A veces pienso en el ser poeta como un carácter. Una unidad que imprime su huella y en cada espacio en que la imprime cambia su significado, carga los anteriores pero se modifica en cada situación. No creo que sea lo mismo ser un poeta que ser un escritor.
Ciudad de México, 23 de septiembre (MaremotoM).- Me gustaría decir que Antonio Calera es mi amigo. Lo conozco, lo quiero, reconozco sus rasgos, la fuerza de su garra y el volumen de sus almohadillas que van dejando empañadas las losetas con su huella. Un hombre que recorre suavemente la pasarela cuando un bien de muchos se asoma al final del pasillo. Aunque hacer el bien también sea ocupar el bien, lo hace. Se ocupa el bien. Se necesita la intensión. He leído a Calera dentro y fuera de las letras. Gestor, columnista, ensayista, narrador, poeta. Sus gestos, su risa, su gusto, su pose. Todo junto delinea una personalidad única: es el padre de muchos amigos míos.
Me gustaría decir que Antonio Calera es mi amigo, sin embargo, no sé si puedo usar esa palabra. Calera es mi colega. Uno al que admiro. Lo conozco a través de su obra. Desde aquella noche hace casi diez años en una esquina de la calle Regina, cuando yo no llevaba un clavo en el bolsillo y se me ofreció la cortesía de unos mezcales. Yo celebraba que por fin había encontrado a otros poetas en mi mundo. No recuerdo exactamente qué celebraban en la hostería aquella noche.
Es decir, a este hombre lo conozco por su deliberación para mostrarse al mundo. Darse a conocer es una manera de aprender el mundo. Ser del mundo para ser el mundo. Parte reconocida del organismo en su caótico perpetuo re-acomodo. Es un coleccionista de él mismo pues se reparte cada vez que algo en el horizonte cambia de lugar. Un coleccionista de devociones, también. Colecciona las demostraciones de su pulso. Para ser hay que editar, dice Antonio en los poemas de Sed Jaguar. Y esa frase me provoca pensar que de alguna manera me parezco a él. Dedicados a significarnos y constituirnos, somos conatos de rebeldía. Más prefiero ese ímpetu a dejar el rostro a merced de las piedras que por azar o tragedia se nos encajan durante la inevitable caída.
A veces pienso en el ser poeta como un carácter. Una unidad que imprime su huella y en cada espacio en que la imprime cambia su significado, carga los anteriores pero se modifica en cada situación. No creo que sea lo mismo ser un poeta que ser un escritor. Se puede ser ambas, pero no todos los escritores son poetas. Antonio es un poeta. Uno que aprendió que la poesía está en las calles, en la mesa, en la cultura, en la comunidad.

Es obvio que Sed Jaguar es un libro de reclamos, a las partes y el todo. Al propio ser y al ser conjunto. Al libro lo recorre una segunda persona que se refiere a los otros pero también a quien escribe. Habla quien sabe de sí y quien no podrá nunca separarse del resto.
Porque hay días certeros y hay neblina durante semanas los textos son un faro en la orilla. Son materia de consulta. Una costa para el retorno, una playa para chocar una y otra vez: ser marea. Un poeta se aferra a cierta calma y con la misma fuerza que encalla, después se agita. Es hijo de sí mismo como todo hecho de la naturaleza. Pero se aferra a estudiar una naturaleza que no manifiesta ningún orden concreto, sino que más bien nos refiere al espíritu. Aquí hay un hombre que se entona, no en una alabanza, como hermano de sí y a la vez mayor que sí.
Él colecciona las palabras como si fueran rostros, o escenas o corrientes o géneros entre la multitud a través del tiempo. Le gustan y encuentra la manera de portarlas. Las rimas las encaja como palillos sobre un delicioso festín visual, previo al festín principal que es usar el cuerpo para leer las rimas y posesionarse del personaje que escribe.
Para mí el festín de un poeta es darle oportunidad al discurso de parecerse brevemente a la realidad. La verdad: hablar como uno para uno. Luego viene el ser descubierto.
En otras palabras, Calera acumula los versos para que sean prosas. Se deja ir hacia un rumiar que no reza por el futuro o sino que busca comprender la ilusión que está muriendo, el futuro del ayer. Como un “rótulo que dice rótulo”, estas prosas no son una obviedad sino un ejercicio de la dignidad, una promoción del ser. Y aunque muchos se dedican a medir el volumen de los egos, en los asuntos de la identidad es tan absurdo espetar una sentencia como decir que hay un final del tiempo.
En las páginas de Sed Jaguar, hay muchos fantasmas: la Poesía-cometa-valle de México o lo que viene a ser lo mismo “el bello deseo de amarnos en calma”. El deseo, la presencia de lo que no está. Los fantasmas, mejor decir. Entonaciones para salvar lo que ya está perdido. Lo que continúa perdiéndose mientras ya está perdido. Se pierde primero en las calles y luego se vuelve a perder en nuestra bóveda cuando tomamos conciencia de que ya no está….“no se deja, no se cuaja, no se deja de acabar”.
Algo que disfruto de la escritura de Antonio es que leo a muchas generaciones en sus palabras. Es un señor joven, más percibo que ama lo viejo, aunque critica ambas temporadas.
Mi amigo Óscar de Pablo, me enseñó por aquellos años en que conocí La Bota, que un texto no es poesía a menos que contenga disidencia, que de lo contrario es simplemente un ejercicio de retórica. Como dice Calera, “en este estado de dogma en que nos encontramos”, dictado por el Heróico Gobierno Transaccional, o sea la tendencia, cuando el Gran Arte Contemporáneo se ha servido de lo poético para maquilar discursos huecos, chapeadas baratijas, me parece que la poesía ha vuelto sus pasos muy adrede hacia un lirismo violento, desbordado. Cantos de guerra que dicen: no me vengas a cortar las flores del jardín para ponerles precio tras la vitrina, voy a sembrar más flores que nunca en mi jardín para que valgan nada en tu negocio. Creo que Calera lo sabe, como lo sabemos muchos de los poetas de la Ciudad de México que por suerte o por inercia o por amor nos hemos reunido a conversar sobre la poesía.
Y en ese entendido, hablando de lo mercantil y del arte, celebro también el trabajo de Demián Flores, que acidula el anacronismo de Calera, el mestizaje del Valle de México, la identidad-collage de los que vivimos a pie. Admiro esa capacidad para ensamblar columnas —ejes—, unas sobre otras, en un proyecto artístico, “producir la obra” sin que deje de ser obra. Gracias a la presencia de Flores, el libro alza sus techos mucho más alto. En mis ojos Antonio sí logra lo que se pide repetir: “saber ver para saber estar y, por ello, saber hacer. Que no es otra cosa que saber decir, de algún modo, en cualquier momento y en cualquier lugar”.