Zacatecas, 1 de noviembre (MaremotoM).- Qué mejor momento que éste para desempolvar –si acaso lo hemos dejado recoger polvo– el libro de Jules Michelet: La Bruja. Desde su aparición a mediados del siglo XIX, se considera que La Bruja es un libro esencial para entender ese fenómeno, tan raro, que empieza con todas las prácticas y desde luego las creencias asociadas a la brujería y sigue, al poco tiempo, con los terribles procesos en contra de sus practicantes, algunos ciertos, muchos sólo supuestos. Michelet nos aclara infinidad de cosas, y la primera de ellas es por qué su libro no tiene un título neutral, que incluya a los brujos. El historiador francés explica que esto se debe al hecho evidente de que la brujería fue desde sus inicios, allá por el siglo XII, una cosa atribuida casi exclusivamente a las mujeres.
Este último hecho tiene un aspecto positivo y otro, desde luego, negativo. Positivo porque, si compartimos la opinión de Michelet, la Bruja aparece en la historia de Occidente como una mujer rebelde e incluso revolucionaria, una mujer poderosísima puesto que es dueña de conocimientos ancestrales y, por ello, es respetada no sólo por vasallos sino también por reyes, todos, a fin de cuentas, igualmente supersticiosos. Así, en una sociedad como la de la Baja Edad Media, la Bruja representa a esa mujer que rechaza su destino, que no se resigna a su condición de mujer, a permanecer por debajo de todos los varones. La Bruja prefiere la soledad, la libertad. Y de este modo pronto se vuelve en la enemiga a vencer, el chivo expiatorio también. He ahí el aspecto negativo de la brujería: el respeto se torna temor y éste en odio… No pasa mucho tiempo antes de que se enciendan las hogueras.

Otra de las cosas que Michelet nos ayuda a establecer es la diferencia entre la Bruja y la hechicera antigua. Contrario a lo que pudiéramos pensar, Circe y Medea no son brujas como las que aparecen, por ejemplo, al inicio de “Macbeth” o en las primeras escenas del “Fausto” de Goethe. Unas y otras comparten semejanzas, sí, toda vez que son mujeres dueñas de poderes sobre la naturaleza; sin embargo, la Bruja se distingue por el pacto con Satán, cosa a la que Circe y Medea por obvias razones no pudieron tener acceso. El Diablo mismo con el cual pacta la Bruja no es el del viejo “Génesis”, ni siquiera el que, con la autorización de Dios, atormentó a Job: ese Diablo es, igual que la Bruja, un producto del siglo XII, como bien lo confirman estudiosos recientes, en particular Robert Muchembled. Para decirlo de otro modo, la Bruja es un personaje exclusivo del cristianismo más supersticioso de fines de la Edad Media.
Después, con la Reforma y la Contrarreforma, cuando la Iglesia se resquebraja, viene la paranoia y la persecución, amén de la venganza, como tan extraordinariamente lo ha representado Arthur Miller en “The Crucible”, esa obra de teatro que recupera el infame caso de Salem, donde al parecer las supersticiones ya habían caducado, pero no así los rencores, donde confirmamos que en el fondo y desde el inicio, como el mismo Jules Michelet lo indica, la brujería sólo ha sido un pretexto para cobrar venganzas. Antes, sin embargo, de que la cacería de brujas llegara a su fin, antes de que para todos o para las personas clave fuera evidente su naturaleza absurda, antes de eso la imaginación propia de un pueblo hambriento y enfermo terminó de construir a la Bruja, atribuyéndole incontables facultades.
Y es por fin ese ser fantástico, imposible, el que ha evolucionado hasta nuestros días, despojándose de varios rasgos en el camino, adoptando unos nuevos, mezclándose incluso con otros seres, como los que debió de hallar entre los pueblos nativos de América y África. Persistente como el agua, maleable y penetrante también, ha encontrado espacio en sitios a los que ella misma, en su origen, no les hubiera dado crédito alguno. Es el caso del cine, donde podemos decir que justo ahora goza de buenísima salud, sobre todo si tenemos en cuenta que tan sólo el año pasado dos de las mejores películas la tuvieron por protagonista: Suspiria y Hereditary.
A propósito, mis favoritas pertenecen a producciones anteriores: Las Brujas (película basada en un relato de Roald Dahl), The Craft (con Fairuza Balk robándole el protagonismo a Robin Tunney), La tía Alejandra (una película del audaz Arturo Ripstein, que tiene el mérito de ser muy buena en tiempos de vacas flacas), El bebé de Rosemary (basada en la novela homónima de Ira Levin, esta película de Roman Polansky cuenta, gracias a la actriz Ruth Gordon, con una de las aliadas de Satán más efectivas), Las brujas de Eastwick (protagonizada por toda una constelación, esta película le hubiera gustado mucho a Jules Michelet, estoy seguro)… Pero por encima de todas mi bruja favorita es Madame Mim. Sí: la mujercita regordeta, chimuela, de ojos verdes y cabello lila que aparece en La espada en la piedra, como la rival del Mago Merlín.
¿Por qué Madame Mim? No sólo porque aparece en un relato medieval sino, más aún, porque es malvada y se divierte haciendo maldades, tanto que todavía hoy me da un poco de miedo. Aunque ahora, es cierto, la disfruto menos. Y todo por haber aprendido la terrible costumbre de leer entre líneas: desde entonces veo con claridad el mensaje del Disney de los años sesenta, la sugerencia de que Madame Mim, la mujer, ha hecho mal uso de la magia, mientras Merlín, el varón, usa la magia para el bien. Ella está loca. Él es sabio. Ella es tramposa. Él es justo. Para terminar pronto, ella es mala y él bueno… Qué manera tan medieval de juzgar a los brujos, ¿cierto? Supongo que yo, por ser partidario de Madame Mim, jamás podré ser considerado un caballero.