Javier Cercas

LECTURAS | Terra alta, de Javier Cercas

Él era un hombre justo, el mundo, no. Terra Alta, un thriller impactante. Premio Planeta 2019.

Ciudad de México, 30 de noviembre (MaremotoM).- Un crimen terrible sacude la apacible comarca de la Terra Alta: los propietarios de su mayor empresa, Gráficas  Adell, aparecen asesinados tras haber sido sometidos a atroces torturas. Se encarga del caso Melchor Marín, un joven policía y lector voraz llegado desde Barcelona cuatro años atrás, con un oscuro pasado a cuestas que le ha convertido en una leyenda del cuerpo y que cree haber enterrado bajo su vida feliz como marido de la bibliotecaria del pueblo y padre de una niña llamada Cosette, igual que la hija de Jean Valjean, el protagonista de su novela favorita: Los miserables.

Partiendo de ese suceso, y a través de una narración trepidante y repleta de personajes memorables, esta novela se convierte en una lúcida reflexión sobre el valor de la ley, la posibilidad de la justicia y la legitimidad de la venganza, pero sobre todo en la epopeya de un hombre en busca de su lugar en el mundo.

Terra Alta
Terra Alta. Foto: Cortesía

Fragmento de Terra alta, de Javier Cercas, con autorización de Planeta

2

Se llamaba Melchor porque la primera vez que su madre lo vio, recién salido de su vientre y chorreando sangre, exclamó entre sollozos de júbilo que parecía un rey mago. Su madre se llamaba Rosario y era puta. De joven faenaba en prostíbulos de las afueras de Barcelona, como el Riviera, el Sinaloa o el Saratoga, en Castelldefels, o como el Calipso, en Cabrera de Mar. Había sido una mujer hermosa, de una belleza agreste, intensa y plebeya, pero su encanto no sobrevivió a los estragos de su oficio y la corrosión de la edad y, cuando Melchor alcanzó la adolescencia, ella se prostituía a precio de saldo, a la intemperie. Le avergonzaba ganarse la vida acostándose con hombres, pero nunca se lo ocultó a Melchor, que hubiera preferido que se lo ocultase. A veces se llevaba clientes a casa y, aunque Melchor no los veía casi nunca, porque ella tomaba las precauciones necesarias para impedírselo, de niño jugaba a adivinar quién de ellos era su padre. El juego consistía en identificar los sonidos nocturnos que llegaban a su cuarto mientras fingía dormir, y en especular sobre ellos: ¿era su padre el hombre que taconeaba por el pasillo con pasos seguros de propietario, o era el que caminaba casi de puntillas, tratando de pasar inadvertido? ¿Era el viejo que tosía y expectoraba a altas horas de la madrugada, como un enfermo sin futuro o como un fumador recalcitrante? ¿Era aquel cuyos sollozos atravesaron una noche el tabique que le separaba del dormitorio de su madre, o aquel al que otra noche oyó contar, apostado tras la puerta entreabierta del comedor, una historia de aparecidos? ¿Acaso era el mismo hombre al que vio fugazmente varias veces, de espaldas y abrigado en un chaquetón de cuero, siempre saliendo de su casa al amanecer? Melchor entretenía a menudo sus vigilias con esas adivinanzas imposibles, y durante muchos años no fue capaz de cruzarse por la calle con un hombre sin preguntarse si era él quien se había aliado sin saberlo con su madre para traerle al mundo.

Melchor y su madre vivían en un piso minúsculo del barrio de Sant Roc, en Badalona, una ciudad obrera limítrofe con Barcelona. El inmueble se levantaba en una zona de ocio, de manera que el recuerdo más nítido que Melchor guardaba de su infancia y su adolescencia era el ruido, un ruido tan ubicuo y persistente que le resultaba indistinguible del sonido ordinario de la realidad, como si ésta careciera de derecho a existir sin el escándalo de los tubos de escape y las bocinas de los coches, los autobuses y las motos, sin gritos ebrios ni insultos aguerridos ni reyertas de vándalos, sin el latido sísmico de la música de los bares y las discotecas nocturnos. La madre de Melchor sabía que Sant Roc era un barrio tóxico para su hijo, pero también sabía que era su barrio y no quería vivir fuera de él (o quizá es que no se imaginaba viviendo fuera de él); por eso le costeó desde el principio un colegio de pago, alejado de allí: el colegio de los Maristas. Estaba empeñada en que Melchor estudiase, y la frase que más le repitió durante su infancia y su adolescencia fue la siguiente:

—Si quieres ser un miserable como yo, no estudies.

Melchor pareció confundir con un consejo literal este sarcasmo admonitorio. Es verdad que al principio, en el colegio, fue un alumno obediente y tímido, que sacaba unas notas correctas, pero a partir de los doce o trece años, casi al mismo tiempo que su madre abandonaba la precaria protección de los locales de alterne y se aventuraba a ejercer su oficio a la brava, Melchor se convirtió en un estudiante refractario y correoso, que se enredaba con facilidad en broncas (o las provocaba) y que faltaba con frecuencia a clase. Nunca acabó de integrarse en el colegio, nunca dejó de hacer vida en Sant Roc.

A los trece años empezó a beber alcohol, a fumar tabaco y a drogarse. A los catorce le expulsaron del colegio por pegarle un puñetazo a un profesor en plena clase. A los quince compareció por vez primera ante un juez. Era un magistrado del Tribunal Tutelar de Menores, un sesentón paciente y encallecido por décadas de trato con delincuentes juveniles, a quien la madre de Melchor y un abogado de oficio intentaron convencer de que no castigase a aquel imberbe con el argumento falaz de que era la primera vez que delinquía y la doble promesa de que iba a dejar de consumir y vender cocaína y a dedicarse a estudiar un ciclo de formación profesional para convertirse en ceramista.

Resuelto a concederle otra oportunidad a aquel primerizo, el magistrado se dejó engañar. Melchor, sin embargo, no cumplió ni una promesa ni la otra, y en los dos años siguientes volvió a comparecer dos veces más ante el mismo tribunal, una por enzarzarse en una pelea con el portero de una discoteca de Sant Boi (de la que no salió mal parado) y otra por robarle un bolso a una mujer en la Rambla de Barcelona. La primera fechoría apenas le costó tres semanas en un centro de menores de L’Hospitalet, pero por la segunda tuvo que pagar con cinco meses de encierro. Su madre lo visitó a diario durante ese tiempo, y la tarde en que salió le estaba esperando a la puerta del centro. Aquella noche, cuando terminaron de cenar a solas en su casa, su madre quiso saber qué planes tenía. Melchor se encogió de hombros.

—¿Por?

Su madre contestó sin dudar:

—Porque, si vas a seguir haciendo la vida que has hecho hasta ahora, no te quiero en esta casa.

Su madre tenía cincuenta y cuatro años y había nacido en un pueblo de Jaén del que Melchor había oído hablar a menudo, pero que sólo había visitado en una ocasión. Se llamaba Escañuela. Allí, entre aquel puñado de casitas níveas rodeadas de hileras disciplinadas de olivos, había visto Melchor, por primera y única vez en su vida, a dos ancianos arrugados como pasas que resultaron ser sus abuelos. Se acordó de ellos ahora, una década después de pasar varios días en su casa, mientras observaba a su madre envuelta en una deshilachada bata de felpa y convertida también en una vieja —la carne flácida, la piel seca y marchita, los ojos apagados—, y sintió por ella la misma pena y la misma falta de afecto que había sentido por sus abuelos. Ese sentimiento le enfureció un instante. Luego, sin pronunciar palabra, se levantó de la mesa, se llegó a su dormitorio y empezó a llenar la maleta que su madre acababa de vaciar. Cuando terminó, ella le aguardaba en el pasillo. Preguntó:

—¿Te vas?

—No —contestó Melchor—. Me echas.

Su madre asintió varias veces, débilmente; mientras lo hacía, rompió a llorar. Ambos permanecieron unos segundos así, a unos centímetros uno del otro, ella llorando y él mirándola llorar. Nunca había visto lágrimas en los ojos de su madre, y el silencio se le hizo eterno.

—No te vayas, Melchor —habló ella por fin, con voz ahogada—. Eres lo único que tengo.

No se fue, pero no cambió de vida. Al contrario. Gracias a un panameño a quien había conocido en el centro de menores, Melchor empezó a trabajar para un cártel de colombianos que introducía cocaína por el puerto de Barcelona. Al principio se ocupaba de labores subalternas, sobre todo de distribuir droga por Badalona, Santa Coloma, Sant Andreu y otras ciudades y barrios de los arrabales de Barcelona; también controlaba a los camellos que vendían la droga. Poco a poco fue volviéndose indispensable y ganándose la voluntad de sus jefes, que empezaron a confiarle tareas menos rutinarias. En aquella época ganaba más dinero del que podía gastar, trasnochaba a diario, se acostaba con muchas mujeres y consumía whisky y cocaína a mansalva. También aprendió a disparar. Quien le instruyó, por encargo de los colombianos, fue un antiguo mercenario alemán que se llamaba o se hacía llamar Hans. Bajo sus órdenes practicó durante varias semanas seguidas en un club de tiro de Montjuïc. Hablaban poco, pero trabaron cierta amistad.

—Disparas bien —le felicitó Hans en su perfecto español gutural el día en que se despidieron tomando una copa en un bar cercano—. Pero a ti te van a pagar por disparar a hombres, no a dianas. Y disparar a un hombre no es lo mismo que disparar a una diana.

Melchor preguntó si era más difícil.

—Es distinto —contestó Hans—. Según se mire, más fácil. Para disparar a un hombre no necesitas apuntar bien: sólo necesitas sangre fría suficiente para acercarte lo máximo a él.

Poco después de terminar su adiestramiento como tirador, Melchor viajó a Marsella, Génova y Algeciras en calidad de guardaespaldas de dos de los jefes del cártel. No tuvo necesidad de aplicar la última lección del mercenario, pero se hizo una idea más clara del volumen y el alcance real de un negocio que no sólo tenía ramificaciones en varios países de Latinoamérica, sino también en varias ciudades de Europa. Fue al regreso de aquel viaje cuando Melchor protagonizó un incidente que resquebrajó la confianza sin resquicios que hasta aquel momento les había inspirado a los colombianos.

Te puede interesar:  Más de 80 actividades literarias ofrecerá la Feria del Libro de Cuicuilco en su primera edición

El hecho ocurrió una mañana de febrero en una autopista de las afueras de Barcelona. Melchor había acudido al aeropuerto de El Prat a recoger a uno de sus jefes, llamado Nelson, que llegaba muy temprano desde Cali vía París, para llevarlo a su casa de Cerdanyola. Nelson venía de visitar a su familia colombiana, antes de partir había organizado una trifulca a gritos con su mujer, en todo el vuelo transatlántico había sido incapaz de pegar ojo y había aterrizado nervioso, borracho y estragado, pero cayó dormido a pierna suelta en cuanto se hundió en el asiento trasero del Audi conducido por Melchor. Para no perturbar su sueño, Melchor apagó la música e intentó conducir con la máxima suavidad posible entre las apretadas columnas de automóviles que a aquella hora punta entraban y salían de Barcelona. Fuera del coche el frío era glacial, y pendía sobre la ciudad una cordillera de nubes con forma de cerebro.

De repente, a la altura de Rubí, o tal vez de Sant Cugat, Melchor vislumbró entre los jirones de niebla matinal un grupo de mujeres apostadas al pie de un semáforo. Eran cuatro prostitutas. Se calentaban arrimándose a un bidón del que sobresalían, rojas, azules e intermitentes, las lenguas de una hoguera. A la distancia, Melchor creyó reconocer a una de ellas: estaba de perfil, lucía una peluca rubia (o eso le pareció a él), vestía altas botas blancas, pantalones cortos ceñidos y top negro; como sus compañeras, tenía una edad incierta. Melchor notó que se le cerraba la garganta y, con el miedo aflojándole las piernas, calculó que el semáforo cambiaría al rojo cuando su coche llegase frente a él, que tendría que frenar y que pasar unos segundos espeluznantes junto a las mujeres. No lo pensó: dio un acelerón brutal, que estampó a Nelson contra el asiento trasero, y a toda velocidad se escabulló culebreando entre las hileras de coches, cruzó bajo el semáforo en ámbar y se alejó con rapidez del grupo aterido de prostitutas mientras el colombiano, atónito, ofuscado y dolorido por la sacudida, le gritaba e insultaba pidiéndole unas explicaciones que Melchor improvisó confusamente y que el otro no se creyó.

Eso fue todo: apenas una anécdota; pero, para la suspicacia patológica de los colombianos, esa anécdota no podía carecer de un significado alarmante. Melchor nunca supo si la prostituta a la que había creído reconocer junto al semáforo era o no era su madre, y nunca se lo preguntó a ella, pero la incredulidad del colombiano, sumada a la paranoia con que el cártel creía protegerse de la ponzoña letal de chivatos e infiltrados, así como de la imprudencia, la torpeza o el descuido de sus hombres, dilapidó en un solo instante la fe que sus jefes habían depositado hasta entonces en él, y hubiera podido costarle la vida.

A principios de marzo, sin embargo, la policía desarticuló el cártel. A Melchor le detuvieron apenas empezó la operación, que se desarrolló de forma simultánea en varios escenarios, con una precisión algebraica. Lo apresaron a primera hora de la mañana en un local de la Zona Franca que la organización usaba como depósito de droga y que se convirtió en una ratonera cuando fue rodeado por una muchedumbre de agentes de la Policía Nacional armados hasta los dientes. Minutos después se desencadenó un tiroteo durante el cual Melchor trató de sacar a dos de los colombianos de la trampa que los agentes les habían tendido, pero lo único que consiguió fue que uno de ellos —el mayor de todos: un antiguo guerrillero del ELN llamado Óscar Puente— recibiera un impacto de bala en un ojo, que lo mató en el acto, y el otro colombiano, paralizado de terror, regado por la sangre de su colega muerto y gritando fuera de sí, obligó a Melchor a que ambos se entregasen. De esa forma terminó su intento de fuga.

Al día siguiente todos los periódicos y los informativos de radio y televisión contaban que la Policía Nacional había interceptado un cargamento de más de una tonelada de cocaína en los puertos de Barcelona y Algeciras y que la droga, procedente de Panamá, Colombia y Bolivia, había desembarcado en España en el interior de tres contenedores, camuflada entre carga legal; también contaban que había veintiséis detenidos en cuatro ciudades distintas, entre ellos el director de la Terminal de Carga del puerto de Barcelona, el subdirector de la del puerto de Algeciras y el propietario de un grupo empresarial de transporte y logística marítimo-portuaria que operaba en varios puertos del Mediterráneo, a quien se acusaba de usar su empresa para dotar de cobertura legal a la entrada de los estupefacientes en el país.

A Melchor lo trasladaron de inmediato a Madrid, igual que a sus demás compañeros de infortunio. Durmió varias noches seguidas en la comisaría de la calle Leganitos, donde lo interrogó un juez de la Audiencia Nacional antes de ordenar su ingreso como preso preventivo en la cárcel de Soto del Real. Allí pasó unos meses a la espera de juicio. El mismo día de su entrada en la cárcel recibió una paliza de muerte encargada por los colombianos o por secuaces de los colombianos. Melchor nunca supo con certeza por qué se la propinaron, pero siempre pensó que fue una especie de paliza cautelar: por si el golpe al cártel guardaba alguna relación con las sospechas que albergaban sobre él (Melchor sabía que, si las sospechas hubiesen sido más que sospechas, no le habrían pegado una paliza: le habrían empalado). Cuando su madre le hizo su primera visita a la cárcel, él acababa de salir del botiquín. Lucía una cara plagada de moratones, un parche en un ojo y una cojera que le obligaba a ayudarse de una muleta. Al verlo entrar en el locutorio, Rosario pensó que todavía era un niño; luego pensó que estaba roto. Como sabía que su hijo iba a mentirle, no le preguntó qué le había pasado, sino sólo cómo se encontraba. Melchor le mintió igualmente: dijo que se encontraba bien.

—Estupendo —replicó su madre, que había perfeccionado con los años una esforzada retórica del sarcasmo, porque se había convencido de que, al menos en la relación entre ambos, era la única que su hijo entendía—. Así me gusta. Hay que ver las cosas por el lado bueno.

—No sabía que hay un lado bueno en la cárcel —dijo Melchor, con toda la irónica displicencia de que era capaz. —Claro que lo hay —dijo su madre—. Por lo menos no te van a pegar un tiro en la cabeza. Eso sin contar con que vas a dejar de beber y de drogarte.

—No estés tan segura —la corrigió Melchor—. Por lo que estoy viendo, aquí hay de todo.

—Estupendo —repitió su madre, y en aquel instante supo que las dos impresiones que acababa de tener de su hijo eran erróneas: ni era ya un niño, ni le habían destruido los interrogatorios, la cárcel y las palizas—. Sigue así y verás cómo dentro de un par de años estás muerto. O antes.

Hablaron de otras cosas. En determinado momento su madre le dijo que había contratado a un abogado para que le defendiera. Melchor acababa de rechazar al que le querían endilgar los colombianos, en teoría para ayudarle, en la práctica para tenerle controlado y cargarle todos los delitos que le pudieran cargar.

—¿Y quién lo va a pagar? —preguntó él—. Yo no tengo un duro. Me han congelado todas las cuentas.

—Lo pagaré yo —dijo su madre.

El abogado se llamaba Domingo Vivales y, en cuanto Melchor lo vio dos días después —al otro lado de la reja y el doble vidrio del mismo locutorio de paredes color rata y tufo a desinfectante en el que oyó por vez primera su nombre—, pensó que su madre se había vuelto loca o que le estaba gastando una broma. Vivales resultó ser un hombretón con cara de pedrada y cuerpo de camionero, despeinado y sin afeitar, que vestía una gabardina gris, un traje arrugado y una camisa llena de manchas, con el nudo de la corbata flojo. A pesar de la desconfianza que infundía su aspecto de picapleitos de tercera, Melchor decidió escucharlo.

—No me gusta perder el tiempo ni hacérselo perder a mis clientes —le advirtió Vivales—. Así que vayamos al grano.

El abogado empezó dejándole claro que, en principio, su porvenir procesal era incierto. Luego le recordó los hechos por los que iban a juzgarlo y los cargos que le imputaba el fiscal y le aseguró que al terminar el juicio podían caerle entre doce y quince años de prisión. Hasta aquí, Melchor no tuvo ninguna sorpresa; la sorpresa llegó luego…

Javier Cercas nació en Ibahernando, Cáceres, en 1962. Su obra, traducida a más de treinta lenguas, consta de las siguientes novelas: El móvil, El inquilino, El vientre de la ballena, Soldados de Salamina, La velocidad de la luz, Anatomía de un instante, Las leyes de la frontera, El impostor y El monarca de las sombras, casi todas reconocidas con prestigiosos premios nacionales e internacionales. También ha publicado libros misceláneos –Una buena temporada, Relatos reales, La verdad de Agamenón y Formas de ocultarse– y ensayos –La obra literaria de Gonzalo Suárez y El punto ciego.

Comments are closed.