Salvador Allende

Yo no conocí a Salvador Allende

Y eso que mi papá es argentino. O tal vez sea precisamente por eso: mis padres eran extranjeros en esta tierra y trabajaban en la Universidad Técnica del Estado, la combativa UTE, que luego sería la deslustrada USACH y que demoraría varios años en recuperar el aliento del origen.

Ciudad de México, 12 de septiembre (MaremotoM).- Yo no conocí a Allende. Dice mi mamá que lo conocí, que ella me llevó sobre sus hombros a más de una concentración donde Allende habló. Pero yo no me acuerdo.

Con el tiempo, sin embargo, fui haciéndome una imagen muy precisa y delineada sobre el personaje. Que le dijeran el Chicho ya lo hacía buena tela. El Chicho, como quien dice el Pepe, el Flaco, el Tito. Mi papá hablaba con infinito respeto del Chicho. Decía “Chicho” con una entonación suave, como si afinara un koto japonés, se me ocurre.

Y eso que mi papá es argentino. O tal vez sea precisamente por eso: mis padres eran extranjeros en esta tierra y trabajaban en la Universidad Técnica del Estado, la combativa UTE, que luego sería la deslustrada USACH y que demoraría varios años en recuperar el aliento del origen.

Y mientras allá, allende la cordillera, todo se pudría en una seguidilla de dictaduras militares de las que mis padres se habían salvado, acá, Allende la cordillera, todo florecía en el jardín del socialismo a la chilena que parecía más que un puro sueño.

Cierto que algo olía mal por debajo, pero ese era un mensaje que nadie aún podía descifrar.

Yo escuchaba las conversaciones apasionadas en la mesa, palabras con énfasis nada más, y “La batea” o “Las casitas del barrio alto” sonando atrás, en los discos de Quilapayún y de Víctor Jara que después fueron sepultados quizás dónde y los bailes en la mitad del living y el relajo en la cara de esos tipos que eran mis padres y sus amigos que llegaban en citroneta.

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El Chicho estaba ahí, en el aire, y la gente andaba jaranera. Aunque ésa puede ser una distorsión de la memoria de la memoria de los otros, que es la que hoy reconstruye la historia. Más que relajo, pienso ahora, esas caras eran la expresión de una vida cotidiana sin miedo.

La mejor parte del documental “Salvador Allende”, que hace unos años estrenó Patricio Guzmán, para mí es la escena donde un hombre dice algo así como que el presidente tenía enamorado al pueblo, que la Unidad Popular era una sociedad en estado amoroso. Suena rico.

Mi madre decía que era rico. Mis padres no tenían pitutos ni amigos del GAP y les costaba de repente conseguir las cosas, pero estaban ilusionados y no querían ni mirar hacia el otro lado de la cordillera. Estaban en la república socialista del Chicho y eso bastaba. Por debajo las cosas olían mal, es cierto, y el final estaba a la vuelta de la esquina.

Yo no conocí a Allende ni viví el Golpe de Estado en primera persona, pero tengo algunas imágenes de esos años en mi cabeza. Una que siempre vuelve: es diciembre de 1973 y vamos de viaje con mis padres y mi hermana, en la citroneta, hacia Buenos Aires. Vamos a ver a mis abuelos. Un par de uniformados nos pide los documentos. Estamos en la frontera. Junto a los hombres hay un perro, un pastor alemán que muestra unos colmillos filudos, radiantes. Los uniformados nos hacen bajar del auto y rastrean y rastrean sin encontrar lo que buscan: no les queda otra que dejarnos ir.

Partimos, mi padre mira hacia adelante como si pudiera atravesar la cordillera con los ojos. Yo miro hacia atrás: el pastor alemán sigue exhibiendo sus encías rojizas hasta que se funde con los uniformados y el resto del paisaje.

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