A 15 años de la tragedia del local del Once que cambió para siempre a la sociedad argentina, “El día que apagaron la luz” (Seix Barral) reconstruye la memoria de una generación que quedó marcada por uno de los hechos más dolorosos del país.
Buenos Aires, 30 de diciembre (MaremotoM).- Devastador. Así es el nuevo libro de la escritora y dramaturga Camila Fabbri. El día que apagaron la luz salió este mes por Seix Barral y reconstruye la memoria colectiva de un grupo de adolescentes, a los que, en medio de la efervescencia de las tribus rockeras, la vida se les partió en dos con la tragedia de Cromañón.
Se cumplen 15 años del incendio. El 30 de diciembre de 2004, la banda Callejeros, liderada por Patricio Fontanet, presentaba su tercer disco en República de Cromañón ante unas 4.500 personas. Pero el recital alcanzó a durar la mitad de un tema. Alguien del público sacó una bengala o un “tres tiros” —una práctica inconcebible que, sin embargo, era muy extendida: acompañar la música con pirotecnia en lugares cerrados— y se prendió fuego la media sombra que cubría el techo para mejorar la acústica del lugar. Producto de la sobreventa de entradas, las puertas de emergencia trabadas con cadenas, la falta de controles municipales, la incapacidad de los músicos para contener a sus fans, esa noche murieron 194 personas. Una cantidad obscena, desorbitada de muertes.
Fabbri había estado allí el día anterior. Vio todo el recital exactamente en el lugar donde se producirían más muertes. Su novio y varios amigos fueron ese día y el 30 también. No todos volvieron. A veces, para comprender la magnitud de un hecho como este, es necesario poner la lupa en el dolor de una persona. El día que apagaron la luz —que es, además, el título de una canción de Sui Generis— es una marcha forzada por la oscuridad de ese diciembre nefasto y los efectos que provocó en su círculo más íntimo.
“La intención del libro”, dice Camila Fabbri en diálogo con Infobae, “no era hablar sólo de los que fueron esa noche, si no de quienes fueron las noches anteriores, de los que alguna vez fueron a ver a la banda, de los que tocaban de oído la tribu urbana de rollingas, de los que fuimos jóvenes en ese momento. República Cromañón nos terminó afectando a todos. Fue empezar a entender el peligro; algo que a esa edad no se contempla demasiado.”
—¿Cómo fue reconstruir la historia de Cromañón?
—El libro no tiene un costado periodístico. Quería reencontrarme con mis viejos amigos y que el acto de escribir se diera a partir de sus voces, no solo de la mía. La no ficción tiene la posibilidad de encontrarse con otros y con otras, y salirse un poco de uno.

—Pero a la vez hay una confrontación muy grande entre quienes pasaron por Cromañón. En uno de los capítulos, que es todo coral, alguien te dice que no quiere recordar ni le interesa ni quiere saber para qué escribís.
—En un momento pensé que esa frase no lo tenía que incluir, porque fue bastante agresiva quien me lo dijo, pero, la verdad, me pareció una respuesta válida. Hay mucha gente que me dice: “Para qué querés escarbar ahí”. Me parece importante que se pueda empezar a hablar de Cromañón desde otros lugares. Ya se habló mucho desde cierto amarillismo de la prensa que siempre muestra las mismas imágenes tortuosas, el audio del recital en los minutos previos a la tragedia. Es necesario empezar a contarlo desde otro lado.
—Lo llamativo es que todos —todos: muchos— tenemos a alguien que se quedó en Cromañón.
—Callejeros era la banda del momento, era una moda. Todos los querían ir a ver. Es un poco incorrecto lo que voy a decir, pero es como si hoy fueran a ver a Wos.
Sinfonías para adolescentes
La tragedia de Cromañón tuvo las derivas judiciales esperables. Tanto los Callejeros como Omar Chabán, dueño del teatro, fueron presos; Aníbal Ibarra, entonces jefe de gobierno de la Ciudad, fue destituido tras un juicio político. Estas cuestiones, sin embargo, no aparecen en el libro de Fabbri. “No quería tomar parte”, dice. “Me interesaban más las personas más que el hecho en sí, las responsabilidades, los juicios, lo que queda pendiente. Mi deseo era contar el primer día de clases de un chico que estuvo internado en enero y tuvo que empezar el colegio en marzo. Me interesaba más esa escena que la de Omar Chabán declarando en Comodoro Py.”
—Pero, como cualquiera de nosotros, imagino que tenés una posición tomada.
—Sí, pero va cambiando mucho. Es muy difícil tener una posición en relación a lo que pasó, a la responsabilidad de la banda, de Aníbal Ibarra, de Omar Chabán, de las cincuenta personas que están detrás de las dos caras visibles, que no sé quiénes son.
—En la presentación del libro estuvo Fito Páez. ¿Qué te dijo?
—Fito es amigo. Le había pasado una versión previa del libro, y él la leyó y charlamos bastante. Él también me preguntó por qué no tomaba partido en relación al hecho en sí, a los culpables. Creo que en esa conversación me di cuenta de que no quería tener ese diálogo con nadie. No me interesaba para nada, me llenaba de ansiedad y culpa. No me sentía capaz. Me sirvió hablar con un músico milenario como él, que pasó por mil situaciones y tocó en infinidad de lugares y entonces lo invité a que lo presente. Y en la presentación estuvo la mayoría de los chicos y chicas que están retratados en el libro y terminamos todos cantando “El día que apagaron la luz”. Fue un momento luminoso de repente.
—¿Se puede leer Cromañón a la luz del 2001?
—Se dice que Cromañón es una suerte de hija del 2001, sobre todo por la contención que había en la música, en el ambiente de recital, en la defensa de la poética del rock chabón. Fue en plena reconstrucción del país cuando pasa Cromañón. Néstor Kirchner ya era presidente. Cromañón fue la puerta de entrada de Mauricio Macri. En términos políticos, definió muchas cosas. Pero yo creo que podría haber pasado en los 90, y, si no pasó, fue por una cuestión de suerte. Cemento tenía la mitad de la capacidad de Cromañón y ahí también se encendía todo tipo de pirotecnia.
Rocanroles sin destino
—Este 30 de diciembre se cumplen 15 años de la tragedia. ¿Qué esperás de este momento?
—Este año se van a hacer un montón de actividades. Las fechas redondas tienen un simbolismo especial, que, a la vez, no deja de ser algo que uno le agrega. ¿Por qué sería distinto el 15 del 14? Yo voy a ir al santuario. Hace muchos años que no voy a la marcha. Fui los primeros años y después de ir.
—¿Por qué?
—Porque necesitaba dejar de escuchar esa “canción”, para decirlo de alguna manera. Yo tenía 15 años en ese momento; ahora cumplí 30. Hay un trabajo que pude hacer en este tiempo, más allá de que haya estado esa noche o la anterior. Entiendo que se manipula un poco también eso: quién estuvo, quién no, quién estuvo más. Para mí esa no es la discusión, porque a todos nos afectó de una manera u otra. Cromañón es la tragedia de la juventud.

—¿Seguís escuchando Callejeros?
—Sí, escuché mucho Callejeros para este libro porque me trasladaba inmediatamente a la época. No necesariamente a Cromañón: a lo que pasó antes, a lo que fue después. Mis amigos y yo seguimos escuchando Callejeros después de aquella noche. Éramos chicos y no terminábamos de dimensionar en lo que los había convertido. Repetíamos el lema de que no culpen a Callejeros.
—¿Qué sentís cuando ves a chicos con la remera de Callejeros? Yo tengo que decir que me da incomodidad, no me gusta.
—Es una mezcla de sensaciones. A mí no me da incomodidad, me da melancolía. Por supuesto, en la teoría, entiendo que son culpables, pero, por otro lado, eran unos niños que estaban haciendo una carrera que los sobrepasó. Eran muy jovencitos y perdieron a sus familias ahí adentro. ¿Hicieron todo mal? Sí, hicieron todo mal. Pero no se les cruzó jamás por la cabeza que podía pasar algo así, y después se volvieron totalmente locos. Si pienso en eso me da mucha lástima. Pero comprendo que para un padre que perdió un hijo es difícil que pueda entender eso, por eso no puedo posicionarme. Cuando veo a alguien con una remera de Callejeros hay algo de pertenencia, de reconocimiento. No por la banda, ni por Patricio Fontanet. Si no por lo que lo que representaba para nosotros: la época, la misa.

Fragmento de El día que apagaron la luz, de Camila Fabbri, con autorización de Planeta.
Para los chicos y las chicas de República Cromañón. Va mi carta y dice así.
Empieza como un color que se apaga o se enciende. No estoy segura. Generalmente es algo así como un humo blanco que rodea a las personas mientras están conversando alrededor de mí. También puede ser un colchón negro y ese color es más preciso cuando envuelve. El blanco puede darme más susto porque lo relaciono con un ataque paroxístico o de epilepsia, aunque nunca haya tenido ni uno ni otro. Todos los días pienso que ese día puede ser la primera vez. Inmediatamente después de percibir el color, empieza el temblor en las manos y en las piernas. El cosquilleo es un hecho. Hormigas invisibles y de línea recta van marcando el camino sobre los pelitos del brazo. Hay una electricidad muy ineficaz dándome vueltas. Esta energía no hace que las cosas funcionen, no soy una lámpara que se enciende sino más bien algo que se mete para adentro como un globo desinflado. Voy perdiendo masa corporal, voy dejando que el espacio exterior me gane. La última vez fue en un colectivo de línea con cartel rojo, iba hacia el trabajo. Empecé a pensar en los puntos de apoyo. Si ahora me bajara, ¿adónde iría?, ¿con quién hablaría?, ¿cuál sería la primera línea de diálogo?, ¿quién me pediría un taxi antes de que empiece el primer desmayo? En caso de que viniera el black out, ¿quién me pondría las manos en la nariz mientras yo esté conversando con algún fantasma del cosmos de acá? Entonces pienso tanto, pero tanto me pongo a pensar, que tengo un poder: atomizaré todo lo que esté alrededor. Asientos recubiertos de cuerina, mujeres y hombres semidormidos esperando llegar, un chofer tarareando estrofas de FM, edificios altos y costosos, balcones pelados y balcones repletos de macetas con niños espías metidos adentro o mojándose en palanganas, madres y padres cuidando que esos hijos no caigan redondos u oblicuos por entre los fierros de esos balcones, puertas de hipermercados con hileras de changuitos vacíos, compradores compulsivos y de los otros, los que economizan y van tres veces por día al mismo local porque creen que así están gastando menos, incluso hago desaparecer el sonido de las bocinas de aquellos autos metalizados que van por el carril contrario también con niños sentados derechos en los asientos de atrás, con sus mochilas colgadas esperando el horario exacto para entrar en las escuelas públicas o privadas que les hayan tocado en suerte. Aun en ese silencio que logro concentrar en mi cabeza, puedo todavía poner foco en las miniaturas que caminan o viajan, hago zoom en el futuro. Siento una honda pertenencia con ese momento de sus vidas porque puedo verme ahí, todavía ahí, siendo llevada de la mano o en andas hacia el porvenir sin decir ni mú. Dejando que los adultos hagan porque saben lo que hacen. Trato de respirar hondo pero es inútil, ya estoy hiperventilando. Empaño el vidrio que me permite ver, la ventana sociable de este colectivo de línea con cartel rojo. ¿Será entonces que tendré que bajarme y hacer todo el circo del desmayo en plena calle, en este barrio de provincia que apenas conozco? ¿Será que otra vez tendré que decirle a una desconocida que no soy un maleficio sino una persona que se siente mal por exceso de miedo? ¿Tendré que contarle que la sensación es de precipicio aunque jamás me haya subido tan alto como para generar esa metáfora y que confíen en mí?
Hace más de cinco años que al salir de mi casa tengo la sensación de que soy un punto perdido en el medio de la nada; entonces tengo que hacer un esfuerzo demencial para reconstituirme con imágenes que me devuelvan un presente ideal, o al menos, despreocupado. Acá estoy yo otra vez, hola, flameando como una bandera de colegio descuidado. Aquí yo, la que a los quince años arrancó de raíz el relajo y la diversión a cambio de tener la certeza de que no me pase nada malo. La quietud supone menos peligros excepto que haya un terremoto o un sismo. Cierro los puños para controlar la fuerza que tengo, verifico si me queda tiempo antes de que el corazón me haga desaparecer. Aquí estoy yo, si, yo, creyéndome en el medio de un desierto de arena gris que en realidad es una ciudad repleta de gente ansiosa y parlante. Blanca como un fantasma blanco en el cuarto asiento de los que viajan individuales. Tan limpia esta línea de colectivo, tan prudente el chofer en las frenadas, igual que un jingle el sol de la mañana en los jardines delanteros de las casas de zona norte. Justo en los asientos que viajan al revés, otra vez pongo la atención en los futuros. Por suerte siempre habrá esto que miro: una madre con cartera leyéndole a su hijo de menos de siete el Atlas del Universo.
Disculpen las llamadas nocturnas, el miedo perpetuo, es que a los doce, trece, catorce años fuimos una generación que empezó a dejar de crecer.
Dejo la vista quieta en las zapatillas de una chica que viaja parada y la respiración reaparece. Me seco las manos con el suéter de lana. Abro apenas la ventanilla y dejo que el viento haga lo que suele hacer. Mientras yo estaba en otra parte, el colectivo se vació. Estoy llegando tarde al trabajo y agilizo la caminata. Un grupo de turistas le saca fotos a un árbol de naranjas que está en pie desde la época de la Revolución.
No tendrá más de cuarenta años. Lleva una carretilla con cajas. Será repositor de algún comercio. Traerá productos con vencimiento impreso en el paquete. Es temprano en la mañana y se nota que se despertó hace poco. Está despeinado y yo también. El sol es caricatura en este momento del día. Es diciembre del 2018 y se cumplen catorce años de Cromañón. A partir de las cinco de la tarde habrá una misa reunión en el Obelisco, epicentro de la Ciudad de Buenos Aires. Irán los que quieran cantar, llorar, o abrazarse. Tantos otros no irán o se reunirán en sus casas, prenderán velas, volverán a encontrarse con viejos amigos. Y también están los que con el pecho cerrado no pronunciarán palabra. El chico me mira fijo y yo a él. Lleva puesta una remera de Callejeros. Se da cuenta de que me quedo mirando esa consigna. Cuando estoy a punto de cruzar la calle giro hacia atrás. Veo que se me queda mirando. No lo conozco. Alzo la mano y lo saludo. Él hace lo mismo.
CABALLOS SIN CORAZÓN
Una sala blanca con luces de tubo que parpadean porque se les adhieren bichos atontados. Es un viernes cerca de las once de la noche. Hay guardapolvos blancos y verdes, en algún que otro momento se ve la ráfaga de un ambo azul. No son solo especialistas de guardia, hay muchos más. Llegaron de barrios alejados porque debían estar acá. Algunos ya se estaban quedando dormidos y recibieron llamadas de urgencia que los sacaron de sus camas.
Ahí afuera, en el patio descubierto, un perro lobo aúlla como si se le fuera a salir la garganta. Se puede oír su lamento recostado al lado de un plato de arroz frío que alguien le dejó. Es un perro de nadie. El patio cubierto y el descubierto del hospital Ramos Mejía está plagado de gente que probablemente no esté respirando. Muchos llevan remeras con inscripciones de bandas de rocanrol. Algunas estampas son frases en relación al amor y a la supervivencia: «Inoxidable pasión, Luchando sin atajos los invisibles, Vivir solo cuesta vida, Todo pasa». Las remeras están mojadas y recubiertas de una pasta negra parecida a pomada para lustrar zapatos. Huelen a plástico, a polietileno, o a ferretería.
Los estetoscopios ondulan en el cuello de los especialistas como si hubiera viento pero no, se agitan como collares de extremo kilate mientras quienes los llevan corren de una punta a la otra entre el agite y la transpiración. Los camilleros descargan jóvenes que parecen embarrados, así como luciría un velocista que corrió su primera carrera y se deshidrató. Los cuerpos jóvenes no deberían inundar los hospitales, pero eso es lo que pasa esta noche de treinta y cinco grados de calor.
Médicas ponen máscaras de oxígeno y cánulas nasales sobre los rostros de unos quinceañeros, enfermeros toman pulsos en cuellos y mentones. Que todo parezca lo mismo, una y otra vez: un campo de batalla de caballos jovencitos que corrieron poco, recostados en el pasto a la luz de una luna pobre, de ciudad.
Si uno detiene el oído un instante, si uno logra despejar el sonido de las ambulancias, del perro lobo, del diálogo de los especialistas, de los canales de televisión; si uno realmente logra ese nivel de desprendimiento sonoro, se encuentra con que suenan varios teléfonos celulares. Primero uno, después otro, sin interrupción. Algunos ringtones se parecen entre sí, o quizás sea el mismo, los modelos de estos celulares no varían mucho sus funciones. Los Nokia 1600, los 1100 o los Motorola C200 están en sus bolsillos.
Nadie atiende esas llamadas.
En otro plano, esta misma noche, un cúmulo de familiares disca un código numérico una y otra vez para saber si su hijo, hija, amigo, amiga, está bien. De vez en cuando algún enfermero o camillero logra captar una llamada pero es inútil. No hay nada que decir. El cuerpo médico no puede nombrar. El sonido de los teléfonos en aumento es una especie de orquesta, una banda musical, un grupo de rock.
Camila Fabbri: Nació en 1989. Es escritora, dramaturga y actriz. Egresó de la carrera de Dramaturgia de la Escuela Municipal de Arte Dramático, dirigida por Mauricio Kartun. Escribió y dirigió las obras teatrales Brick, Mi primer Hiroshima, Condición de buenos nadadores y En lo alto para siempre (codirección con Eugenia Pérez Tomas) para el Teatro Cervantes. Colaboró en diversos medios gráficos, como la revista Los Inrockuptibles, el blog de Eterna Cadencia, y actualmente en Culto, suplemento del diario La Tercera (Chile). En 2015 fue nominada a los Premios Cóndor de Plata como actriz revelación por su actuación en la película Dos disparos, de Martín Rejtman. En diciembre de ese año publicó Los accidentes, su primer libro de relatos, reeditado por Emecé en 2017. Fue convocada para formar parte de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y la Feria Internacional del Libro de Oaxaca. Los accidentes fue editado en México y en Chile. El día que apagaron la luz es su primera novela.
Fuente: Infobae Cultura. Original aquí.