eso andaban todo el día. A la hora de la cena bajaban las escaleras y se marchaban. Pero un día un viento recio levantó al hijo menor de tal forma que perdió el equilibrio y cayó del tejado a través de la enramada de tilos hasta dar contra las losas de delante de la cocina. Sus hermanos lo metieron en casa. El chico, que se llamaba Marsh, se había roto la cadera, y vino un doctor que le enyesó la pierna y les explicó que no había que moverlo. Tendría que estar en un sofá cama en la trascocina hasta que se terminara el trabajo en el tejado. Nuestra madre, que entonces tenía ocho años, se encargaba de llevarle la comida. De vez en cuando le llevaba un libro, pero él era tan tímido que apenas hablaba. Ella nos contó que esas dos semanas debieron de parecerle al chico una eternidad. Finalmente, una vez acabado el trabajo, la familia lo recogió y se fueron.

Siempre que mi hermana y yo nos acordábamos de esta historia, nos parecía sacada de un cuento de hadas que no acabábamos de entender. Nuestra madre nos la contaba sin dramatismo, pasando por alto el horror de la caída del chico, como ocurre cuando algo se cuenta varias veces. Debimos de pedir más historias sobre el chico que cayó, pero solo supimos de esa: la tarde de tormenta en que ella oyó el ruido sordo y húmedo de su cuerpo contra las losas, después de atravesar las ramitas y hojas de los tilos. Un episodio más de los oscuros entresijos de la vida de nuestra madre.

El Polilla, el inquilino del tercer piso, estaba la mayor parte del tiempo fuera de casa, aunque a veces llegaba a tiempo para la cena. Por aquel entonces lo animábamos a acompañarnos, y solo después de agitar mucho los brazos en una protesta poco convincente se sentaba y comía con nosotros. Sin embargo, la mayoría de las noches el Polilla se acercaba a Bigg’s Row a cenar algo. Buena parte de la zona había quedado destrozada después del Blitz, y unos cuantos puestos callejeros se habían instalado por ahí. Siempre fuimos conscientes de la presencia vacilante del Polilla, de su posarse aquí y allá. Nunca estuvimos seguros de si esa forma de ser era timidez o desgana. La cosa iba a cambiar, claro. A veces, desde la ventana de mi cuarto, lo veía hablando tranquilamente con nuestra madre en el jardín oscuro, o me lo encontraba tomándose un té con ella. Antes de que empezara el colegio, mi madre dedicó bastante tiempo a convencerlo para que me diera clases particulares de matemáticas, una asignatura que suspendía sistemáticamente en el colegio, y que de hecho seguiría suspendiendo durante mucho tiempo después. Aquellos primeros días la única complejidad que detecté en nuestro tutor fueron los dibujos casi tridimensionales que trazaba para que yo pudiera ir más allá de la superficie de un teorema de geometría.

Cuando salía el tema de la guerra, mi hermana y yo intentábamos sonsacarle algunas historias sobre qué había hecho y dónde. Era una época de recuerdos verdaderos y falsos, y Rachel y yo sentíamos curiosidad. El Polilla y mi madre mencionaban a personas que ambos habían tratado en esos tiempos. Estaba claro que ella lo conocía de antes de que él viniera a vivir con nosotros, pero nos sorprendió que hubiera participado en la guerra, ya que el Polilla no tenía un porte «bélico». Lo que a menudo delataba su presencia en casa era la música tranquila de piano que salía de su radio, y la profesión a la que se dedicaba entonces parecía vinculada a una organización que tenía que ver con libros de contabilidad y sueldos. De todos modos, después de algunas insinuaciones supimos que ambos habían trabajado de «vigías de incendios» en lo que ellos llamaban «el Nido del Ave», sito en el tejado del hotel Grosvenor House. Mientras ellos hacían memoria, nosotros los escuchábamos ante un vaso de leche caliente. Salía a la superficie una anécdota y luego desaparecía. Una tarde, poco antes de que empezáramos en los nuevos colegios, mi madre nos estaba planchando las camisas en un rincón de la sala de estar y el Polilla dudaba al pie de la escalera, a punto de marcharse, como si solo estuviera a medias con nosotros. Pero entonces, en lugar de marcharse, habló de la destreza de nuestra madre durante un viaje nocturno en coche en el que transportaba a unos hombres a la costa en medio de la oscuridad del toque de queda hasta lo que se llamaba «la Unidad de Berkshire»; una ocasión en la que lo único que la mantuvo despierta «fueron unos cuantos trozos de chocolate y el aire frío que entraba por las ventanas». Mientras él seguía hablando, mi madre escuchaba con tanta atención lo que contaba que mantenía sujeta la plancha en el aire con la mano derecha para no dejarla descansar sobre el cuello de la camisa y quemarlo, completamente entregada a la historia penumbrosa del Polilla.

Te puede interesar:  De las clásicas a las más creativas: nuevas maneras de disfrutar el pavo en Navidad

Debería haberme dado cuenta.

Su conversación procuraba no concretar cuándo habían ocurrido las cosas. Cierta vez supimos que nuestra madre había interceptado mensajes de los alemanes y que había transmitido datos a través del Canal de la Mancha desde un lugar de Bedfordshire llamado Chicksands Priory, con los oídos pegados a las frecuencias intrincadas de los cascos de una radio; también desde el Nido del Ave, encima del hotel Grosvenor House, que a esas alturas Rachel y yo empezábamos a sospechar que poco tenía que ver con el trabajo de «vigilancia de incendios». Nos dimos cuenta de que nuestra madre tenía más cualidades de las que creíamos. ¿Sus brazos blancos y hermosos y sus dedos delicados habían disparado alguna vez a un hombre y lo habían matado con toda la intención? Mi madre tenía algo atlético cuando subía garbosamente las escaleras. Antes no se lo habíamos visto. Durante el mes que siguió a la marcha de nuestro padre, y hasta que ella se fue al comienzo del trimestre escolar, descubrimos una faceta suya más sorprendente y luego más íntima. Y nos dejó una huella imborrable ese breve instante en que sujetó la plancha caliente en el aire mientras miraba al Polilla, que recordaba épocas pasadas.

Con la ausencia de nuestro padre la casa se notaba más desocupada y espaciosa, y pasábamos con nuestra madre todo el tiempo que podíamos. Escuchábamos seriales de suspense en la radio con las luces encendidas porque queríamos vernos las caras. A ella debían de aburrirle, pero insistíamos en que nos acompañara mientras sonaban sirenas de niebla, vientos que aullaban por los páramos, el lento caminar de un delincuente o una ventana que se hacía añicos, y durante esas radionovelas me rondaba la cabeza la historia que había quedado a medio contar sobre su viaje en coche y sin luces a la costa. Pero respecto a los programas de radio, a ella le gustaba más recostarse en la chaise longue los sábados por la tarde y escuchar La hora del naturalista en la bbc sin prestar atención al libro que tenía entre manos. Decía que el programa le recordaba a Suffolk. Y oíamos al señor de la radio hablar interminablemente sobre los insectos de río y los arroyos calcáreos en los que había pescado; parecía un mundo microscópico y distante, y mientras tanto Rachel y yo hacíamos un puzle echados en la alfombra, juntando piezas de un trozo de cielo azul.

Una vez los tres cogimos un tren desde la calle Liverpool hasta la que había sido la casa de infancia de mi madre en Suffolk. A principios de año nuestros abuelos habían muerto en un accidente de coche, de modo que ahora nos quedábamos mirando a nuestra madre mientras ella deambulaba en silencio por la casa. Recuerdo que siempre teníamos que andar con mucho cuidado por los bordes del recibidor, ya que si no el parqué de cien años de antigüedad gruñía y chirriaba. «Es un suelo ruiseñor —nos decía la abuela—. Nos avisa por la noche si hay ladrones». Rachel y yo dábamos brincos encima siempre que podíamos.

En cualquier caso, lo que más nos gustaba era estar solos con nuestra madre en Londres. Apreciábamos su cariño despreocupado y adormilado, mayor del que antes nos había transmitido. Era como si hubiera vuelto a una versión anterior de ella misma. Había sido, incluso antes de que se marchara mi padre, una madre ágil y eficiente, que se iba a trabajar cuando nosotros nos íbamos al colegio y normalmente volvía a tiempo para cenar juntos. ¿Esa nueva versión de ella se debía a la lejanía de su marido? ¿O era algo más complejo: una preparación para separarse de nosotros, con pistas de cómo quería ser recordada? Mi madre me ayudó con el francés y con La guerra de las Galias de Julio César —era un prodigio en latín y francés— cuando tuve que prepararme para el internado. Sorprendentemente, nos animó a representar en la soledad del hogar pequeñas obras teatrales caseras en las que nos disfrazábamos de curas o caminábamos de puntillas como si fuéramos marineros y villanos.

¿Las demás madres también lo hacían? ¿Caían resoplando encima del sofá con un puñal en la espalda? Mi madre no hacía nada de esto si el Polilla andaba por casa. ¿Pero por qué lo hacía? ¿Estaba aburrida de cuidarnos todos los días? ¿Disfrazarse o vestirse de cualquier manera la convertía en algo más que nuestra madre? Lo mejor de todo era que cuando los primeros rayos de luz se deslizaban hasta nuestras habitaciones, entrábamos a la suya como perros vacilantes y veíamos su cara sin maquillar, los ojos cerrados y los hombros y los brazos blancos ya extendidos para estrecharnos. Y es que, fuera cual fuera la hora, siempre estaba despierta, lista para que entráramos. Nunca la sorprendíamos. «Ven, Dedal. Ven, Gorrión», murmuraba utilizando sus apodos para cada uno. Sospecho que fue en ese momento cuando Rachel y yo sentimos que teníamos una madre de verdad.

A principios de septiembre subió el baúl del sótano y la vimos llenarlo de vestidos, zapatos, collares, novelas inglesas, mapas, objetos y artículos que creía que no encontraría en Oriente, e incluso algunas prendas de lana que parecían innecesarias, aunque nos explicó que por la noche en Singapur a menudo «refrescaba». Le pidió a Rachel que leyera en voz alta pasajes de una guía Baedeker sobre el territorio y los servicios de autobús, así como las expresiones locales que significaban «Ya está bien», «Más» y «¿Está lejos?». Recitamos las frases en voz alta con nuestro estereotipado acento oriental.

Quizá mi madre creía que los detalles y la parsimonia de llenar un gran baúl calmarían nuestras inquietudes sobre la sensatez de su viaje y no harían que nos sintiéramos todavía más abandonados. Era casi como si esperáramos que se metiera en aquel baúl negro de madera, que tanto se asemejaba a un ataúd con aquellos herrajes de latón en los cantos, y que se la llevaran. Esta actividad de llenar el baúl duró varios días y nos pareció lenta y aciaga, como un interminable cuento de fantasmas. Nuestra madre estaba a punto de sufrir una alteración. Iba a volverse invisible para nosotros. Quizá Rachel lo vivió de otra manera; era algo más de un año mayor que yo. Puede que a ella le pareciera teatral, pero para mí el continuo replanteamiento y la modificación de los contenidos del baúl sugerían una ausencia permanente. Antes de la partida de nuestra madre, la casa era nuestra cueva. Solo salíamos a pasear alguna que otra vez por el espolón del río. Ella dijo que en las semanas siguientes se iba a hartar de viajar.

Y entonces súbitamente tuvo que marcharse, antes de lo esperado, por algún motivo que desconocíamos. Mi hermana se fue al baño y se pintó toda la cara de blanco, luego se arrodilló en lo alto de la escalera con aquella cara inexpresiva y rodeó con los brazos los balaustres, sin soltarlos. Desde la puerta de la calle me uní a mi madre en una discusión con Rachel para intentar convencerla de que bajara. Era como si nuestra madre hubiera organizado las cosas de forma que no hubiese despedidas tristes.

Tengo una fotografía de mi madre que apenas revela sus rasgos. La reconozco solo por la postura, el gesto de las extremidades, aunque es de antes de que yo naciera. Ella tiene diecisiete o dieciocho años, y sus padres la han retratado en la orilla del río de Suffolk. Viene de nadar, se ha vuelto a poner el vestido, y ahora se aguanta con un solo pie y tiene la otra pierna doblada a un lado para calzarse un zapato y la cabeza gacha, de forma que los cabellos rubios le tapan la cara. Encontré la fotografía años después en el cuarto de invitados, entre los pocos vestigios que ella no había tirado. Todavía la conservo. Una persona casi anónima, en un equilibrio precario y en busca de un punto de sujeción para su seguridad. Ya de incógnito.

A mediados de septiembre llegamos a nuestros respectivos colegios. Al haber sido externos hasta ese momento, no estábamos acostumbrados a la vida de internado, mientras que todos los demás ya sabían que, en esencia, los habían abandonado. No lo soportamos y al día siguiente de nuestra llegada escribimos a la dirección postal de nuestros padres en Singapur, suplicando que nos liberaran. Calculé que nuestra carta viajaría en furgoneta hasta el puerto de Southampton y que luego seguiría en barco, llegaría a puertos lejanos y zarparía de ellos sin urgencia alguna. A esa distancia y después de seis semanas, ya sabía que nuestro memorial de quejas parecería insignificante. Por ejemplo, el hecho de que de noche yo tuviera que bajar a oscuras tres pisos de escaleras para encontrar un baño. La mayoría de los internos veteranos solían mear en una pila que había en nuestro piso, al lado de la que utilizábamos para lavarnos los dientes. Era una costumbre del colegio desde hacía generaciones, y las décadas de orina habían marcado un camino evidente en el receptáculo de esmalte usado para esta actividad. Pero una noche, mientras me aliviaba adormilado en la pila, el encargado de la residencia pasó por ahí y fue testigo de mi empeño. Al día siguiente por la mañana nos soltó un discurso airado en la reunión de profesores y alumnos sobre el acto despreciable con el que se había topado, y después afirmó que ni en los cuatro años que había luchado en la guerra había presenciado nada tan obsceno. El silencio de asombro de los chicos de la sala era en realidad incredulidad por que el encargado de la residencia desconociera una tradición que existía cuando Shackleton y P. G. Wodehouse estudiaban en el colegio (aunque se rumoreaba que habían expulsado a uno de estos grandes hombres, y la concesión del título de sir al otro había estado rodeada de polémica). Yo también esperaba que me expulsaran, pero lo único que ocurrió es que me pegó un delegado que no podía parar de reír. En cualquier caso, no esperaba una respuesta meditada de mis padres, ni siquiera después de añadir una posdata sobre mi delito en una segunda carta que escribí a vuelapluma. Me aferré a la esperanza de que la idea de que estuviéramos internos en el colegio fuera más de mi padre que de mi madre, de modo que quizá ella pudiera ayudarnos a recuperar la libertad.

Nuestros colegios estaban a menos de un kilómetro el uno del otro y la única comunicación posible entre nosotros era tomar prestada una bicicleta y encontrarnos en el ejido. Rachel y yo decidimos que hiciéramos lo que hiciéramos lo haríamos juntos. Así que a mediados de la segunda semana, antes de que nuestras cartas de súplica llegaran siquiera a Europa, nos escabullimos entre los alumnos externos después de la última clase, merodeamos por la estación de Victoria hasta el atardecer, cuando sabíamos que el Polilla estaría en casa para abrirnos, y volvimos a Ruvigny Gardens …

Michael Ondaatje (Colombo, Sri Lanka, 1943), novelista, poeta, profesor universitario y editor canadiense de origen cingalés, ha cultivado diversos géneros literarios con un estilo siempre innovador. Fascinado por el Oeste americano escribió Las obras completas de Billy el Niño (1970), una original combinación de poesía, prosa e imágenes. Entre su obra narrativa destacan novelas como En una piel de león (1987), El fantasma de Anil (2000, Premio Médicis, Irish Times International Fiction Prize y Premio Giller), Divisadero (2008) y El viaje de Mina (2011). Sin embargo, la obra que le otorgó reconocimiento internacional fue El paciente inglés (1992, Premio Booker), adaptada al cine por Anthony Minghella en 1996. Su aclamada obra poética, con títulos como Los monstruos cotidianos (1967) o El hombre con siete dedos en los pies (1969), se caracteriza por la profusión de sorprendentes imágenes y metáforas. También ha escrito sus memorias, recogidas en el libro Cosas de familia (1998).

Comments are closed.