Y la imagen sonora transporta a la vez hacia una cinta de Moebius en la que todo vuelve a comenzar (al fin y al cabo, sólo alcanza con poner el disco en repeat) y hacia un futuro con más cosas para decir. Con más mundos para habitar.
Ciudad de México, 14 de marzo (MaremotoM).- Fito Páez contiene mundos. Algunos bellos, repletos de brillo, agitados, trepidantes. Otros inquietantemente áridos, faltos de luz, trabajosos. A veces resulta increíble que se trate de un mismo universo. Pero así se ha manifestado artísticamente este rosarino que acaba de cumplir 57 años y que puso las canciones en el walkman, el discman, el iPod y el celular. La conquista del espacio, su flamante disco, contiene varios de esos mundos, pero se queda más en los primeros y apenas hace alguna que otra pasadita por los segundos. Y con eso logra su mejor obra en años (de esos que agrupados forman décadas).
La canción que da nombre al disco arranca con la “Nashville Music Scoring Orchestra” metiendo al oyente en un cine, pero de la pantalla emerge un Fito Páez exultante y dispuesto a diversas conquistas, embarcado en un circo beat que lucha por mejorar su (el) mundo desde su rol de artista. Y aunque la canción dice mucho en su letra -en algún momento hasta en perjuicio de la melodía-, la inclusión de los invitados Juanes, Mateo Sujatovich (Conociendo Rusia), María Campos y Franco Saglietti transmite todavía más: el asunto es colectivo, no hay modo de hacerlo solos.
Abraham Laboriel Jr., el baterista de Paul McCartney, resulta esencial en “Resucitar”, una canción que transpira al beatle por todos los poros. Nada nuevo en Páez, salvo porque la influencia no abruma sino que potencia una profunda reflexión sobre cómo sobrellevar el dolor que uno le causó a otra persona. “Vos, el amor / y yo la prisión / vos ‘Nunca más’ / y yo me pego el pire en un avión”, canta el rosarino en una de tantas miradas a la libertad en las relaciones que contiene La conquista del espacio.
“Las cosas que me hacen bien” es, paradójicamente, de las cosas que le hacen mal al disco, una de esas bajadas de línea que son como exabruptos de adolescente enojado. “No tengo que olvidarme de todas las cosas que me hacen bien”, insiste Páez en el estribillo, pero se le nubla la vista y arremete; la música de la canción, llena de brasses incendiarios, sin dudas daba para más.
Y entonces llega la joya del disco: “La canción de las bestias”, con la voz alejada de cualquier mañerismo, se sostiene apenas en una guitarra acústica, hasta que las cuerdas irrumpen en el estribillo, y un theremin levanta los pies del piso mientras Fito Páez se convierte en una mezcla entre Bob Dylan y Atahualpa Yupanqui producidos por Flaming Lips. “No puedo evitar hacer el daño y después / mi corazón se rompe en mil pedazos / Mi alma es una casa donde vive el amor / y las más profundas fantasías del terror”, canta. Y aunque en un principio intenta dar una respuesta al cuestionamiento de cómo arreglar el mundo, después elude el pedestal y deja puntos suspensivos que inquieren más que un signo de interrogación.
A Lali Espósito no termina de quedarle cómoda “Gente en la calle”, una caminata porteña midtempo en la que Páez habla de la necesidad de afecto de quienes buscan comida en la basura. En cambio, Hernán “Mala Fama” Coronel y la guitarra de Ca7riel potencian “Ey, you!”, que muta del inicio cumbiero a un rock funky que hace mover la patita. Todo un logro, ya que la canción habla sobre el maltrato de los varones hacia las mujeres, con más picardía que prédica interesada de “aliade”.
“Nadie es de nadie” arranca con la historia de Andrea, que deja a un novio merquero al que vio besando a otra, pero cuando ve a su novia desnuda besando a otra arman “tremenda partuza”. Y todo para repetir la frase del título y sus implicancias en las relaciones, que Páez insiste en tomarse sin tremendismos. “Maelström” baja el bpm, cambia la perspectiva y se arroba en cuerdas made in Hollywood, pero se relaciona con su antecesora (y con “Resucitar”) en tanto el protagonista encuentra la felicidad al haber dejado atrás los momentos malos.

En plan más “Mariposa Teckinicolor”, el cierre con “Todo se olvida” insiste en el amor como remedio para “la tormenta perfecta“. “No busco la pureza en las cosas / siento que en el caos vive el corazón de la fiesta“, fuerza las palabras Fito Páez para encajar en la melodía, y después se va de viaje un rato por Rosario, que siempre procura tener cerca. “Yo agito delirios, conquisto planetas, tengo la rabia intacta y sigo cantando abrazado a la música”, se planta antes de mencionar lo efímero de las cosas.
Después de poco más de 36 minutos y nueve canciones, el álbum se va mientras de fondo suena la orquesta tocando “La conquista del espacio” y Páez tipia palabras en una vieja máquina de escribir como la de la tapa. Y la imagen sonora transporta a la vez hacia una cinta de Moebius en la que todo vuelve a comenzar (al fin y al cabo, sólo alcanza con poner el disco en repeat) y hacia un futuro con más cosas para decir. Con más mundos para habitar.
¿Cuánto les pagan a los críticos para ser chupamedias de un disco asqueroso bajo todo punto de vista?.