Una de las grandes obras maestras del siglo XX. Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, relata las últimas horas de un hombre en su descenso moral y físico hacia las profundidades del fracaso y la muerte.
Ciudad de México, 20 de agosto (MaremotoM).- La editorial Penguin Random House ha vuelto a reeditar Bajo el volcán, del autor inglés Malcolm Lowry. Una obra “mexicana por adopción”, según dice el editor Andrés Ramírez.
Muerto muy joven, a los 48 años, esta es la etapa del Infierno de Lowry, quien quería hacer una especie de Divina Comedia, de Dante Alighieri. Cuando falleció tenía el purgatorio escrito por la mitad.
Probablemente esta sea la mejor novela de Malcolm Lowry, algo a lo que Ramírez tiene la voluntad de opinar: “Si vienes y haces una novela perfecta, ¿para qué quieres otra?”.

Él, hijo además de José Agustín, tiene una característica muy atenta a tratar con los autores y le ha pedido a Julián Herbert que haga el prólogo. El creador de Canción de tumba dice que “para la mayoría de quienes vivimos aquí, se trata de una recurrente pesadilla lúcida”.
-¿Por qué editar Bajo el volcán, de Malcom Lowry?
–Bueno, sobran razones. Es una obra capital de la literatura inglesa y universal. Es mexicana por adopción. Por su cercanía con nuestro país, por la devoción con qué está escrita al pisar este suelo. Por su prosa tan hermosa, por muchas razones que el lector deberá descubrir.
–Julián Herbert dice que el México de Bajo el volcán es como un infierno…
–Sí y eso es lo que el autor quiere retratar. En el libro de esta edición que pretende ser un homenaje, viene en el epílogo la carta que escribe Lowry en 1946 a Jonathan Keppel, el editor. Ahí Malcolm Lowry hace una disertación sobre su novela y explica que quiere hacer una trilogía. Que está siguiendo el patrón de La Divina Comedia. Esta es la parte del infierno y luego escribiría el purgatorio, una obra que dejó inconclusa.
–Un infierno bajo el alcohol, ¿verdad?
–Sí, creo que es una de las obras que retrata con mayor sinceridad y empatía el mundo del alcohol. De eso trata esta historia y de una historia de amor malhabida. Ivonne regresa a buscar al cónsul, pero este, a pesar de que la ama, no puede ya enderezarse. El cónsul empieza a contar su vida de borracho y cuenta que empezó a tomar desde muy joven.

–¿Cómo está México en relación al libro?
–Es una novela atemporal. Sin duda lo hacen con mucho conocimiento de ese México y con mucho cariño y amor también. Creo que la vigencia está en lo que logra captar la poesía del pueblo mexicano, que va a haciendo un paralelo con el infierno que vive el cónsul.
–Hay novelas mexicanas que como la de Daniel Sada marcan la esencia de México, ¿qué dirías hoy de Bajo el volcán?
–Es una novela muy vigente. Pienso que ha habido muchos autores, como el propio Bolaño, que se han logrado meter en lo más profundo de la realidad mexicana. Este libro se trata de eso, de indagar en esa identidad. Malcom Lowry me parece un autor fascinante. La biografía de Day marca que aparentemente tiene un solo libro maestro y que es Bajo el volcán. Es el caso de un autor que acaba de dedicarse a una sola obra. Todo su impulso vital estuvo centrado en este libro y eso me parece sumamente loable. Él tiene una sola obra perfecta, no le quitaría una sola coma a este libro y esto es sumamente encomiable.
PRÓLOGO
Tres ideas para volver a Bajo el volcán
En septiembre de 1968, en una entrevista concedida a María Josefina Tejeda para El Nacional, de Caracas, José Revueltas hizo una declaración fervorosa e inequívoca: “Todavía no hemos llegado al nivel de la gran novela norteamericana o europea. ¿Qué gran novela mexicana hay comparable a Bajo el volcán, de Malcolm Lowry? Yo sería el más ferviente admirador y subordinado de un Malcolm Lowry mexicano”. La opinión me interesa por la evidente confluencia existencial entre ambos autores, en particular su periplo a través de la luz negra del alcohol —un milagro envenenado al que no soy ajeno. Pero también por lo que atañe al Realismo Dialéctico, esa “literatura del lado moridor” acerca de la cual Revueltas teorizó larga y confusamente, y en cuyas márgenes México aparece —entre otras muchas y agudas observaciones que vinculan lo político a lo sagrado— como símbolo de una experiencia espiritual llamada Infierno.
La primera edición en español de Bajo el volcán —en la misma traducción que el lector tiene ahora en sus manos— apareció en 1964. Ignoro si Revueltas conoció la obra de Lowry antes de esa fecha, pero lo dudo. De ahí que me parezca relevante traer a colación el prólogo a la reedición de 1961 de Los muros de agua, donde el mexicano establece lowryanamente que
La realidad […] debe ser ordenada, discriminada, armonizada dentro de una composición sometida a determinados requisitos. Pero estos requisitos tampoco son arbitrarios; existen fuera de nosotros; son, digámoslo así, el modo que tiene la realidad de dejarse que la seleccionemos.
[…] La realidad tiene un movimiento interno propio, que no es ese torbellino que se nos muestra en su apariencia inmediata, donde todo parece tirar en mil direcciones a la vez. Tenemos entonces que saber cuál es la dirección fundamental, a qué punto se dirige […]. Dicho movimiento interno de la realidad tiene su modo, tiene su método, para decirlo con la palabra exacta (su “lado moridor”, como dice el pueblo.) Este lado moridor de la realidad, en el que se la aprehende, en el que se la somete, no es otro que su lado dialéctico: donde la realidad obedece a un devenir sujeto a leyes, en que los elementos contrarios se interpenetran y la acumulación cuantitativa se transforma cualitativamente.
Para Revueltas, como para el cónsul Geoffrey Firmin, el lado moridor que organiza la realidad y le confiere dimensión estética está investido de símbolos judeocristianos y de la tensa relación de estos con el caos primitivo; con la violencia y autodestrucción preternaturales. Si José —en El luto humano o en las primeras páginas de Los días terrenales— borda tal tesitura al amparo de metáforas bíblicas, para Malcolm serán la Divina Comedia y el Fausto, de Marlowe la doble matriz simbólica de donde emerjan las imágenes siniestras que son leitmotiv de Bajo el volcán. La vida trágica —no existe otra— está determinada —parece decirnos Lowry— por un movimiento circular que nos devuelve una y otra vez no sólo a los mismos lugares —Parián, Oaxaca, Quauhnáhuac—, sino sobre todo a las mismas representaciones plásticas de lo insondable: un perro callejero, un caballo herrado con el número siete, un indígena sombrerudo y moribundo, dos volcanes enamorados, una botella de tequila oculta entre las flores del jardín del Edén… “Veo que la tierra anda”, dice el Cónsul en el ápice de uno de los pasajes más hermosos y tétricos de la historia de la literatura, “estoy esperando a que pase mi casa por aquí para meterme en ella”. Y el chiste, expuesto desde el estado de fiebre perfecta que insufla el aguardiente en las almas, logra sonar a condena.
Desde su recepción temprana, Bajo el volcán fue censurada por el crítico R. W. Flint debido a su second-handedness: su recurrencia a materia estética proveniente de otras obras clásicas de la literatura occidental. El juicio no sólo me resulta severo, sino ante todo envejecido: en una cultura como la hipermoderna, tan afecta al refill y la parodia, la dialéctica operativa del realismo simbólico de Lowry rivaliza con otros experimentos contemporáneos, excediéndolos en extrañeza y densidad por su tratamiento crudo, casi sin vocación interpretativa, de lo que me atrevería a llamar exotismo hardcore si no lo considerase un retrato fidedigno de México. Tal vez sea este peculiar ejercicio de palimpsesto sublime y aun solemne lo que hace tan auténtica la pátina de mexicanidad (entendida ésta como metonimia cultural y paradigma infernal, no en un sentido nacionalista) implementada por Lowry. A diferencia del de D. H. Lawrence, que confunde a los aztecas con una mascarada veneciana; o el de Graham Greene, cuyo catolicismo no logra diferenciar una política oficial de una idiosincrasia; o el de William Burroughs, quien nunca pretendió ser algo más que un turista despistado y punk-avant-la-lettre, el México que Malcolm Lowry consigue dibujar es verdadero no en un sentido histórico sino poético; porque su sentimiento de la realidad cotidiana está a la altura del mito y el misterio. Un botón: ¿qué superficie narrativa esbozaría con mayor profundidad este país que un veloz tratamiento del perpetuo temor a ser asesinados y/o desaparecidos por un policía corrupto?… Para la mayoría de quienes vivimos aquí, se trata de una recurrente pesadilla lúcida.
Existe por último una sincronía de la imaginación epistolar que me impele a evocar a Revueltas y Malcolm Lowry como colegas marineros en las procelosas aguas de lo que el primero de ellos bautizó como Realismo Dialéctico. En el prólogo de 1961 a Los muros de agua (escrito veinte años después de la publicación original de la obra, pero que por artes de la autoficción retroactiva se lee hoy como la primera pieza cronológica en el corpus de su autor) aparece consignada una carta que José envió a María Teresa, su mujer, desde un leprosario en Guadalajara en 1955. El texto —uno de los pasajes más rebozantes de pathos de la literatura mexicana— crea un efecto de metaficción que permite a Revueltas corregir su propia obra sin introducir en ella ningún cambio directo, amén de sentar las bases teóricas de su visión narrativa, del horror diferido que genera la realidad cuando es transformada en realismo por un punto de vista. Paralelamente, en el primer capítulo de Bajo el volcán, Jacques Laruelle encuentra dentro del libro de teatro elizabethiano que le prestó hace más de un año el Cónsul (y que ya nunca podrá ser devuelto a su dueño) una carta que Geoffrey escribió (pero jamás envió) a Yvonne antes de los sucesos narrados en la novela (el primer capítulo de Bajo el volcán sucede el Día de Muertos de 1939; los once restantes, el Día de Muertos de 1938). Cima de una desesperación demasiado articulada como para ser soportable, la carta del Cónsul prefigura el regreso de Yvonne a Quauhnáhuac, la caída definitiva del protagonista derrotado por la nitidez de sus delirios, y el dolor colectivo de las traiciones íntimas apenas entredichas que involucran a Hugh, el medio hermano de Geoffrey, y al propio Laruelle. La misiva narra también un viaje a Oaxaca que se cuenta entre los pasajes más soberbios de la prosa de Lowry, y que culmina con esta cita ya clásica: “Y así, a veces me veo como un gran explorador que ha descubierto algún país extraordinario del que jamás podrá regresar para darlo a conocer al mundo: porque el nombre de esta tierra es el infierno”. El tono del ficticio Firmin no difiere demasiado de lo que escribió el histórico Revueltas en su propia carta acerca de la manera en que los infantes del leprosario tapatío que visitó en 1955 se entretienen: “Los niños, para jugar, se ponen esas horribles máscaras de hule que, ahora me doy cuenta, no son sino de leprosos. ¿Dónde se puede ver que esto sea un juego y una diversión? Sólo entre nosotros. Somos un país increíble. De demonios”.
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Mi oficio me deparó dos sabios maestros, los mejores que un escritor de mi generación podía tener: David Huerta y Rafael Ramírez Heredia. Del primero aprendí lo que es la dicción en un poema. El segundo me enseñó prácticamente todo lo que sé acerca del punto de vista narrativo. En el caso del Rayo, un matraz de sus lecciones era Bajo el volcán.
Observaba Rafael que la novela de Lowry arranca fuera de centro al menos en sus tres párrafos iniciales: aunque el primer capítulo está todo narrado en una tercera persona encarnada en M. Laruelle, esto sólo es evidente a partir de la puesta en situación en el Casino de la Selva, junto al doctor Vigil. Los primeros pasajes —la descripción de la Sierra Madre, los volcanes y el trazo urbano— son proferidos por una voz en off omnisciente, un poco a la manera de las novelas del siglo XIX.
(A mí este inicio, con su mood plano secuencia que va de un wide shot a un médium close-up, siempre me ha recordado las primeras páginas de Rojo y negro de Stendhal, otra de mis novelas favoritas.)
¿Por qué eligió Malcolm Lowry entrar así en materia? La respuesta sencilla —es la que daba Rafael— es que esos párrafos son tan grandiosos y su eficacia narrativa es tanta que bien valen una diminuta traición a la técnica. Sin embargo, no es ésta la única ocasión en la que Lowry rompe la lógica interna de sus voces encarnadas: en el mismo primer capítulo hay un fugaz e innecesario desliz cognitivo de Laruelle a Hugh, y no son infrecuentes las ocasiones en que los capítulos atribuidos a la mente de Yvonne son intervenidos por pensamientos de Hugh o del Cónsul. ¿Estoy siendo demasiado quisquilloso? Tal vez, pero es porque deseo llegar a un punto fundamental. Para lograrlo, me valdré de una digresión.
Hace unos veinticinco años, en Guanajuato, Tomás Segovia era importunado en una conferencia por cierto profesor. El académico se quejaba de haber encontrado algún verso de diez o doce sílabas en la Égloga Tercera de Garcilaso. Con amorosa paciencia, Tomás le respondió algo como esto: “Sólo caben dos opciones. La primera, no muy rara, sería que nuestra época cuente las sílabas del español de una manera diferente a la del toledano. La otra posibilidad, ésta sí asombrosa, sería que Garcilaso se haya equivocado un par de veces porque era capaz de contar octavas reales del natural, a primer golpe de oreja”.
No creo que la técnica narrativa de Lowry sea perfectamente natural —no podría serlo: es una práctica diegética heredera de indagaciones cognitivas propias del siglo XX. Pero estoy convencido, sin embargo, de que su habilidad para interiorizar estas técnicas es más intuitiva y menos intelectual que la de la mayoría de los grandes narradores anglosajones de su período. Narrar en tercera persona encarnada utilizando alternativamente como escenario interior la conciencia de al menos cuatro personajes (Laruelle, Yvonne, el Cónsul y Hugh) no es nada fácil, y menos aún si dichas interioridades deben equilibrar su coherencia cognitiva individual y la multiplicidad de sus evocaciones sociales-históricas con un telón de fondo simbólico construido a partes iguales por palimpsestos de pasajes centrales de la literatura clásica occidental y por una suerte de alegoría plástica enmarcada por los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl. No es gratuito que la confección de Bajo el volcán haya tomado una década de la vida y gran parte de la cordura de Malcolm Lowry. Y aunque quizá su técnica de encarnación del punto de vista no tenga siempre la elegancia de —pongo por caso— William Faulkner o Virginia …
Buenas tardes. Yo me pregunto, verdaderamente intrigada e igual de molesta, ¿cómo es posible que no se hable en la nota de RAÚL ORTÍZ Y ORTÍZ, a quien le debemos la versión en español de esta obra? ¿Fue el entrevistado a quien no se le ocurrió mencionarlo o fue la periodista?