Acaba de escribir Clavícula y vino a la Feria Internacional del Libro Estado de México 2019 (FILEM) a presentarlo. Le hicimos una entrevista a esta destacada escritora española que habla sobre el cuerpo, la queja y el capitalismo.
Ciudad de México, 5 de octubre (MaremotoM).- ¿Las mujeres nos quejamos de las enfermedades? Generalmente son los hombres que un simple dolor de cabeza parece que pronto derivará en una operación de cráneo, pero los dolores de las mujeres, esos que nos van acompañando desde la menopausia a nuestra muerte, ¿los decimos? ¿Nos quejamos de ellos?
A la escritora española Marta Sanz (conocida por nosotros por su Lección de anatomía y Daniela Astor y la caja negra) le duele algo en el cuerpo, un dolor desconocido, un dolor sin nombre, mientras viaja de España a Puerto Rico.
Esos viajes de escritores, donde todos parecen integrantes de la farándula (precisamente Marta tiene una novela llamada Farándula), no se corresponden exactamente con la realidad.
Dolores de espalda, dormir a horas insanas, comer o no comer lo que te dan, pelearse a veces con gente querida por defender derechos mínimos (contaba Liliana Blum en el Hay Festival las cosas terribles que le pasaron en una Feria de Toluca, donde fue a dormir a un oscuro hotel de paso), son cosas terribles que casi nunca dicen los escritores. ¿Cuánto cobran? ¿O no cobran nada? ¿Solo van para lograr promoción y someterse a los arbitrios de la organización?
En Clavícula (Anagrama) –o Mi clavícula y otros inmensos desajustes– no: aquí la palabra busca dar cuenta de los hechos, más o menos difuminados, para llegar a entender.
La dificultad de nombrar el dolor suscita grotescas reflexiones: ¿primero me duele y luego enloquezco?, ¿me duele porque he enloquecido?, ¿el dolor nace del dentro o del fuera?, ¿primero me explotan, luego enloquezco y después me duele?, ¿o me duele y me hago consciente de que me explotan?
Marta Sanz retoma el tono autobiográfico de La lección de anatomía y este es un libro sobre el lado patético o reivindicativo del quejarse que, con sentido del humor, negro y autocrítico, conjuga la mirada social con una mirada sobre la literatura misma.

–Todos esos dolores que nos pasan a las mujeres y no podemos hablar…
–En Clavícula hay una reivindicación de derecho a la queja y que creo que está especialmente estigmatizada en el caso de las mujeres, porque enseguida nos meten como histéricas, quejicas o respondemos al estereotipo perverso de las que podemos con todo, las sacrificadas, las abnegadas. A mí que no haya un término medio de matices me parece una cosa terrible. Desde el punto de vista de la queja, creo que Clavícula tiene un alto componente político.
–Tarde o temprano la enfermedad va a aparecer y uno está esperando todo el tiempo ese momento
–Creo que tenemos que aprender a vivir de otra manera. Clavícula es la antípoda de un libro de autoayuda, entre otras cosas porque utiliza un humor negro muy salvaje, pero en realidad está hablando de cómo los miedos, el miedo a la enfermedad, el miedo a la vejez, el miedo a la muerte, a la soledad, a la precariedad, acaban convirtiéndose en la verdadera lacra del capitalismo avanzado y hace que no podamos separar nuestros dolores físicos de nuestros dolores psíquicos, de nuestros dolores sociales y culturales. Lo que intento con cada libro escribo es visibilizar esas patologías que en realidad tienen que ver con el mundo en el que vivimos, para ver si así podemos intervenir y podemos hacer las cosas un poquito mejor.
–Hablas de tu marido, que tiene 56 años, está parado…pero él no se queja
–No, el personaje de mi marido en Clavícula actúa como destinatario, como receptor de mi discurso. La palabra literaria, el relato, es un acto de amor, implica una gran vanidad y egoísmo, pero por otra parte implica también una gran generosidad. Lo único que nos puede salvar de los horrores es cuando tenemos a un buen receptor que nos escucha. Ese es el personaje de mi marido en la novela, en este caso le toca ser oreja. Es la persona que me acompaña y que al final del libro quiere llevarme al exorcista porque no sabe cuál es el dolor. Tengo pendiente la escritura de la queja de los hombres como mi marido. Esos hombres que ya están cerca de los 60 años, se han dedicado toda su vida a un oficio, de no demasiado prestigio y de repente son desechados por la sociedad.
–La soledad es terrible en la vejez
–Sí, para mí era uno de esos temas fundamentales en mi libro. Es uno de mis principales fantasmas. Yo soy una mujer que me siento privilegiada, porque he tenido la suerte de mis padres todavía estén vivos, más que razonablemente en buen estado de salud. La suerte y el privilegio de encontrar a un hombre con el que he podido compartir ya más de 30 años de vida, todo eso me ha ido muy bien y me ha dado mucha fortaleza para muchas cosas, pero por otra parte también me fragiliza, porque me hace muy vulnerable a la idea de la pérdida. Creo que ese tipo de neurosis es la que tenemos que aprender a recomponer para salir adelante, para salir de nuestro propio ombligo y sentirnos acompañados por todos los demás. Hay una especie de canto irónico en Clavícula a esto que llamamos la solidaridad y la sororidad.

–No hablas tanto del deterioro físico. La otra vez me decía Sandra Lorenzano que en el espejo comenzamos a tener la cara que no es la propia…El dolor lanza gritos que no son los habituales
–Efectivamente. Yo quería relatar el cuerpo de una mujer en un período en el que ese cuerpo, donde se reflejan todas las maldades y las desigualdades de una sociedad en la que vivimos, empieza a ser poco fotogénico, poco agradable para los demás y poco agradable para una misma. Yo quería retratar ese momento en el que la menopausia nos convierte en mujeres vulnerables. Quería hacer el retrato de lo obsceno, de lo que queda fuera de la escena. Creo que hay una reflexión del poder de la literatura y por eso seguramente en Clavícula se habla de dinero, de lo que ganamos los escritores, por eso se habla del cuerpo, de las enfermedades, de los malos momentos, de los malos sentimientos, como echarle la culpa a mi marido por haber perdido su empleo. Hay un retrato de lo obsceno, como dice la cita de Marguerite Duras al principio: “encarnar las putrefacciones marcadas por las desigualdades”.
–Hablas también el tema de los viajes
–Al final lo que quería reflejar es el contraste. Por un lado el glamour que se proyecta sobre la gente, a los escritores siempre se nos retrata en nuestros mejores momentos y por otra parte lo que es la precariedad de la vida cotidiana, los desniveles de los ingresos que te producen mucho miedo respecto a lo que puede ser tu futuro y tu bienestar. Los viajes forman parte de una profesión, pero pueden terminar enfermándote. Son maravillosos, pero el cuerpo se va resintiendo de los cambios de horario, de los cambios de alimentación, de la imposibilidad de tener una rutina. Yo trabajo siempre con la metáfora de que el texto es el cuerpo y el cuerpo es el texto, mis viajes se han quedado como recuerdos maravillosos y la posibilidad de conocer a gente que me han enriquecido, pero también se me han quedado en forma de dolor de espalda, de dolor de clavícula y de muchas otras cosas. La máscara, el rostro, lo que comentaba Sandra Lorenzano, esa idea me parecía fundamental en Clavícula, porque quería utilizar el género autobiográfico porque la literatura siempre es una manera de contar algo a través de una metáfora. Esa metáfora puede ser una máscara que se te pega al rostro o puede ser la propia carne. Clavícula más allá de mi propia experiencia creo que conecta con la experiencia de otras personas y politiza un género ególatra como la autobiografía.
–Juan José Millás dice que somos viejos y jóvenes al mismo tiempo. ¿Lo sientes así?
–En cierta medida me siento así, tengo dentro de mí la niña agarrada como un animal salvaje dentro de la tripa, tengo la juventud generosa, tengo esa idea de que la mujer nunca encaja en lo que se espera que una mujer sea, me tengo a mí misma en el presente y anticipaciones de lo que será mi vida futura. En el caso de una mujer termina pesando más ese último tramo de la vida. La sociedad nos exige una belleza que poco a poco se va perdiendo en mujeres frustradas y muy infelices. Lucho por ser una vieja con la misma rebeldía que tuvo la niña que fui. Más allá de que me arrugue.
–Rosa Beltrán decía ser de la primera generación que no va a tener jubilación…
–Puede ser, lamentablemente así. En España es una posibilidad que se baraja y los políticos juran y perjuran que no será así. Uno de los miedos más importantes en Clavícula, que hace que el libro sea una especie de poética de la fragilidad, tenía que ver con ese horizonte probable de vida nada acomodada, después de haber estado toda una vida trabajando y de creer que el Estado tenía una faceta asistencial. Nos hace maldecir el pensamiento positivo que te dice que cuando no encuentras trabajo es porque o tienes una actitud emprendedora y buena.
–¿Tienes todavía el dolor?
–No se me pasó el dolor. Lo que sí me diagnosticaron, tengo un problema en el cartílago, se ha agravado con la edad. Más allá de todo eso lo que he aprendido, cuando tienes un dolor al que no le puedes poner nombre, es cuando se despiertan todos los miedos y esa búsqueda del nombre es una metáfora muy honda de la literatura. Me duele la clavícula, pero mi dolor ya tiene nombre y me siento mucho mejor.

Fragmento de Clavícula, de Marta Sanz, con autorización de Anagrama.
Voy a contar lo que me ha pasado y lo que no me ha pasado.
La posibilidad de que no me haya pasado nada es la que más me estremece.
¿Cuándo empieza el dolor?, ¿el primer síntoma? Quizá yo podría fijar el mío mientras sobrevuelo el océano Atlántico rumbo a San Juan de Puerto Rico. Aunque ése sería más bien el exótico o cosmopolita comienzo de una novela que tendría que firmar alguien que no soy yo. Un escritor peruano residente en USA o una autora de bestsellers entre históricos y sentimentales. Pero realmente sucede así; mientras sobrevuelo el mar constantemente diurno, noto la presencia de una costilla bajo el pecho izquierdo. Y, en la costilla, detecto una pequeña cabeza de alfiler que súbitamente se transforma en una huella de malignidad. Una fractura en la osamenta o el reflejo de una vorágine interior.
Voy leyendo un libro –siempre leo alguna cosa– con el que procuro distraerme del ruido de mi propio cuerpo, que suena, grita, me habla. Estoy harta de escucharlo. Durante unos instantes estoy convencida de que esta vez ya no hay marcha atrás y este viaje será el punto de inflexión hacia lo malo. Un poco más tarde, sé que no pasa nada con la misma seguridad con que hace un minuto se me secaba la boca porque iba a morir. El cuerpo está lleno de señales que algunas veces son la consecuencia de una presión ridícula. Una ventosidad. Pienso en clave cómica, y recuerdo a mi tía Alicia aquejada de un ataque de pedos en una sala de urgencias: ella se había diagnosticado un infarto. Se me tuerce una sonrisa. Malditas benditas malas posturas. Voy leyendo un libro y, como siempre ocurre, mientras uno lee a la vez va pensando en otras cosas y posiblemente ésa sea la gracia de leer. El pensamiento paralelo. Paralelepípedo. Las figuras geométricas y los copos de nieve.
Voy leyendo las memorias de Lillian Hellman. Es un gran libro que consigue que mi mente se separe del runrún –cada vez más acusado, innegable, no son imaginaciones– del dolor. La hija de puta de Lillian Hellman –lo siento, Lilli– describe los síntomas del cáncer de pulmón de Dashiell Hammett. Dice que no duele el centro del pecho. Dice que duelen los brazos. Una costillita. Falta el aire. Me asfixio dentro de la cabina del avión que sobrevuela el Atlántico rumbo a la ciudad de San Juan de Puerto Rico. De pronto, vuelvo a saber sin margen de error posible que me voy a morir antes de tiempo. Cojo una bocanada de oxígeno encapsulado en la cabina del avión. No es un oxígeno de primera calidad, pero me apaciguo. Dudo. Ignoro si es verdad o mentira este dolor que se compacta dentro de mí como el hormigón de las obras.
Me pregunto de dónde nace este miedo y, como soy una bestia extremadamente racional, descarto, quizá con demasiada precipitación u optimismo, el pánico a volar y sopeso dos posibilidades morbosas. Una, ya lo he dicho, es la de que me estoy muriendo realmente y este vuelo es el punto de inflexión hacia el declive. La otra es la de que, aunque no me esté muriendo en este instante y acaso –¿acaso?– tenga que afrontar esta misma situación dentro de algunos años, este tipo de experiencias me mina. Me come la piel por dentro como traviesos gusanitos aradores de la sarna.
En un lunar de mi cuerpo reconozco el cosmos. La primera célula humana, el reptil que salió del charco y se convirtió en simio. Me salto mil pasos intermedios de la evolución, desde la metamorfosis de las branquias en pulmones hasta el alzamiento progresivo del rosario de las vértebras. Por otra parte, en un lunar de mi cuerpo que me escuece y muta veo la realidad como dentro de la bola de cristal de una pitonisa de feria, todo lo que me oprime, los rayos alfa, gamma o beta que irradian los módems portátiles y las redes wifi invisibles que atraviesan los muros y me apuñalan. Me pasa a mí y a todo el mundo.
Actúo como mi propia quiromántica y al mirarme la palma quemada de la mano izquierda detecto una línea de la vida que no se corta pero forma islas y triángulos escalenos. Cajas irregulares. Yo diría que mi línea de la vida sufre interferencias a partir de los cincuenta años. Ése es mi preciso cálculo adivinatorio. Mi profecía. Ahí se localiza exactamente la desaparición de mi confort físico y de mi publicitaria sensación de vivir. Arranca la época de las enfermedades mágicas. El miedo a quedarme viuda. Huerfanita. O en la miseria.
Luego, en casa, un día rompo a llorar en el cuartito de la tele. El cuartito de la tele es el mejor espacio de la casa para romper a llorar. Exploto. No puedo mantener durante más tiempo el mutismo sobre un dolor que me atenaza cada vez más y se expande por mis brazos como veneno de medusa. No puedo reservarlo para mí sola. Guardármelo mientras muerdo un palo imaginario de película del Oeste y picadura de serpiente de cascabel. Tengo que compartir mi dolor y mi miedo para sacarlo de mí. O quizá me equivoque y todas estas lágrimas sean una manera de magnificar el daño y conferirle realidad. Solidificarlo. Alzarle un monumento. Pero no puedo contenerme y lloro con unos lagrimones enormes. Gimo. Me congestiono. Emito un sonido profundamente lastimero que a mi marido le llega al corazón. Me oigo a mí misma y me estremece escuchar un aullido que casi no reconozco. Como si no saliera de mí. Pero lo tengo dentro. En mi caverna. Él se pone nervioso y no sabe si tratarme con dulzura o levantarse bruscamente del sofá y huir hacia otra habitación para tranquilizarse. No sabe qué me pasa. Me dice que llore a gusto y, al segundo, me quiere frenar: “Ya está, ya está.”
Mis lamentos son umbilicales. Nacen del principio de la vida y de la era de los dinosaurios. Tiemblo y noto cómo adelgazo con las contracciones del llanto. Mi marido se pone nervioso: “Pero ¿qué te pasa?” Consigo articular con dificultad como la paciente de un logopeda: “Me voy a morir.” Mi marido me sostiene la carita, esta carita que es más carita que nunca, carita de mono, ojerosa, entre las manos: “Me voy a morir.” Frunce el ceño y yo le doy más explicaciones: “Ahora. Ya. Pronto.” Mi marido procura esbozar una sonrisa, pero es consciente de que no debe restarle importancia a mi angustia porque, entonces, yo dejaré de llorar. Me pondré rígida y me enfadaré mucho. “Pero ¿por qué dices eso?” Me gustaría ayudar a mi marido. Pero me enrosco. Soy una cochinilla. Busco la irradiación de mi propio calor, que en el berrinche casi se convierte en una fiebre. “Tengo un dolor.” La cochinilla sentencia: “Es el dolor del que me voy a morir.” Lo digo con la seguridad de los pensamientos fúnebres del avión y de mis noches de insomnio, que se remontan a los cinco o seis años. Mi sentencia es efecto de la observación constante de las punzadas y los ruidos de mis articulaciones y vísceras. No lo digo por decir.
Él me acaricia la cabeza: “Pero no, no…” Procura amansarme: “Pero iremos al médico, ya verás, no pasa nada.” Me enroco: “No quiero ir al médico.” Mi marido se enfada y, como se enfada, yo lloro más y lo contemplo con una mueca de infinito reproche que dice: “No me comprendes, no me comprendes.” Después me retraigo. Tiemblo. Soy un pollo mojado. El enfado de mi marido sólo es impotencia: “Mañana llamo para pedir hora.” Tengo muchísimo miedo, porque intuyo que nada más verme el médico de cabecera, sin necesidad de enviarme a la consulta de ningún especialista, sabrá que me voy a morir. Mi misteriosa enfermedad, mi cabeza de alfiler, mi garrapata, será algo evidente e incurable. Me delatará el color de la piel o el fondo de un iris, que saldrá del ojo como una costra, para mostrar el mapa de mi recóndito mal. Mi piel expelerá un olor patológico por la cara interna de los codos y detrás de los pabellones auditivos.
“Tengo mucho miedo”, pero estoy tan agotada que no me resisto. Lo dejo todo en las manos de mi marido como si él pudiese salvarme de algo que, igual que yo, tampoco conoce. Él me cree, pero no quiere creerme. Está seguro de que, si quiere ayudarme, no debe creerme, pero duda y se desmorona con contención ante la posibilidad de que lo deje solo. Si yo no estuviera, él se olvidaría de lavarse o de tomar café para desayunar. Se abandonaría. Dejaría de pagar la luz. O tal vez con ese vaticinio me estoy concediendo demasiada importancia. Estoy pecando de un exceso de romanticismo. Mi marido se aturde ante la idea de que uno de mis viajes no tenga billete de vuelta. Él me recoge de todas las estaciones a las que siempre regreso. Observo sus ojos vidriosos. Me gustan mucho. Gimo: “Me voy a morir y no voy a poder disfrutar de todas las cosas buenas que me están pasando. Me voy a morir y os voy a hacer sufrir a todos. Me voy a morir sin poder disfrutar de mi felicidad. Me voy a morir sin ganas de morirme.” Mientras hablo sé que no debería hacerlo porque mi mal, que es equivalente a mi maldad, se me está clavando dentro. Mis palabras producen heridas irreparables. Tal vez debería tragármelas. Mi marido me mira sin comprender, pero me agarra el cráneo, me besa, me dice: “No, no, no.” Hace exactamente lo que yo necesito que haga. Está. No me manda a la mierda. No me insulta. Aguanta. Yo sé que aguantará siempre. Y en esa convicción me crezco, me derrumbo, mido mi amor. Y mi perversidad.
El bienestar reside en la ingesta de yogures, el ejercicio físico, la estancia en un balneario. No hay un solo día en que no experimente un dolor nuevo: alrededor del ano, la garrapata que me oprime el esternón, el calambre en las costillas. El desasosegante ardor de un padrastro, un runrún en torno al ombligo, las muelas del juicio que rompen la encía, la garganta, los bronquios. La imprevisible disnea o la milimétrica disnea que siempre aparece en el mismo trayecto. Todas las infamias corporales a las que me resisto sin resignación cristiana. En estas condiciones, ni yo misma entiendo cómo puedo ser tan encantadora. No me explico cómo soy capaz ni de querer a nadie ni de disfrutar de una agitada vida social.
Abro el ordenador y a mi bandeja de entrada han llegado seis o siete ofertas de empleo para mi marido, un parado de cincuenta y seis años que ya no recibe ninguna prestación. Leo la lista de empleos sobre los que no podré hacer clic: limpiador con discapacidad, conserje autónomo, peón por horas, camionero con idiomas para Senegal, encantador de perros, dependiente con buena presencia, menos de 18.000 euros al año, sustitución cuatro horas semanales, chapista de muebles industriales… “¿Hay algo para mí?”, me pregunta desde detrás de su periódico de papel. Ése es nuestro mundo. El otro –el de las aplicaciones del teléfono y la banca por internet, el de dejar de hacer cola frente a las taquillas del teatro– nos hace sentirnos prematuramente viejos.
Hoy he solicitado para mi marido un trabajo como actor de anuncios. Haría muy bien de abuelito dinámico, de señor que usa Grecian 2000 o que está estreñido. Aunque el estreñimiento es una dolencia de mujeres menopáusicas, apretadas, las que no pueden cagar en váteres extraños cuando se van de viaje y necesitan licuar su bolo fecal con un microenema que distiende por fin el rictus de la boca y también el de su ano sellado herméticamente. Nuestro culo es una caja fuerte. Sin embargo, los hombres plantan pinos como rascacielos de Manhattan y se comercializan para ellos eficaces productos contra la diarrea porque sus urgencias intestinales les impiden ligar o conseguir un puesto directivo. Coger un prometedor vuelo a Cuba. Hay que tener en cuenta la calidad y consistencia de la mierda para emitir buenos diagnósticos. La abundancia de cánceres de colon y de recto –últimamente disponemos de mucha información sobre todos estos asuntos– está prestigiando la proctología. Me alegro por los proctólogos. En un anuncio mi marido podría ser un médico que recomienda la ingesta de yogures. También haría muy bien el papel de hombre maduro que por las mañanas necesita tomar actimeles para salir a hacer el gilipollas bajo la lluvia sin correr el riesgo de resfriarse. Haría muy bien de padre de familia que come pizza. Espero que lo llamen.
Mi ginecóloga es una médica experimentada. También es mi amiga, y por eso acudimos a ella en primer lugar. Es nuestra primera opinión, y hablo en plural porque ahora no sólo yo me siento enferma, sino que mi marido también está enfermo. Está enfermo a mi lado. Enfermo conmigo. Pierde peso. No duerme a pierna suelta. Está sensible.
En la consulta, me siento terriblemente egoísta porque mi ginecóloga acaba de perder a dos hermanas a causa de un cáncer real. O tal vez la palabra para nombrar al monstruo sea verdadero. Un cáncer no es relativo ni ficticio. Es verdadero. Como el monstruo que se esconde debajo de la cama y me sopla las puntas de los pies. Es verdadero el monstruo de dentro del armario. Y el del alféizar de la ventana de noche. Los cánceres imaginativos son otro tipo de cánceres. Son cánceres que convocan a los cánceres. Los construyen. Mi ginecóloga se cree que me voy a quedar tranquila si me coloca su fonendoscopio sobre el esternón. No me conoce en absoluto. O sí me conoce y, pese a la seguridad que me quiere transmitir, sabe que mi bienestar durará el minúsculo lapso de tiempo que yo consiga dejar mi cabeza en blanco para decidir a qué huelen las nubes. Yo nunca me quedo tranquila. Ella debe de estar harta de mí y de todo. No creo que la ayuden ni el yoga ni la meditación trascendental.
Le digo: “Me duelen los brazos.” “Me duele una costilla.” “Fumo.” “Me asfixio.” Ella niega: “Ninguno de esos síntomas coincide con los del cáncer de pulmón.” Una cosa son los relatos sobre el cáncer y otra los cánceres verdaderos. El límite entre la realidad y sus ficciones es un tabique de buen ladrillo rojo. Después me cuenta la historia de un médico que con cierta frecuencia acude a su consulta aquejado de un cáncer de mama. La posibilidad de que un hombre sufra cáncer de mama es inferior al 1 %. El hombre llega con la frente perlada de sudor y temblores en las manos. La lengua se le pone pastosa al abordar la descripción de sus síntomas. Mi ginecóloga escucha a su colega y ha de ser especialmente hábil para rebatir los argumentos de otro médico que conoce las sintomatologías y las patologías mucho mejor que yo. Yo sólo las conozco por los libros. Margarita Gautier y otros enfermos de tisis, de leucemia, de esclerosis múltiple. Del corazón, sobre todo. O de las fiebres y visiones amarillas. Ella se olvida de la historia del doctor con cáncer de mama y continúa: “Fumar es una mierda.” Me ausculta más: “Tienes un roncus.” Me pide que respire profundamente: “Mocos.” Me concentro en mi respiración y cojo todo el aire que soy capaz de acumular en los pulmones. La escucho: “El día que tengas un cáncer lo sabrás sin duda.”
Pienso en mi situación. En mis certezas. En la alta estima y el odio simultáneo que me inspira mi propio cuerpo. El amor y la repelencia que, cuando era una niña de cuatro años, se manifestaban en un miedo cerval hacia el crecimiento de una variz en la pantorrilla. O hacia el desprendimiento de un riñón al dar un traspié. “Eres de mírame y no me toques.” “Siempre tienes la boca abierta.” “Eres una flor.” Variaciones sobre el mismo leitmotiv. Mi voluntariosa y buena ginecóloga no me conoce en absoluto. Ella pone la guinda estoica del pastel: “Y cuando tengas un cáncer, no pasará nada. Sólo te morirás. Es ley de vida.”
Salgo a la calle. Mi marido me mira al trasluz para leerme el pensamiento. No hace falta. Estoy temblando.