Xalapa, Veracruz, 10 de julio (MaremotoM).-
Qué decir cuando de poesía se trata, habiendo, sobre todo, una vacuidad de contenidos a fuerza de ganar la fama; profanación, diría yo, un afán de hacer del poeta un rockstar. En este contexto, aparece en mi escenario de lecturas la poesía de Silvia Eugenia Castillero con ese compromiso con las palabras y la lucidez del pensamiento de un poeta que sabe de la repercusión que tienen las letras en el lector.
En Atrios (2018) como En esa delgada separación (2019), la autora nos devuelve la actitud visionaria del poeta, hoy perdida o negada por otros. Visionaria en el sentido de revelación, de mostrar el mundo, no en el de la adivinación como se ha tergiversado, de aquí la rotunda negación y respuesta ante lo que pareciera ser el único compromiso de la poesía: el lenguaje. Sí y no porque para que el poeta pueda mostrar el mundo, como diría Rimbaud, “El infierno no puede atacar paganos” (1981, p. 33), debe descender a él y sólo desde ahí, comprometido con lo otro, es que puede hablar de ello.
En efecto. Ambos poemarios dan cuenta de esa madurez del poeta que sin miedo vuelve al mito, sin afán de romper con nada se instala en lo originario, sobre todo en Atrios, en donde el hablante lírico elabora un telar de relaciones antropológicas e históricas desde su centro del mundo: el atrio, espacio para que el sujeto lírico se interrogue y responda a sí mismo. El poeta recorre un boulevard, cuestionándose acerca de la eternidad y el futuro. Hace intervalos, avanza por caminos en espiral y a ratos nos recuerda a las preocupaciones de T. S. Eliot, a las figuras paradójicas de André Bretón, pero también al poeta solar, Octavio Paz.
En “¿El azar es infinito?” se habla de un tú, personaje, cuyo futuro lleva sus cenizas; “la vida vuelta tiempo”, uno que según Silvia Eugenia es “indiviso, impuntual” (p. 45). En todos los atrios “no hay sol ni los gallos cantan,/ detrás está Dios” (p. 11). Ante este escenario los personajes que acompañan al hablante lírico en el mapeo por la memoria que sólo advierte un futuro de cenizas, todos parecemos estar petrificados: “Pero conste, no hay futuro, sólo este momento” (p. 51), verso que encierra la idea del tiempo en “Líneas”.

Como Santa Teresa de Jesús, Silvia Eugenia asciende y desciende pese a la inmovilidad del tiempo perpetuado en la piedra y la ceniza hasta hallarse por fin con el templo, uno que linda con la imagen de “Ónix”, de José Juan Tablada. Castillero lo nombra “De ébano la noche cierra su tablero/ sombras oscilan dentro de un minuto que parece definitivo. Y no hay rastro de ti” (p. 61).
En tanto, Silvia, si bien da muestra del dominio intelectual de su pluma en Atrios, ésta la deja reposar para En esa delgada separación, poemario que le apuesta a recursos estilísticos más libres porque el tema lo demanda, entonces, retoma el fundamento de la poesía: el otro. En este caso, “ese otro” es el rostro de la migración. Este poemario narra y reconstruye desde varias voces y miradas la dimensión del tema. Los migrantes, los que se van; sus familiares, los que se quedan a esperarlos; los que nunca llegaron porque fueron asesinados y jamás recibieron sepultura, o peor aún, las mujeres arrebatadas de sus hogares con engaños o con la promesa de cruzar al otro lado y terminaron fichando en Tijuana.

Infancias interrumpidas, trata de blancas, paternidades mutiladas. Una inversión a nuestra fundación: ¿vamos de nuevo en busca de Aztlán? De una estirpe de guerreros y dioses, el hombre, el migrante, va degradándose, se mimetiza con el mal, se reduce a bestia o se ahoga en la nada, o acaso, como habría cantado el poeta “¡Es el infierno, la pena eterna!” (1981, p. 33). Así pues, Silvia se instala en él para iluminarlo y mostrar ese otro rostro que camina con nuestro tiempo y la realidad real a la que nos negamos ver por el afán de consumo y posesión. Esfuerzo que responde, justamente a una alienación de interés político que ejerce poder sobre nuestros conceptos de valor o estimación de las cosas, de las personas, del arte. Estamos inmersos en la ideología de producción y consumo que pisoteamos la integridad y el derecho a vivir dignamente del otro. Aunque no lo parezca esta cerrazón ha infectado a la poesía, de aquí la abundancia de materiales sin sentido ni compromiso. Por fortuna, están otros poetas, aquellos que cavan hondo, como es el caso de Silvia Eugenia Castillero.
Silvia hace arqueología de la migración en nuestro territorio, no sólo pone el dedo en la yaga, sino que hunde su pluma en el esqueleto para mostrarnos la historia de lo inhumano y la salvajez explícita o hipócrita cuando ignoramos el dolor del otro en el cruce de avenidas o en el cruce del tren, apresurando el paso o metiendo el cambio de velocidades del automóvil para no ver el rostro, la mirada del migrante que nos solicita ayuda. “Te quiero hablar de mis huesos fríos/ de cómo crucé hasta medio río Bravo” (2019, p. 21).
Por último, no es fortuita la estructura del poemario cuya similitud comparte con la del rezo del Santo Rosario, salvo que en este caso son siete apartados que se intitulan: Primeras moradas: viaje, Segundas moradas: peregrinaje, Terceras moradas: escondite, Cuartas moradas: esperanza, Quintas moradas: desengaño, Sextas moradas: lazos, Séptimas moradas: balbuceo, y un avasallante bien logrado “final”; el Epílogo, que redondea todo el periplo en los poemas. En esa delgada separación no sólo se cuestionan las definiciones tanto de la frontera en términos de lo territorial y sus imbricaciones como el que se ponga en duda nuestra condición humana e inhumana, lo sagrado y lo sacrílego, entre otros. En ambos poemarios Silvia clama a la función de la poesía y al compromiso del poeta: mostrarnos el mundo para establecer comunión con el otro.