Mexicali, 7 de mayo (MaremotoM).- Juegos de niños que son todo menos inocentes. Una embarazada convertida en actriz porno. Un niño que no tolera el retraso mental de su hermano. Un grupo de mujeres que huyen tras cometer un crimen al que se vieron forzadas. El despertar sexual de una niña. El interés sexual de un hombre por los niños. Una gorda barroca y solitaria rodeada de comida cuya única compañía es un grupo de gatos silenciosos y que no se ha devorado sola porque no ha encontrado la manera. Embarazadas sin desearlo, padres que abandonan, madres ausentes.
Vicios, aficiones, aflicciones. Elma Correa aborda la sordidez con una prosa tan elegante como rigurosa. Sin caer en la tentación del morbo, desenmascara las pulsiones oscuras y primarias con las que todo lector eventualmente se identifica a pesar de que la situación misma del texto le sea ajena: tal vez no seamos la niña de la escuela, pero hemos conocido el rechazo. Tal vez no seamos la gorda abandonada, pero hemos conocido la soledad. Tal vez no seamos la amiga ignorada, pero nos ha corroído la envidia.
Leer los cuentos de Elma es como desplumar un pollito. Aquello que empieza siendo terso al tacto, cuyas plumas adornan un cuerpecito ingenuo, termina por llenarnos las manos de sangre, vísceras y entrañas. Desde ese fondo surgen los personajes de Que parezca un accidente (NitroPress), llenos de contradicciones, dolores y terrores. Desde ese fondo emergen las circunstancias en las que se encuentran, rodeados de miseria aunque vivan en la opulencia. Desde ese fondo, Elma Correa devela un entorno que aspira a la quietud, al deber ser, a la monotonía y la hipocresía en el que todos, eventualmente, nos vemos inmersos.

Decía Hemingway que el cuento es como un iceberg: conocemos la punta pero lo más importante subyace a la superficie. Cada cuento de Que parezca un accidente es justamente eso: un vistazo breve a un grupo de personajes que se enfrentan a un conflicto nimio en apariencia pero que nos obliga a rascar hasta llegar a la raíz de aquello que a las buenas conciencias les gustaría no encontrar nunca. Eso es lo que Elma trae a la mesa oculto en charola de plata y cubierto con una refinada tapa durante toda la narración hasta que, con la delicadeza de mesero francés, la retira sin que podamos rehuir el aroma de la podredumbre servida frente a nuestras narices en vajilla de porcelana.
El día de hoy, sé que ella, Elma, estará a disgusto con la mayoría de las fotos que le tomen. Probablemente le hubiera gustado quitar más de una línea de lo que yo diga, modificar una coma, cambiar una palabra. Veo grandes posibilidades de que saliendo de aquí nos riamos de lo que acabo de leer, porque reconozco en ella a una viciosa de la risa y el humor. También puede ser (me atrevo a decir) que ella salga de aquí pensando en lo que debió o no haber dicho, en cómo, en lo que haría diferente si pudiera editar todo lo ocurrido en esta presentación.
Así es Elma: tiene alma de editora para la vida en general y observa cada minucia con la cautela de quien quiere apoderarse de ella. Es una cazadora innata: ahí donde uno ve detalles, ella encuentra universos. Eso es parte de su narrativa, el punto neurálgico de su estilo: es mordaz, preciso y extraordinariamente cuidado sin ser pretencioso. Es limpio y claro, aunque franco y brutal a la vez.
Como mafioso de la vieja escuela, Elma Correa es capaz de darle al lector el tiro de gracia (sin ensuciarse las manos, eso sí) pero hacer que parezca un accidente.