Lo cierto es que ante la imposibilidad de viajar a Madrid, Guillermo Arriaga, flamante Premio Alfaguara, decidió presentar su libro por twitter. Fue una idea fruto de la circunstancia, pero el autor de Salvaje y la recientemente premiada Salvar el fuego, lo hizo bastante bien.
Ciudad de México, 19 de marzo (MaremotoM).- “Años de decirle a los niños que paren de estar todos los días metidos en la tecnología para que sean ellos los que te digan: Papá, deja de mirar todo el día el computador”. Así describe el escritor chileno Rafael Gumucio estos días tremendos.
Lo cierto es que ante la imposibilidad de viajar a Madrid, Guillermo Arriaga, flamante Premio Alfaguara, decidió presentar su libro por twitter. Fue una idea fruto de la circunstancia, pero el autor de Salvaje y la recientemente premiada Salvar el fuego, lo hizo bastante bien.
La novela se lleva a cabo en Coahuila y en su colonia, donde creció, la Unidad Modelo, en la alcaldía de Iztapalapa. “Yo estoy muy orgulloso de haber crecido en la Unidad Modelo, no puedo decir que vayan a visitar mi casa, porque ya no vivo allí, pero cuando puedan dense una vuelta, ahí crecí, esta novela tiene parte de mi vida, de los personajes y sus reflexiones que escuché cuando era chico”, dijo.

“Yo me divierto mucho, quisiera quitar algunos clichés que me parecen espantosos. No sufro escribiendo, esos escritores que exorcizan sus demonios me parece un lugar común. Soy bastante optimista, soy lo menos oscuro del planeta, es más, cuento chistes muy malos”, agregó.
Cuando empezó la novela no tenía idea de cómo acabarla. El título fue una idea de las editoras de Alfaguara. La frase pertenece a Jean Cocteau. Hay un dicho que aparece en la novela: Ya que nuestra casa está en llamas, calentémonos con el fuego. “Lo que me divierte de escribir es que lo hago como lector. No sé cómo va a terminar y descubro cosas que no pensé que al principio existían”, dice Guillermo Arriaga, guionista y director de cine.
Ahora escribe cuando puede, escribe en aviones, en trenes, en hoteles, en banquetas, en la sala de espera de los aeropuertos. No descansa nunca. “Aunque sea escribo un par de horas. Por lo general escribo aproximadamente 10 horas y eso me ha hecho subir mucho de peso. Ya haré ejercicio y dietas y me pondré en forma”, expresó.
Tiene gran admiración por Luis Martínez Guzmán y por Juan Rulfo. Reconoce influencias de Ernest Hemingway y Pío Baroja, de Gabriel García Márquez, de Mario Vargas Llosa y de Álvaro Mutis, además de una gran admiración por el cubano Pedro Juan Gutiérrez, cuyo nombre se lo ha dado a un personaje del Salvaje, para honrarlo. Mencionó a las grandes escritoras que tiene México, nombrando a Guadalupe Nettel, Fernanda Melchor, Brenda Lozano, Cristina Rivera.
“He tratado de que mis novelas cuenten historias. Juan Rulfo decía, cuenten, no canten. Yo aquí cuento. Hago el esfuerzo lo mejor posible para hacer un trabajo profesional y lo que le llamó la atención al jurado es como desde distintos puntos de vista se va creando una historia. Habla de racismo. Para empezar la mayoría de nosotros tenemos sangre indígena y tenemos que estar orgulloso de nuestro pasado”, expresó Arriaga.
“En esta novela también he defendido el amor, porque es una novela de amor. El amor es una de las emociones más potentes y subversivas. Es un sentimiento poderoso. No me refiero sólo al amor de pareja, sino a todo tipo de amor. El amor es lo único que permite la cohesión de la sociedad”, agregó.
“Soy ateo, muy respetuoso de las demás religiones. Tan respetuoso soy que hay una película que se llama Hablar con dioses, todavía no se ha podido estrenar. Convoqué a ocho directores para que hablaran de su propia religión. Emir Kusturica, Álex de la Iglesia, Héctor Babenco (qepd), algunos de los que llamé. La música las hizo Peter Gabriel”, agrega.

CÓMO ES SALVAR EL FUEGO
La sinopsis cuenta que Salvar el fuego es una historia que explora la capacidad de los seres humanos para cruzar las fronteras de la locura, el deseo y la venganza.
Marina es una coreógrafa, casada, con tres hijos y una vida convencional. José Cuauhtémoc proviene de los extremos de la sociedad, es un homicida condenado a cincuenta años de cárcel, un león detrás del cristal, siempre amenazante y listo para atacar. Entre ambos se desarrolla una relación improbable. Poco a poco, ella entra en un mundo desconocido y brutal hasta que desciende a las entrañas mismas del fuego.
De tintes shakespearianos, ritmo trepidante y gran tensión, esta novela relata las paradojas de un país y las contradicciones más feroces del amor y la esperanza.
Tiene también una gran labor de lenguaje, todas las voces hablan un idioma distinto, hay mucha jerga chilanga, hay palabras boricuas, lunfardo argentino. Y lo que es más novedoso, es que Guillermo Arriaga usa la voz de una mujer, Marina.
“Me gustaría que el lector con Salvar el fuego llegara a un mundo que antes no había conocido, un mundo que está dentro de él. Que esta novela salpique fluidos vaginales, semen, sudor, que los corte, que los hiera. Quiero que mis palabras les haga algo en la mano, se las corte, se las hiera y luego se las cure”, dijo.
La literatura lo salvó de usar traje y corbata y lo condenó a subir de peso. “Quisiera que mis novelas fueran valoradas por el riesgo y la apuesta”, dijo, al tiempo que afirmó que “yo no podría escribir ninguna palabra si no cazara”.
“Sé que en estos tiempos políticamente correctos el cazador está muy mal visto. Pero cazar con arco y flecha me permite entender la naturaleza humana y la naturaleza animal. Cuando veo a un animal empiezas a entender jerarquías, los límites, los extremos, la muerte. Como todo lo que cazo, cierro círculos y nunca jamás desperdicio carnes”, concluyó.

Fragmento de Salvar el fuego, de Guillermo Arriaga, con autorización de Alfaguara
Si precisara elegir el momento que transformó mi vida, ese sería cuando Héctor nos invitó a pasar el día en su casa en Tepoztlán. «Marina, vengan el sábado, invité a los Arteaga, a Mimí, a Klaus, a Laura y su novio, a Aljure, a Ruvalcaba, a Ceci, a Julio, más los que se cuelen.» Acepté a sabiendas de que a Claudio le chocaría ir. No soportaba a mis amigos «hippies», a quienes llamaba «artistillas mamones». Le aburrían y no tenía nada en común con ellos. A Claudio una buena película era la que lo divertía, las comedias comerciales chambonas, «las que me hacen olvidar la tensión del trabajo». No toleraba las largas y estáticas cintas dirigidas por Héctor. «Son la cosa más aburrida que hay», reclamaba mi marido, sin importar los Cannes o los Venecias que las avalaran. Ese sábado terminamos por ir a Tepoztlán y ahí, justo ahí, empezó todo. Si yo hubiera rechazado la invitación, si Claudio se hubiese empecinado en que fuéramos a comer con sus padres como cada sábado, mi vida ahora seguiría igual, feliz, ordenada y previsible, y la relojería del desastre no se habría echado a andar.
El día soleado, aunado a que Héctor le prometió sintonizar en la televisión el partido de eliminatorias de la Champions, convencieron a Claudio. Además, a mis hijos les encantaba ir. Disfrutaban de jugar con las mascotas que Héctor y Pedro, su pareja, mantenían en la propiedad: once monos araña, dos mapaches, tres labradores retozones y encimosos, cuatro gatos y seis caballos mansos en los cuales podían montar y recorrer el Tepozteco. «Vamos, vamos», dijeron mis tres hijos entusiasmados. Y es que la verdad se la pasaban muy bien en casa de Héctor y Pedro. Y si Claudio no fuese tan prejuicioso, apuesto que él también. Estoy convencida de que el «aborrecimiento» a mis amigos era solo una pose porque a varios de ellos los conocía desde niños.
Llegamos temprano. Héctor y Pedro recién habían despertado y todavía sin ducharse y sin peinar nos recibieron. «Perdón, nos desvelamos anoche. Pasen por favor, aquí Luchita los va a atender en lo que nos bañamos. Les puede preparar unos chilaquiles y en la mesa hay juguito de naranja recién exprimido. En ese cuarto pueden cambiarse y ponerse cómodos.» Héctor y Pedro se retiraron a alistarse y Claudio no pudo aguantar uno de sus típicos comentarios. «A esos cabrones todavía les huele el culo a vaselina», dijo y soltó una risotada. Esa era su frase favorita para referirse a los homosexuales: «Les huele el culo a vaselina». La frasecita la acuñaron él y sus compañeros para señalar a los curas amanerados que les impartían clases. Pederastas irredentos que abusaron de varios de sus alumnos. De ahí provenía la ligera homofobia de Claudio. No era antigay, ni nada que se le pareciera. Era de entenderse que su percepción de los «maricones» estuviera impregnada por su experiencia en el colegio religioso. Uno de los maestros de primaria solía llevar a sus alumnos de siete, ocho años de edad, a su cubículo. «El veneno del pecado ha entrado en mí», les decía con voz meliflua, «y me mata lentamente. El Santo Padre, conocedor de mis tribulaciones, me ha autorizado a que una boca inocente succione el veneno y lo neutralice con su pureza».
Héctor se consideraba el enfant terrible del cine mexicano y hacía lo posible por alimentar su leyenda. Frente a la prensa era soez, exhibicionista, altanero. Juzgaba al resto de sus colegas con aire de autosuficiencia y la mayoría le parecían pedestres y anodinos. Sus películas exhibían seres monstruosos y perversos con una voracidad sexual imparable. Enanos que violaban a mujeres obesas, masturbaciones en primer cuadro, nalgas cuadriculadas por celulitis, várices, penes descomunales. Bien decía Claudio, las películas de Héctor derramaban pus y orines sobre los espectadores. La crítica y los festivales lo adoraban. Le Monde lo calificaba de «genio que crea imágenes contundentes», Der Spiegel describía su obra como «si Dante y el Bosco hubiesen decidido ser directores de cine». Héctor gozaba de los abucheos de los espectadores, que salieran asqueados, que lo insultaran. Cumplía a cabalidad con el cliché de «escandalizar a la burguesía y darle su merecido». En realidad el burgués era él. Heredero de una fortuna construida sobre la inhumana explotación de cientos de trabajadores en minas carboníferas, jamás cuestionó el dolor y la miseria que causaban sus empresas. Al morir sus padres no se desprendió de ellas y siguió manejándolas desde el consejo de administración que presidía. Sus películas eran financiadas por decenas de rostros anónimos, ennegrecidos por el carbón y con los pulmones anquilosados por años de respirar el infame polvo de las minas. «Black lungs matter», le espetó un periodista en una rueda de prensa para provocarlo parafraseando el famoso «black lives matter». Héctor mandó echarlo de la sala y lo descalificó con rapidez. «Otro imbécil pagado por mis enemigos. Seguro lo envió…» y sin reparos soltaba el nombre de algún crítico o colega que repudiaba su obra.
Aun con sus actitudes petulantes y su fama de intragable, en la vida cotidiana Héctor era un tipo afectuoso y dulce. Un amigo leal siempre dispuesto a ayudar. Sin que Claudio lo supiera, Héctor le ordenó a su director de finanzas que invirtiera parte del dinero de su compañía en el fondo que Claudio manejaba. Lo hizo por mí, por cariño, por los años de conocernos, por su talante generoso. El caso es que nuestra situación económica mejoró de un mes para otro. Ochenta millones de dólares no son poca cosa. Y en manos de Claudio, que era ducho en cuestiones financieras, el capital empezó a generar ganancias constantes. Héctor me hizo prometerle que nunca le revelaría a Claudio quién había transferido tan considerable cantidad a su fondo. Y el bruto de Claudio denostando a Héctor sin imaginar que su reciente poder económico provenía del «cineasta mariconcito».
Pedro también provenía de una «buena familia» dedicada a los bienes raíces. No poseía, ni de lejos, una fortuna tan cuantiosa como la de Héctor, sí mayor a la del 99 % de los mortales. El «rancho», así les gustaba llamar a la casa de Tepoztlán, había pertenecido a sus abuelos. Un terreno rústico de veinte hectáreas sobre el que, claro está, construyeron una casa diseñada por un arquitecto ganador del premio Pritzker y cuyos espacios fueron decorados por Ten Rainbows, la afamada compañía de interiorismo neoyorkina. Cada rincón estaba cuidado al extremo. Doce trabajadores laboraban en la finca para mantenerla impecable. «Hasta a su terrenito le hacen manicure», bromeaba Klaus.
Héctor y Pedro eran consumados mecenas. Museos, galerías, escuelas de artes plásticas, orquestas, bibliotecas eran subvencionados por ellos. Mi compañía de danza contemporánea recibía también sus donaciones. Aunque me preciaba de mantener finanzas sanas, sus aportaciones me permitían un manejo más desahogado, sin las limitantes presupuestarias de otras compañías. Podía rentar mejores teatros para nuestras funciones, pagar a asesores de calidad mundial y extender contratos a los más talentosos bailarines.
Pedro era quien manejaba los asuntos de la fundación. Aunque generoso, su mecenazgo no estaba peleado con las ganancias. En ocasiones, los galeristas les regalaban cuadros del pintor promisorio que ellos apoyaron y cuyo valor crecía veinte, treinta veces en solo un par de años. Cuando alguna de las orquestas que patrocinaban viajaba a tocar a un recinto en el extranjero, ellos se quedaban con un porcentaje del pago efectuado. Y claro, la mayoría de sus donativos eran deducibles de impuestos.
Yo solo había sido infiel una vez en mi vida. Y lo curioso es que fue precisamente con Pedro. A su vez, él me confesó que nunca antes le había puesto el cuerno a Héctor. Por lo tanto ambos fuimos amantes primerizos. Empezamos con bromas tontas. «La única mujer con la que haría el amor sería contigo», dijo una vez en forma de piropo en medio de un grupo numeroso. El comentario causó risotadas. Incluso Claudio lo festejó. «Mi vieja está tan buena que es capaz de excitar hasta a los perros.» A partir de ese momento, iniciamos un juego de coquetería banal. Pedro no perdía oportunidad de cortejarme, aunque no pasaba de la adulación cándida de un gay a su amiga.
Nunca imaginé que terminaríamos en la cama. Contribuyó para ello una buena dosis de tequila y que los dos estábamos en traje de baño. Pasamos una tarde en la alberca del rancho junto con los niños. Claudio me había dejado ahí un viernes por la mañana. Comió con nosotros y regresó a México a una junta de negocios. Héctor, poco resistente al alcohol, se quedó noqueado en un camastro. A mis hijos uno de los trabajadores los llevó a dar una vuelta a caballo. Pedro y yo nos metimos al agua y recargados en la orilla comenzamos a rozarnos con los pies. Parecía un juego inocente, pero poco a poco fuimos enlazando nuestras piernas. Nos quedamos mirando y sonreímos. «Ya párale», le dije bastante excitada. «Ya la paré», bromeó él y señaló hacia su traje de baño. Un bulto erecto surgía por entre la tela. «A ti nunca te han gustado las mujeres», le reproché. «Nunca», respondió, «ni me van a gustar. Marina, tú no eres una mujer, eres una diosa», sonrió y me besó. Traté de evadirlo, pero él me detuvo la cabeza con ambas manos. Nos besamos unos segundos y me separé de él. Con el mentón señalé a Héctor que dormía profundo en el camastro. «¿No te importa?», le pregunté. «Claro que me importa, si es el amor de mi vida. Pero quiero probar.» Nos quedamos en silencio. Una urraca aterrizó junto a la piscina, tomó una aceituna de un plato y levantó el vuelo. La seguimos con la mirada hasta que fue a posarse a una palmera. «Siempre he querido saber qué se siente con una mujer y qué mejor que sea contigo», continuó, «si quieres aquí muere». Negué con la cabeza. Nunca se me hubiera ocurrido acostarme con él. Además, no existía ninguna razón para que fuéramos infieles. Ambos vivíamos felices con nuestras parejas. Aunque —repito— los tequilas y nuestras pieles desnudas rozándose debajo del agua nos prendieron.
Nos metimos a un cuarto en la casa de visitas y nos empezamos a besar. Pensé que por ser gay sus besos serían más suaves. No, fueron intensos, fuertes. A menudo me mordía los labios casi al punto de lastimarme. Caí en cuenta que Pedro solo había besado a hombres. Me estrujó las nalgas, me apretó la nuca, me lamió los hombros. Lejos de desagradarme, sus caricias primitivas y burdas me excitaron.
Nos tumbamos en la cama. Me quitó el sostén y se detuvo a palpar mis senos. «Se sienten acolchonaditos», dijo, «con razón les gustan tanto a los bugas». Jaló el cordón del bikini y quedé desnuda. Me miró por un breve instante con cierto asombro, como si mi cuerpo desnudo fuera un objeto extraño entre sus manos. Sin mayor preámbulo, se montó sobre mí y me penetró con fuerza. Le encajé las uñas en la espalda. Empezó a ondularse sobre mí con más y más brío. «No te vayas a venir adentro», le advertí. Sin abrir los ojos negó con la cabeza. Estaba a punto de venirme cuando intento salirse. «Me vengo», dijo. Lo abracé. «No se te ocurra salirte.» Se vino él y casi enseguida me vine yo. Hacía años no gozaba de un orgasmo en una relación sexual.
Volví a acostarme con él cuatro veces más. Nada se comparó a la primera. Él tuvo problemas para excitarse y a mí me cansó el ardor de sus besos y su penetración casi inmediata sin darme tiempo para lubricar. La tercera vez pidió metérmela por atrás. «Es lo que conozco», señaló. Me negué. Jamás lo había hecho por el ano y sentí que esa última virginidad se la debía a Claudio.
La quinta vez fue la más delicada y cariñosa. No me besó con tanta fuerza, ni trató de penetrarme a la primera. Se tomó tiempo en acariciar mis senos y luego me pidió que me abriera de piernas. Se agachó y lo que no había hecho antes, lengüeteó mi clítoris por varios minutos. Luego se acostó sobre mí y muy despacio me la fue metiendo. Dio unos cuantos empujones y se detuvo. Me acarició la cara. «Quise que me gustara, pero la verdad no me gusta nada. Perdóname», dijo. «A mí tampoco», confesé. Nos sentamos en el borde de la cama. Tomó mi mano y jugueteó con mis dedos. Volteé a examinar la habitación. Las paredes pintadas en color crema. Las alfombras mullidas. Sillones clásicos. Un balcón con vista hacia los jardines. Lujo sobre lujos. Con mis novios anteriores —incluso con Claudio—, siempre iba a moteles de paso. Me gustaba la sensación de asistir a lugares construidos expresamente para que las personas tuvieran sexo. Educada en la obsesión por la higiene y la asepsia, me excitaba sobremanera saber que entre esas cuatro paredes decenas de amantes clandestinos habían cogido con rabia y furia y amor y ternura y miedo. Cuando le propuse a Pedro ir a un motel porque eran más discretos, se indignó. «Yo no voy a ratoneras donde cogen albañiles.» Para él y Héctor, todo debía exhibir buen gusto y por eso estábamos ahí, en una senior suite del Four Seasons sin saber qué más decirnos.
Dejamos el hotel esa tarde, melancólicos y desilusionados. Por fortuna, la relación con Pedro en lugar de deteriorarse se hizo más sólida. No hubo nunca reproches ni mención de lo sucedido. Quedó flotando entre nosotros un aire de complicidad y de cercanía. Él volvió a ser la pareja estable de Héctor y yo la amorosa esposa de Claudio. Y fue Pedro, sin saberlo, quien me condujo directo hacia el huracanado amor que arrancó los cimientos de mi vida y la trastocó hasta dejarla irreconocible.
Ceferino, ¿en qué pensabas esas tardes, inmóvil en tu silla de ruedas, cuando mi hermano te dejaba en la terraza a merced de la intemperie, sin importar si llovía, si era de noche o si helaba? ¿Te dolía saberte inútil y humillado, incapaz de moverte, de expresarte, de defenderte? ¿O no cesabas de rumiar sobre tu pasado de miseria y sobre la opresión de tu pueblo?
«No sabes lo que daría por cambiar el rumbo de la historia y evitar que los míos sufrieran como sufrieron», solías decir. Ya que no era posible cambiar el orden de los acontecimientos, te obcecaste en narrarlos desde un punto de vista más justo y más igualitario. Reescribirlos, nos dijiste, se convirtió en tu proyecto vital. Por eso leías libros de Historia con tal ardor, para saciar tu obsesión de pasado, para nunca olvidar. La escuela era para ti un santuario. «En la educación se encuentran las llaves», solías aleccionarnos. Tu padre les planteó a ti y a tus hermanos que estudiar era la única salida. Él que jamás supo leer y escribir. Él, que apenas sabía una docena de palabras en español. Para motivarlos les ponía de ejemplo a Juárez, «un indio como nosotros que llegó a presidente». No es que tu padre creyera que pudieran ser presidentes, ni que llegarían lejos, solo deseaba que escaparan de ahí. De la sierra, de la miseria, del hambre, de la casa construida con lodo y ramas, del fogón humeante, de los tacos bañados con el aceite en el que alguna vez frieron carne de venado, de los zapatos usados por otros niños y que pasaron a otros niños y luego a otros hasta que llegaron a ustedes. Zapatos que les apretaban y les sacaban ampollas y que tu padre impedía que dejaran de calzar porque sin zapatos ningún indio podía llegar a ser alguien. Los ingenieros, los abogados, los maestros no calzaban huaraches.
Silente, en tu silla de ruedas, ¿recordabas aquellas tardes insulsas a solas en el monte cuidando cabras, pendiente de que los coyotes no se las robaran? Mi abuelo nos contó que, por fin, después de una buena cosecha pudo intercambiar costales de maíz por seis hembras resecas sin ningún macho que las preñara para al menos obtener dos o tres crías. Seis cabras cuyos huesos sobresalían por entre los pliegues sarnosos y que tuvieron que comerse cuando la sequía se prolongó durante tantos meses que nada pudieron sembrar entre los duros y estériles terrones de su diminuta parcela. Seis hembras que, obligado por tu padre, tuviste que degollar. «Ceferino no dejaba de llorar mientras se le desguanzaban entre las manos», nos relató mi abuelo. Esas cabras eran tus hermanas del monte, con las que pasabas horas por las tardes. Me imagino tu dolor al irlas matando una a una y luego verlas servidas en tu plato.
Nosotros no teníamos pretexto para no ir a la escuela. No importaba si nos sentíamos mal, si sufríamos de fiebre o teníamos un hueso roto. Para impelernos, relatabas la mañana en que se le desprendió la suela a uno de tus zapatos y llegaste de la escuela con el pie descalzo y sangrante después de recorrer los cuatro kilómetros que mediaban con tu casa. «Era mi único par. No había dinero para comprar otro. Y así fui diario a clases y cientos de espinas se me clavaban en el pie, y los dedos se me cortaban con las lajas de los cerros. Seis años de edad y no me quejé una sola vez. Tuvieron que pasar meses para por fin contar con otros zapatos.» Después de tus odiseas, porque esa fue una de tantas, era imposible rehusarnos a ir al colegio. No había excusa que valiera y un solo rezongo nos merecía castigos severos, sino es que una golpiza.
Supongo que, atrapado en tu silla de ruedas, sin poder pronunciar una palabra, evocabas esas noches heladas, abrazado a tu perro para darse calor y soportar el golpeteo de las ventoleras que soplaban del norte. Abuelo nos reveló cuánto miedo te daban esos aironazos. No querías morir como dijo tu madre que murió su madre en una noche glacial. Tu abuela se había empeñado en buscar una cabrita que no regresó con las demás y cuando ella quiso volver le cayó la noche. Se hizo bolita en una enramada para escudarse del vendaval que se soltó apenas oscureció. Tu madre tenía ocho años cuando su madre desapareció y al día siguiente acompañó a su padre y a sus hermanos a buscarla al monte. La hallaron cuatro días después con los ojos ya comidos por las hormigas, inflada y apestosa, con la boca abierta en el esfuerzo de una bocanada final. Así nos describió tu madre su cadáver y, según ella, de ahí vino tu miedo a los vientos. ¿En tus pesadillas de niño soñabas con hormigas rojas devorándote los labios, entrando y saliendo por tu nariz? ¿Tu temor era que un día no aguantaras el frío brutal y acabaras igual que ella, rígido y azul, con las cuencas de los ojos vacías, tumbado con la lengua de fuera, hinchada y violácea? Y mira papá, terminaste peor que la madre de tu madre, tu cerebro inundado por la marea roja de una hemorragia incontenible que ahogó tus neuronas y te dejó postrado, mudo y contrahecho, en esa silla de ruedas.
Recuerdo esa tarde en que te quejaste de una migraña súbita y le dijiste a mamá «no me siento bien, veo rojo» y caíste de bruces sobre la alfombra de tu cuarto y ya no pudiste ni hablar ni desplazarte. «Esta es la muerte», debiste pensar mientras mi madre te gritaba «levántate, levántate». Con seguridad solo veías rojo y más rojo. Una realidad roja mientras mamá llamaba a una ambulancia.
Llegaron tus otros dos hijos y el cabrón de José Cuauhtémoc sonrió. ¿Tuviste ganas de levantarte y quitarle a golpes esa estúpida sonrisa, de reventarle la cara como tantas veces lo hiciste? Ya que la ambulancia tardaba, te cargamos para bajarte por la escalera y, por torpeza, te escurriste y azotaste en los escalones y para no moverte más te dejamos en el piso de la cocina y con certeza sentiste el frío de las baldosas porque pronunciaste tu última palabra, «frío», y tu hijo José Cuauhtémoc sonrió de nuevo y debiste pensar «malditos sean los descendientes de mi sangre», y luego de dos horas llegó la ambulancia y te llevaron al Seguro Social de la calzada Ermita Ixtapalapa y los doctores examinaron tus pupilas y uno de ellos se giró hacia nosotros «sufrió un derrame cerebral, urge operarlo para detener el sangrado».
¿Qué pensaste cuando meses después José Cuauhtémoc te roció de gasolina y te susurró al oído «el infierno sí existe» y luego encendió un cerillo y lo arrojó a tu regazo para prenderte en llamas? ¿Qué pensaste, papá? Por favor, dime, ¿qué pensaste?
A lo largo del día arribaron los demás invitados al rancho. Mis niños, junto a los hijos de mis amigos, nadaron en la alberca, montaron a caballo, cazaron ranas y pescaron charales en el riachuelo que cruzaba la propiedad. Fue un pleito constante interrumpir sus actividades para embadurnarlos de bloqueador solar. Mi padre había muerto de cáncer de piel y, obsesionada por ello, cada media hora los llamaba para reuntarles de la crema protectora.
Se suscitó una discusión entre Héctor y Ruvalcaba sobre «Verano», un mediocre artista plástico. Era obvio para todos que su obra era muy menor, pero Héctor —tan dado a la controversia— lo defendió como si se tratara de un pintor icónico. «El suyo es el arte del reptil que devora a los pequeños insectos del capitalismo», dijo con una vena poética fuera de lugar en un día esplendoroso con niños que correteaban en torno a la alberca. El argumento de Héctor de «minar la insustancial existencia de los burgueses» chocaba con los extensos jardines y el ofensivo lujo a nuestro alrededor. A mí me divertían sus afectadas posturas. En el fondo, Héctor no era más que un muchachito mimado que buscaba librarse de la condenatoria moral religiosa impuesta por su churrigueresca familia. El gay tantos años atado dentro de un baúl oscuro y estrecho asumió una posición de gallito de pelea apenas pudo asomar la cabeza. Un gallito sin navajas en los espolones, incapaz de abandonar su zona de confort, sus rentas millonarias, sus empresas tiznadas por la explotación de miles de mineros.
La disputa entre Héctor y Ruvalcaba alcanzó tintes ridículos. ¿A quién de verdad podía interesarle discutir sobre un tipo que se autonombraba Verano? Aburrida de las tonteras de Héctor, me fui a alcanzar a Claudio a una de las habitaciones de la casa donde en un televisor sintonizaban el partido de la Champions entre el Real Madrid y el Bayern Múnich. La vida de Claudio giraba en torno a los juegos del Real Madrid. Era capaz de interrumpir una junta de consejo o salirse de una boda con tal de aplastarse dos horas frente a la televisión a verlo jugar. Su estado de ánimo lo determinaban los triunfos y las derrotas del Madrid. Me parecía inexplicable su pasión por un equipo de futbol madrileño cuando por Claudio apenas corrían vestigios de sangre española. Él lo aducía a Hugo Sánchez, como les había acontecido a muchos mexicanos.
Pedro entró a ver el juego con nosotros. Era muy futbolero a pesar de su exacerbado buen gusto. «Placer culpable», solía decir, consciente de que Héctor lo denostaba por ello. «Jueguito inventado para obreros tarados con inclinaciones homosexuales», sostenía en uno de sus muchos desplantes provocadores. Según él, los pantaloncillos cortos usados por los jugadores no eran por utilidad deportiva, sino para excitar a los «machitos sudorosos después de salir de la fábrica». Aseguraba ver algunos juegos solo para calentarse mirándoles las piernas.
El juego lo vimos en el mismo cuarto donde Pedro y yo nos habíamos acostado unos meses antes. Tuve la sensación de que él había elegido esa recámara para prestársela a Claudio como una proclama territorial. «Aquí me cogí a tu vieja, tú que tanto desprecias a los gays», aunque no hallé en Pedro el mínimo gesto que me hiciera sospecharlo. Fugazmente recordé el instante en que desató el nudo de mi traje de baño, la penetración brusca, mi intenso orgasmo. Ahí estaban sentados frente al televisor los dos únicos hombres con los que me había acostado en los últimos doce años de mi vida. Aunque nada de la breve atracción que llegué a sentir por Pedro sobrevivía.
Al terminar el encuentro volvimos a la palapa. Por suerte el tema Verano había concluido y ahora Héctor justificaba haber incendiado la casa de uno de sus trabajadores para una de sus películas. En aras de lograr una escena «convincente», no le importó que se hicieran ceniza los muebles de madera de mezquite que el minero había heredado de sus abuelos, la cuna de su primer hijo, los álbumes de fotografías. «Ningún director de arte hubiese conseguido construir un set con tal autenticidad», presumía Héctor. El trabajador llegó a su casa después de diez horas de jornada laboral, solo para descubrir a un equipo de cine filmando los restos humeantes del que había sido su hogar. No le quedó de otra que aceptar una «generosa» suma para compensar los daños pese a la indignación y la ira. Ni con los mejores abogados de Monclova le hubiera ganado a Héctor un pleito legal.
La película le hizo merecer el Gran Premio del Jurado en Cannes. El jurado ponderó «la enorme dosis de dolor y humanidad mostrada en el rostro del minero que contempla desolado la pérdida de su hogar». Ahora Jaime cuestionaba con dureza a Héctor. «Destruiste la vida de ese hombre», le espetó. Héctor sonrió con sorna. «La casa del tipo da igual, en cambio la película va a trascender por años.» Jaime citó a Orson Welles que declaró: «La vida es más importante que el cine». Ese era un dilema para mí: ¿arte o vida? La famosa interrogante de «si se incendiara una biblioteca con textos inéditos de Shakespeare, ¿qué salvarías: los textos o al bibliotecario?» a menudo resonaba en mi cabeza. Yo me inclinaba por el bibliotecario. Héctor me confrontaba por ello: «Eres demasiado blanda, por eso a tus coreografías les falta intensidad». Me enfurecí. ¿Quién se creía para denigrarme así? Yo pretendía una danza lo más cercana posible a lo humano. Una obra que representara las paradojas de la vida: amor-odio, crueldad-belleza, nacimiento-muerte. Los expertos resaltaban el rigor y la solidez de mis coreografías. Ninguno ponderaba lo que para mí era lo más importante: la emoción. Y en eso Héctor —por más que me doliera— estaba en lo cierto. Mi trabajo carecía de fuerza. Pensé que la maternidad me permitiría reflexionar con más hondura sobre la vida y que ello repercutiría en mi obra. Incluso, creí que mi fugaz affaire con Pedro traería un impulso nuevo y refrescante. No fue así. Mis coreografías mantuvieron su impecabilidad técnica, pero se hallaban vacías de vitalidad y potencia. Un par de críticos vieron en esta inexistencia de emoción una virtud. La emotividad en el arte, argüía Flaubert, es barata, de folletín. El arte debe ser frío y contenido para que sea el espectador, no el autor, quien brinde el sentimiento a la obra, y no a la inversa. De otra manera, es manipulación. Yo me negaba a razonar así. En varias ocasiones vi el trabajo de Biyou, la afamada coreógrafa senegalesa. Cada movimiento, cada giro, parecía suscitar fuego. Un hálito eléctrico se percibía en el escenario. Bien podría un relámpago emanar de esos cuerpos. Obvia decir que Biyou presentaba su compañía en los teatros más codiciados de Europa, mientras nosotros debíamos contentarnos con invitaciones de universidades en Estados Unidos y América Latina. ¿En qué consistía la diferencia? Ningún crítico zahirió mis coreografías, ni alegó que les faltara calidad. Pero, me duele reconocerlo, estaban ausentes esos inefables trazos que transforman un desplazamiento en escena en vida pura e impetuosa. Para lograrlo necesitaba rebasar los límites, empujar a mis bailarines no al extremo del trabajo físico, sino a los bordes de sus abismos emocionales. Incitar, forzar. Héctor sabía que con el arte no se transige. Que es necesario ser un hijo de puta para alcanzar las cuotas más altas. Que el arte no es un concurso de simpatía, sino de resultados. No retroceder, no retractarse, no ceder. Aunque, ¿no tendría razón Orson Welles? ¿No debe estar la vida por encima del arte, el bibliotecario antes que los inéditos de Shakespeare?
Jaime terminó apabullado. Sus criterios humanistas y amelcochados fueron demolidos por la vehemencia de los argumentos de Héctor. En el arte, y sobre todo en el cine, afirmó tajante, no debe haber la menor conmiseración. Nada debe alejar a un director de su visión, así precise maltratar actores, chantajear productores, amenazar al equipo técnico, gritar, insultar, seducir, apapachar. «Al final del camino», remató Héctor, «lo único que queda es lo que se ve en la pantalla, lo demás termina en el cajón de las anécdotas».
Me alegró que Héctor barriera con Jaime. Por eso lo admiraba. Porque nadie podía contra su ímpetu, su frenesí vital y artístico. Pedro intentó aliviar la tensión con una broma. Nadie rio. Héctor no solo había rematado a Jaime, lo humilló. Lo catalogó de imbécil y blandengue. Solo quedaban la vía de los golpes o la de la retirada. Jaime y su mujer optaron por la segunda. Pedro intentó retenerlos, «no tarda en estar lista la carne». No funcionó. Rita, la mujer de Jaime, estaba iracunda. «¿Para qué chingados nos invitas a tu casa si siempre terminas por burlarte de los demás?» Se alejaron hacia los autos. Héctor se dispuso a alcanzarlos para pedirles perdón. Lo detuve. «Déjalos, van a volver.» No me hizo caso y se encaminó hacia ellos. Cruzaron unas palabras y luego los tres regresaron.
Ciudad Acuña. ¿Qué chingados hacía él en esa ciudad empapada de sudor y polvo? Allí le dijo el Máquinas que lo alcanzara cuando saliera de la cárcel. «Allá rifa la chamba, José Cuauhtémoc», le dijo, «no vas a tener ningún foking problema en dejar el desempleo». El Máquinas, uno de los sicarios de elite contratado por el narco. Un reo más sacado del botellón a billetazo limpio o, como decía él, «a cabeza limpia». No había juez que soportara recibir la cabeza decapitada de uno de sus empleados en una hielera entre una docena de cervezas. «¿Qué onda magistrado? ¿Nos va a hacer el favorcito de soltar a nuestro compa o le seguimos mandando regalitos? Salud amigo, disfrute las cheves» y, claro, el horrorizado juez obsequiaba «la orden de liberación por falta de pruebas» porque caso contrario la siguiente cabeza podía ser la de su esposa o la de uno de sus hijos. «Somos buenos pa negociar», aseguraba el Máquinas. Rechoncho, antebrazos anchos, manos fuertes. Mecánico de tráileres, tortons y tractores. Empezó en el jale arreglando motores. Terminó ajusticiando comerciantes que no aflojaban para el derecho de piso. «Eso les pasa por codos, tan mega easy que era para ellos entrarle a la coperacha.»
Como muchos fronterizos, el Máquinas había nacido en el otro lado, pero criado en este. «Soy gabacho puro, enano troncón, con American Passport. Nomás me faltan los bucles blonditos y los blue eyes. Deep at heart, soy sangrecita redneck.» Lo agarró la policía en el DF cuando fue a darle una cepilladita a los sesos de un koolaid. Le disparó a quemarropa en plena maceta. «El bato que me mandaron chingar no sabía de sumas», le explicó a José Cuauhtémoc, «dos más dos dan cuatro, cinco más cinco dan diez y el muy asshole sumaba seis más seis y entregaba cinco. Y eso a los bosses nomás no les cuadró. Eso es un deal breaker mai friend. Por eso les digo a mis sobrinos que le macheteen a las matemáticas, porque si uno se pasa de verge y one plus one no da two, pos ai tienes las consecuencias. Las cuentas o salen claras o sacan sangre». Para mala suerte del Máquinas, «los judas de la capirucha ya me tenían guacheado. Un puto jilguero les dio el pitazo y pos me chingaron».
El Máquinas acabó encerrado en el reclusorio. A compartir celda con otros dos cábulas. En el comedor conoció a José Cuauhtémoc. Se cayeron bien. Con él podía hablar en inglés si le daba la gana. Pocos presos los entendían. «The bato there le likea a la bronca», advertía para que JC guachara y se anduviera con cuidado. Pidió a los bosses que arreglaran con las autoridades penitenciarias que compartiera celda con su nuevo camarada. Y pos los bosses son los bosses y los huevones directores de la cárcel obedecieron. José Cuauhtémoc y el Máquinas se hicieron carnales. «Un dos tres por mí y por todos mis compañeros» reza el juego infantil, también es regla entre los reos. «Si un pinche juez me da el pase de cortesía y salgo de este enflacadero», sostenía el Máquinas, «me voy pa atrás pa mi pueblo». Y apenas salió se fue para allá. «Me buscas en Acuña City, bro, cuando te den el free ticket, allá la zanganeamos sabroso», le dijo.
El Máquinas retornó a su pueblo con una buena razón para estar emocionado. «Allá vive mi chubby yummy, mi fatilicious, mi lonjibuena», dijo. Esmeralda, el amor de su vida. La rubicunda güera oxigenada que cogía como una foking bestia. «La bicha sabe mover el canalito», decía el Máquinas de su mujer, «es puro ciclón».
Cuando JC emergió del reclusorio, lo primero que quiso hacer fue mediar distancia con su pasado. No volver a escuchar los lamentos de su hermana, las recriminaciones de su hermano, la letanía de quejas de su abúlica madre. Largarse lejos de su familia agachona y timorata. No avisarles ni de su salida ni de su partida. Simplemente trabajar de lo que fuera durante un mes para juntar algo de billete en una de las empresas «rehabilitadoras» (esas empresas regenteadas por los directores de los reclusorios para darle quesque la oportunidad a los pelados que salieron del bote de ganar con honestidad unos pesos y que solo son modelo de explotación) y en cuanto tuviera la lana, arrancarse a la central camionera y pelarse pal norte. Allí le había dicho el Máquinas que lo alivianaba. De antemano, JC le advirtió que no pensaba enrolarse con el narco. No por escozores morales, a él le daba igual si los narcos mataban uno o mil cabrones, sino porque no toleraba la idea de que alguien le diera órdenes. No quería que un ruco panzón y de mal aliento le dijera si debía o no hacer esto o aquello. No le importaba trabajar en un rancho, en un taller mecánico o hasta en una escuela dando clases a pirulines, pero que nadie intentara mandarlo.
El Máquinas captó el mensaje. «Están los que aguantan y los que no aguantan. Tú eres de los que no y pos ni modo que te quiera cambiar.»
El Máquinas le consiguió trabajo recolectando piedras para una empresa de materiales. «Ese va a ser tu biznes, rata. Nomás tuyo. Te metes al arroyo, sacas los costales de piedra bola que quieras y luego se los vendes a estos bróders. Just do it.» Y así le hizo.
Por las mañanas, José Cuauhtémoc manejaba hasta el rancho Santa Cruz del doctor Humberto Enríquez, abría el falsete, conducía por la brecha hasta el río, juntaba piedra si quería, si no se metía a nadar o a pescar o a dormitar o a leer libros. Eso le latía un buen: leer en silencio en medio del bosque de encinos a la orilla del río. Al terminar guiaba hasta Morelos y ahí un bato al que le decían el Cacho Medina le pagaba siete pesos por el kilo de piedra. Por las noches pernoctaba en un cuarto que el Máquinas le había conseguido detrás de un Oxxo por la carretera a Santa Eulalia y si andaba de buenas y si quería, se iba a trabajar, si no, no. La chamba perfecta.
El Máquinas vivía con Esmeralda, la carnosa chubby yummy de quien estaba tan enamorado. Al Máquinas, como a la mayoría de los sicarios, los jefes lo metieron un rato a la congeladora. La plaza estaba caliente, sorchos por todos lados y para colmo, los marinos. Mejor andarse sosiegos. Ya volverían los buenos tiempos. Solo era necesario que otra plaza se calentara y que los sorchos y los marineritos taconearan para allá. Para eso los bosses enviaban a los más desechables de sus sayones a menearle el atole al cartel rival en su mera zona. «Maten unas cuantas viejas, asesinen a un politiquito de tercera y hagan desmadre a lo grande.» Y ahí iban los chamacos babosos, que antes jalaban de lavacoches o de vieneviene, a plomear a media población. Mujeres violadas y destazadas, tipos decapitados colgando de puentes, regidores culeros reventados a puñaladas en plena calle. Entonces aquella plaza ardía y los bosses del otro cartel ordenaban ir a acabar a los mugrosos alborotadores y se desataba la matazón. Para apaciguarlos, el gobierno federal trasladaba marinos y sardos a la plaza caliente y dejaba cancha libre a «nuestra foking great Acuña City». En lo que la táctica-calienta-plazas-ajenas funcionaba, al Máquinas lo devolvieron a los talleres mecánicos. Era chingón para bajar motores, cambiar diferenciales, ajustar frenos, arreglar direcciones hidráulicas. Las trocas de los jefes, puras Suburbans y Escalades, debían estar al tiro y qué mejor que su mecánico estrella para encargarse de ellas. Ya habría momento para regresarlo al trabajo y que les dieran una shineada a los mariconcitos dueños de los bares de la región que se negaban a pagar piso.
Como JC llegaba tarde y no le daba tiempo de cocinar, cerró un acuerdo con su compa. Él le daba una lana y Esmeralda le preparaba de comer. Ella le dejaba lonches en la puerta de su casa. Precavido, el Máquinas nunca permitió que Esmeralda se los llevara cuando él estuviera en el cuarto. «Al foking devil le encanta armar champurrados», argumentaba. Para qué perder por partida doble. Perder a la vieja y al amigo. Mejor el amigo allá y la mujer acá. JC debía avisarle por celular cuando llegara al rancho. Entonces, el Máquinas le daba chanza a Esmeralda de llevarle los lonches.
José Cuauhtémoc no tenía la menor intención de meterse con la morra de su amigo. ¿Para qué? Tan a gusto que se la pasaba en Acuña. Mujeronas guapas, cantinas baras, buenos lugares para comer, gente amable y hospitalaria. Lo único que lo jodía eran los calorones en el verano. Carajo. Cuarenta y cinco foking centígrados a la sombra. Y los moscos que jodían en cuanto se metía el sol. Una picotiza febril. Las manos le quedaban llenas de ronchas, hinchadas, con comezón que no se le quitaba por más que se rascara. Fumar puros le sirvió al principio para espantar al mosquiterío. Había leído que esa era la razón por la cual Fidel Castro y el Che Guevara los pitaban, porque en la Sierra Maestra los verdaderos enemigos eran los zancudos. Nomás que ahí en el río San Antonio, en cuanto arreciaba el calor, el humito valía pa pura madre. Negreaba el lugar de tanto mosquito. José Cuauhtémoc necesitaba empaparse en repelente, ponerse sombrero, un paliacate al cuello y guantes. Los cabrones moscos atravesaban hasta los pantalones de mezclilla. Luego llegaron las hordas de pinolillo y garrapatas que encajaban sus patitas en cualquier parte de su cuerpo. En las patrullas, en los brazos, entre los muslos, en la nuca. Una noche, de tan cansado que estaba de acarrear piedra, se quedó dormido en el monte. Amaneció cubierto de una costra rojiza. Miles de garrapatas infestaron su cuerpo enchufadas en lugares inverosímiles: en las encías, en la lengua, dentro de los oídos, dentro de las fosas nasales, en el aniceto, en los sobacos, debajo de los güevos, en los párpados. Desesperado por la picadera, sacó su cuchillo y comenzó a raspar la placa garrapatosa. Error. Los patines de los parásitos quedaron incrustados dentro de su dermis y pronto le sobrevino una infección. Docenas de pústulas brotaron a lo largo de su cuerpo, le sobrevino una diarrea galopante y fiebre grado comal.
Después de veinte llamadas de no contestar el celular, el Máquinas fue a buscarlo a su cuarto. Lo halló tumbado en el suelo, tiritando, delirante. «Parecía sapo, inflado como sapo, con ojos de sapo, piel de sapo y ronquidos de sapo», explicó el Máquinas, que no se le ocurrió otra cosa que llevarlo con sus jefes. El mero boss lo internó en un hospital y pagó la cuenta. De no haberlo hecho, José Cuauhtémoc hubiese comprado turno en el crematorio. «Big mistake», dijo el Máquinas, por dormirse en el monte, había quedado de pechito en el paredón de fusilamiento de garrapatas, moscos y pinolillos. Big mistake no buscar ayuda y quedarse encerrado en su cuarto diarreico, deshidratado y afiebrado. Big mistake que el mega boss saldara la deuda del hospital. Ciento treinta y siete mil quinientas veinticuatro bolucas desembolsó el capo para rescatar al compa de su sicario. Ciento treinta y siete mil quinientos veinticuatro varos que José Cuauhtémoc se vería obligado a abonar a su benefactor. Cuando recuperó la consciencia, luego de diez días hospitalizado en terapia intensiva, José Cuauhtémoc se enfureció con el Máquinas. «Ahora le debo un favor a un pinche narco», dijo, así le pagara hasta el último céntimo. Le debía la vida y eso los narcos lo cobran con intereses a perpetuidad. Big mistake, pero ni modo de enojarse con el Máquinas. Si no fuera por él, ahora estaría dormidito en un ataúd. Mejor vivo con deudas que muerto sin deber. Carajo, ¿cómo iba a zafarse del narco? Ya hallaría la forma. Sin duda, la hallaría.
Fue Carmen, mi amiga y cursilísima poeta erótica, la que ocasionó el último de los altercados de ese día. Carmen era belicosa en el tema de la protección animal. Le escandalizaba que orcas y delfines vivieran en espacios confinados y a menudo nos llevaba a firmar pliegos petitorios para «prohibir el uso de mamíferos acuáticos en parques de diversiones». Sin embargo, no le perturbaba en lo absoluto condenar a cadena perpetua a sus cinco gatos. Los míseros felinos nunca supieron qué había más allá de las paredes del departamento de setenta metros cuadrados. «Son felices, los trato como a mis hijos», alegaba. Eso no le parecía crueldad animal. Tampoco vestirlos con chalecos, esterilizarlos y —por decirlo de alguna manera— despojarlos de cualquier vestigio de «gatedad». Gatos desfelinizados. Gatos reos de una mujer trastornada y medio loca.
Claudia, Daniela y Mariano, mis hijos, llegaron a mostrarnos la cría de mono araña de nueve meses de edad. La cría constituía motivo de orgullo para Pedro y Héctor. Los monos araña eran una especie en extinción y que procrearan en cautiverio era un gran logro. En su rancho rehabilitaban animales rescatados por las autoridades ambientales. Así llegó a ellos una tropa de monos araña decomisada a un político chiapaneco en desgracia. Pedro y Héctor contrataron a los más reconocidos veterinarios especialistas en primates. Después de onerosos esfuerzos, los médicos consiguieron la recuperación de los diez monos. El nacimiento de la cría les produjo tal satisfacción que organizaron un brindis en el rancho para festejarlo. Para Carmen, mantener los monos en cautiverio, aunque vivían en amplios espacios y con los mejores cuidados, era algo atroz. En un acto de estupidez, Carmen le arrebató la cría a mi hijo y con decisión se encaminó hacia una arbolada. El monito manoteaba y emitía gritos despavoridos. Pedro corrió a interceptarla y le preguntó qué pensaba hacer. «Liberarlo», respondió oronda. Soltarlo en ese paraje hubiese significado la muerte del monito. Ni era su hábitat ni un mono araña de esa edad está preparado para vivir en solitario. Complejidad biológica lejos del entendimiento de una poeta citadina cuya información sobre la naturaleza provenía de Animal Planet. Pedro se lo quitó, molesto, y fue a llevarlo de nuevo a la jaula. Carmen no cesó de confrontarlo. «Por gente como ustedes es que el mundo está así de jodido.» Burlón, en cuanto devolvió el monito con sus padres, Pedro emprendió una carrera de regreso a la palapa y la dejó sola vociferando consignas animalistas. Hasta sus hijas, a las que les había endilgado los insufribles nombres de Selva y Lluvia, se carcajearon de su rabieta.
La velada prosiguió sin más exabruptos. El calor nunca menguó y al atardecer varios nos metimos a la alberca para contrarrestarlo. Mis hijos chapotearon a mi alrededor mientras Claudio conversaba con Klaus en la orilla. Meseros nos trajeron bebidas a la alberca en vasos de acero inoxidable (los de cristal no eran permitidos por si se rompían, jamás de plástico o de polietileno). Me recargué sobre el borde con un Bloody Mary en la mano. Pedro se me acercó. «¿Qué piensas hacer el mes entrante?», me preguntó. «Lo de siempre. Llevar a los niños a la escuela, ensayar las coreografías. ¿Por?» Se quedó un momento pensativo. Pensé que propondría vernos de nuevo. «¿Te conté de los programas que apoyo en la cárcel?», inquirió. No sabía gran cosa, solo había escuchado comentarios sueltos por ahí y por allá. «En realidad no», le respondí. «Desde hace tres meses, con Julián Soto, armamos algunas actividades culturales para los presos. Los martes y jueves voy con él a un taller de escritura creativa.»
Julián Soto era uno de los mejores novelistas no solo de México, sino de América Latina. Su narrativa feroz y dura poco tenía que ver con la edulcorada y meliflua prosa de sus coetáneos. Su escritura me parecía tan viril, tan auténtica, que incluso, a momentos, me excitaba sexualmente. Cada frase suya derramaba feromonas. Era también un tipo atrabiliario y en una ocasión fue a buscar a las oficinas de una revista literaria a un crítico que se burló de su obra. Le puso una golpiza. El crítico resultó con fracturas de mandíbula y de la órbita ocular derecha. Julián terminó preso acusado de agresión, de invasión de propiedad privada y hasta de intento de homicidio.
A Julián lo condenaron a seis años de cárcel. Salió a los tres años y cuatro meses gracias a las gestiones de las sociedades autorales que se abocaron a su defensa (como dijo el presidente de una de estas sociedades: «¿Qué escritor no sueña con romperle la madre a un pendejo crítico?»). Pedro me contó que a Julián la cárcel lo había marcado. Había conocido el lado verdaderamente marginal de la vida y descubrió la abundancia de historias entre los presos. Decidió retornar a la prisión para impartirles el taller y convenció a Pedro para financiar diversas iniciativas en pro de la cultura. Entusiasmado, Pedro consiguió que casas editoriales donaran veinte mil libros; regaló mil DVD de películas clave del cine contemporáneo para la videoteca y sufragó la construcción de aulas, de una biblioteca y de un foro para doscientas cincuenta personas donde podían montarse obras de teatro y espectáculos. «A esta gente le faltan horizontes», explicaba Julián, «no pueden imaginar otro mundo que no sea el de la miseria, la injusticia y la impunidad». Según me contó Pedro, el taller creativo coordinado por Julián arrojaba textos desiguales y cándidos, pero de gran nervio. «Ya quisieran esos escritorcitos pretenciosos pergeñar una sola línea de estos cabrones presos.»
Pedro y Julián habían llevado al reclusorio un par de obras de teatro y la recepción había sido buena. Y esa tarde, en la alberca, mientras los niños se zambullían a nuestro lado y los meseros iban y venían con bebidas y bandejas de quesos franceses y rebanadas de jabugo, Pedro me hizo la propuesta que cambiaría mi vida: «¿Quisieras presentarte con tu compañía en la cárcel? Te aseguro que ninguno de los presos va a sobrepasarse contigo o con tus bailarinas. Verás que será el mejor público que tendrás en tu vida». Me sonó tentador. «Necesito consultarlo con el grupo», le dije, aunque de antemano ya había decidido que asistiríamos.
Aquí
No hay dios
No hay padres
No hay hijos
No hay hermanos
No hay silencio
No hay paz
No hay amor
No hay sueños
No hay árboles
Ni ríos, ni montañas, ni cielos
Hay cuerpos
Hay sudor
Hay sangre, hambre, gritos
Hay desesperación
Hay pesadillas, cemento, barrotes
Hay golpes
Hay demonios
Hay heridas
Hay aburrición, pestilencia, abandono
Y a veces hay amigos y a veces ajedrez y a veces risas y a veces puerco con verdolagas y a veces siestas y a veces sol en el patio y a veces visitas y a veces libros y a veces futbolito y a veces radios encendidos y a veces, sí, a veces, también hay esperanza.
Macario Gutiérrez
Reo 27755-3
Sentencia: diecisiete años y cinco meses por robo a mano armada e intento de homicidio
No tardó el boss de bosses en hacer acto de presencia en la vida de José Cuauhtémoc. El boss se veía a sí mismo como un patrón benevolente y generoso. Nunca le cobraba las deudas a nadie. Prestaba dinero, regalaba casas, trocas y hasta kilos de doña Blanca. «El boss no es koolaid como los cabecillas de los otros carteles. No se anda de fantoche, ni de chouof. Si dice que es, es que es», le dijo el Máquinas. El capo podía presentarse como su-más-humilde-servidor-y-toda-la-mamada-del-mundo, pero la neta era que cobraba más caro de lo que prestaba. «No se preocupe, compa, que para eso somos los amigos. Y los amigos de los amigos son también familia.» Eso le dijo el boss de bosses, cuando lo fue a ver al día siguiente que salió del hospital. «Mira, mi rey azteca», le dijo el Máquinas, «el boss boss quiere verte y pues si dice que quiere verte, es que quiere verte. ¿Entiendes? Él no bullshitea ni se anda con rollos. Es buena ley. Ya verás qué a toda madre es». Y sí, el boss boss se portó a toda madre y pareció preocuparse de verdad por su salud y por si lo habían atendido bien en el hospital. «Se lo encargué mucho al doctor, pero más en mis oraciones a San Martín de Porres», le dijo el boss boss melindroso y paternalista. «¿Ves?», le dijo el Máquinas. «Si fuera culero le hubiera pedido por ti a la Santa Muerte, pero no, te encomendó directito con el Obama de los santos.» José Cuauhtémoc había aprendido de su padre a no confiar en nadie. «Que no te embauquen», le había dicho su padre, «que la gente piensa una cosa y dice otra». Y pues el boss boss decía una cosa, pero de seguro su instinto de malandro andaba en otra. «Gracias, señor», le respondió JC. «No hay de qué, compa. Ya sabe amigo: hoy por ti, mañana por mí.» El mañana por mí no tardaría en llegar, pensó José Cuauhtémoc. Pronto el Máquinas se aparecería por su cuarto a decirle, «oye, el boss boss quiere pedirte un favorcito…» y el favorcito no consistiría en matar a un zarrapastroso cuadro medio, no en matar al peladito-ve-y-tráeme-otra-Caguama-y-luego-chíngate-a-un-policía. No, claro que no. Radicaría en ir a matar al capo capo de otro cartel. El boss le había salvado la puta vida. De no haberlo ingresado al Hospital Doctor Marco Antonio Ramos Frayjo, en estos momentos su cuerpo estarían comiéndoselo los gusanos. «Se salvó de milagro, señor Huiztlic», le dijo el médico, «porque la infección provocada por la rickettsia, más la fiebre, aunadas a su pobre alimentación, lo puso al borde de la muerte». ¿Por qué los médicos tendían a ser tan cursis y usar la mariconada de «al borde de la muerte»?, pensó JC. Era la verdad. Los médicos lo habían retachado del más allá. «Shit, pinche güero de rancho. Sí creí que te nos ibas a jugar futbol con la flaca, pero mírate, ahora eres un mega Jesus Christ Superstar resucitado.»
Pasaron los días y las semanas y el boss nomás no pedía el favorcito. José Cuauhtémoc regresó a sus quehaceres cotidianos. Recoger piedras en el río, vendérselas al Cacho Medina, cenar a veces con el doctor Enríquez y llegar por las noches a su casa, donde lo esperaba el lonche preparado por Esmeralda, la lonjabrosa fatidelicious amor de la vida de su compa el Máquinas. No contó con que la policía lo guachaba. Precisaba saber qué tipo de pez era él. Si el mero boss le había pagado la cuenta del hospital, era porque en esa pecera había pececitos, o tiburones, o hasta una ballena.
Un día le cayó la policía de negro. La policía federal, los pitufos, los guachos, los gachos, los exprimidores, los ojeis, los cuñados. Tocaron a la puerta a eso de las siete de la mañana. JC se asomó por entre las cortinas y vio una patrulla estacionada y a dos policías con la mano derecha recargada en la funda de la escuadra. Abrió la puerta. Al fin y al cabo, ni la debía ni la temía. «Quiubas», lo saludó un tipo grandote en uniforme y lentes para sol. «Quiubas», respondió JC. «¿Tú eres José Cuauhtémoc Huiztlic Ramírez?» Si mencionaba su nombre completo era porque ya habían revisado su ficha policial. «Sí, soy yo.» Con ánimo de intimidar, el policía dio un paso hacia delante. José Cuauhtémoc lo midió. Si había necesidad de reventarlo a madrazos, el tipo no le duraría ni tres segundos. Era un monote, pero fofo. Él, gracias a la espartana chinga que su padre le impuso día a día y que continuó durante sus años en la cárcel, era fibra y músculo. «¿De dónde conoces a don Joaquín?», interrogó el oficial. La luz brillaba sobre sus lentes. «No lo conozco», respondió José Cuauhtémoc. El oficial sonrió. Sacó un papel doblado del bolsillo trasero de su pantalón y lo estiró frente a él. «¿Y esta factura del Hospital Ramos? La gente rumora que él te la pagó.» Malditas garrapatas, maldito calor, maldito narco-boss que había cubierto los gastos del hospital, maldito deberle la vida a quien menos se la quería deber. «Pues ya sabe cómo es don Joaquín, de repente le da por ayudar a gente que ni conoce.» Era cierto. Como bien se lo había explicado el Máquinas: el boss mandaba cubetas de billeye verde a la raza. Un Santa Claus punk que regalaba juguetes en el Día del Niño y lavadoras a las mamacitas en el Mother’s Day. «El don rulea en los Cinco Manantiales, en Sabinas, en Nueva Rosita y hasta Monclova. Y no es igual a los otros mugrosos que nomás saben extorsionar y matar. Don Quino respeta y lo respetan. Haz de cuenta que es don Corleone, el de la película, nomás que en versión Versace.» Y vaya que era una versión turbo de Versace. Extraño ver a un narco sombrerudo y panzón colorido como una guacamaya. «Una cosa es que él se haya hecho cargo de la cuenta del sanatorio y otra que lo conozca, oficial.» A José Cuauhtémoc la vida en prisión le había enseñado a mantener la calma cuando hablaba con la «autoridad» y a no dejarse amedrentar. «No me vengas con chingaderas», le espetó el policía. «Lo vi nomás una vez y rapidito cuando me dieron de alta y no volví a verlo.» José Cuauhtémoc no mentía, pero el federal se negó a creerle. «Mira», le dijo el policía, «te voy a explicar. A nosotros nos vale madre su desmadre. De que no se pasen de tueste se encargan los soldados y los marineritos. La parte del negocio, esa sí nos toca. ¿Me entiendes?». José Cuauhtémoc sabía de qué hablaba. Lo que el oficial pretendía era abonar la milpa para luego cosechar el maíz. En simple lenguaje criminal: los cuicos debían participar de la repartición del botín. «Como estamos convencidos de que trabajas para el boss, pues de ahora en adelante vas a tener que alinearte», afirmó el policía. «Perdón, no lo entiendo», replicó JC. «Soy el comandante Galicia y me acaban de asignar acá, así que estoy tanteando cómo están las cosas en esta plaza. No tengo el gusto de conocer a don Joaquín y me gustaría que organizaras un asadito para que me lo presentes. Algo casual, entre amigos. Cheves, unas viejas, un grupo musical. Tú sabes.» No, no sabía. «La mera verdad es que no lo conozco, no creo estar en la posibilidad de presentárselo», acotó José Cuauhtémoc. El comandante sonrió. «Llévame a la comandancia un reporte de lo que acostumbras hacer a diario, a qué hora y con quién. Te veo el lunes. Si no tengo el informe sobre mi escritorio a las ocho de la mañana, prepárate para pasar otros veinte años más en la sombra. No sé si estés enterado, pero somos bien perros para aplacar a revoltosos como tú.»
El policía montó en la patrulla y partió. José Cuauhtémoc miró el vehículo perderse a la distancia. Ya se jodió esto, pensó. Su vida reposada y tranquila se iba pal carajo. Las tardes echado junto al río leyendo mientras guajolotes silvestres cruzaban frente a él, el silencio, la paz, las ocasionales noches con putas jóvenes y cariñosas, la independencia, la calma se acababan para siempre.
José Cuauhtémoc le contó de la visita del federal al Máquinas. «Inche bato», dijo. «Si fuera un municipal, ya lo habríamos puesto quieto. A todos los mugrientos policías de aquí los tenemos en nómina. A los federales los mandan desde la capital y pos ahí está más difícil la cosa. Como los rolan seguido de plaza en plaza, pues les entra ansia y se quieren agenciar cuanto billete pueden mientras les dure el puesto. Por regla no los tocamos a menos que se quieran pasar de verduras.» No tocarlos, no quebrarlos, no partirles su madre, no darles piso, no levantarlos, no llevarlos al baile, no rozarlos ni con el canto de una cuchara. Sí, había que pasarles una mocha para que cuidaran el changarro y les soplaran pitazos de las operaciones de los milicos en contra del cartel. Sí, había que dejarlos jugar un ratito al «tú las traes», permitir que se llevaran un pedazo del pastel, nomás que no se sintieran en confianza. Apapacharlos y ya. Ese tipo de cuicos no eran problema. Los que sí eran una traba del carajo eran los policías que no se corrompían. Los Eliot Ness de los federales. Y la bronca es que cada vez había más. ¿De dónde los sacaban tan incorruptibles que no aceptaban ni un foking centavo? Ni uno. Podían ofrecerles ranchos, aviones, maletas repletas de dólares, trocas, mujeres, perico, mota, elefantes, lo que fuera. No aceptaban. Ah, y cuidado con su política de centro antirrábico: «Muerto el perro se acabó la rabia» y rájale, a matar huercos sin piedad. Morro con cuerno de chivo que les disparara, morro que se iba a morir. «Take no prisoners», decían. «Mátalos en caliente.» Cabrón que agarraban, cabrón que finiquitaban. Nada de juicios, ni derechos humanos, ni puterías por el estilo. La medicina del plomo. Inyecciones de calibre .243. Tres agujeritos en la cabeza era la sentencia dictada al momento. Esos incorruptibles federales sí que eran la verdadera ponzoña. Por su culpa las plazas se desacomodaban. Le daban matarile a los jefes y ahí tenían a la chiquillada tratando de ganar el control de la zona. Puro peladito pendejo sin idea de nada, atrabancados de a madre. Esos federales clean cut y rectos y honestos eran la desgracia del país. Por eso tanta matazón y tanto pleito y tanto despelote. La cosa cambiaba cuando un comandante tocaba en la puerta y decía «de a cómo nos toca». Eso sí que provocaba alivio. Con ellos se podía negociar, tomar cafecito, jugar dominó. Ellos eran pan con mantequilla. Aceitaban el biznes para que caminara fluidito. La joda era que a los comandantes los mudaban sin aviso y a los equipos de PR de los carteles no les daba tiempo de trabajar a los recién nombrados. «A los comandantes hay que consentirlos», aseguraba don Joaquín, «darles dulces, regalos, hacerles sentir bonito». A Galicia le darían su bono y su aguinaldo y vacaciones todo pagado a Las Vegas para él y su mujer. Le mandarían al cuartel unas cuantas muchachitas calenturosas, dotaciones semanales de grapas de perico, unos paletones de chocolate y dos palmaditas en la espalda. «Compa, ni te preocupes por Galicia. No le lleves nada de reporte ni un foking cacahuate. Tú sereno, fuereño, que nosotros lo enderezamos.»
Ceferino, al sepultar el pedazo azabache de carne carbonizada en que te convertiste, ¿también enterramos tu orgullo indígena? ¿Tu disciplina inculcada a garrotazos? ¿Tu afán por hacernos «personas de bien» a base de insultos? ¿Tu violencia incontrolable?
¿Recuerdas aquella tarde que te llamé «papi» y me volteaste una bofetada? «Soy tu padre, ¿entiendes? En tu vida me vuelvas a llamar papi, como si yo fuera un mariquita.» ¿Recuerdas aquellos días y noches que nos dejabas a José Cuauhtémoc y a mí encerrados dentro de unas jaulas que colgabas de un árbol a cinco metros de altura? Ahí nos mantenías balanceándonos sin importar si hacía frío o calor, si llovía o si teníamos hambre. «Yo aguanté peores cosas cuando era niño, así que no se quejen. Solo así se van a hacer hombres.» Y cuidado nos lamentáramos. Eso significaba más golpes, más días encerrados en las jaulas. Ni mamá ni Citlalli podían defendernos. Les reventabas la boca con un puñetazo. Los cuatro debíamos callar y obedecerte. Asegurabas hacerlo por nuestro bien. Nos preparabas para ser soldados y resistir los rigores de la vida.
«La letra con sangre entra», solías decirnos. Nos zampaste a los clásicos griegos: Sófocles, Esquilo, Platón, Aristóteles. Nos obligaste a estudiar la historia de los mayas, de los aztecas y de la mayoría de las etnias que existieron en el país; a leer a Juárez, a Cervantes, a Herodoto, a Shakespeare, Nietzsche, Kant, Voltaire. Debimos memorizar la poesía de Netzahualcóyotl. Aprender náhuatl, maya y zapoteco. Inglés, francés y alemán. Debíamos ejercitarnos por la mañana, al mediodía y antes de dormir. Mil lagartijas, doscientas dominadas, mil abdominales. Correr sin parar hora y media. Sabios con cuerpo de fisicoculturistas. Nadie nos humillaría. Nadie nos espetaría un «pinches indios». Seríamos la raza de bronce, la raza vencedora, perfecta.
Abjurabas de la religión católica y de los españoles: «Nuestros enemigos». Eso no te impidió casarte con Beatriz, mi madre, nieta de gachupines, rubia, ojos azules, bastante más alta que tú. Una preciosa muñequita de porcelana. Justificaste tu matrimonio con una «enemiga» porque alegabas que eso serviría para perpetuar tu raza e imponer tus genes ancestrales a su «débil herencia». Un día, borracho después de beber tu pulque sagrado, nos dijiste a tus tres hijos que te habías casado con nuestra madre porque te gustaba ver cómo tus dedos cobrizos entraban dentro de su vulva rosada. El indio revirtiendo la Conquista. No se trataba ya de Cortés violando a la Malinche, sino de un indio mancillando a la blanquita. Qué placer te daba tu personalísima manera de revertir la historia.
Cuánto te alegró verme en el cunero del hospital con mi melena negra y mi color de tierra. Cuánta felicidad que mi hermana Citlalli se pareciera a tu abuela: morena, ojos achinados, cabello lacio. Qué malestar te provocó que, aun con facciones indígenas, José Cuauhtémoc saliese rubio, de ojos azules. A tu juicio, un resbalón de la naturaleza. Por eso te ensañaste más con él. José Cuauhtémoc, la oveja blanca que tanto detestaste.
Acepto, Ceferino, que a pesar de tu carácter colérico y tortuoso, intentaste actuar con justeza y disponernos para restituir la dignidad arrebatada a nuestra estirpe. «Ustedes no saben aún qué se siente ser expulsado de un restaurante por indio, que no puedas laborar en una empresa por indio, que te rechacen en una escuela por indio, que te vean feo por indio, que te insulten por indio, que se burlen de ti por indio.» No te cansaste de recalcar las innumerables ocasiones en que fuiste sobajado. «A los indios nos han forzado a mantenernos callados, ya no más», argüías. Así justificabas tus maltratos y tus menosprecios. Tu afán por convertirnos en «guerreros águilas» terminó por quebrarnos. O al menos me quebró a mí. De nada me servían mi fuerza física y mi enorme caudal de conocimientos si por dentro estaba fracturado.
Citlalli y yo claudicamos. No soportamos la marejada de tus humillaciones y tus reprimendas. No así José Cuauhtémoc. Se mantuvo incólume frente a tus regaños y tus golpes. Te retaba en sus silencios. Él sí que podía contestarte en tu lengua materna. Él sí que podía discutir contigo sobre los Diálogos de Platón o la Crítica de la razón pura. Y así como nutriste su condición de niño pródigo, alimentaste su odio de verdugo. Durante años acumuló el rencor que lo llevó a prenderte fuego. En el juicio, José Cuauhtémoc argumentó en su defensa que había decidido «salvarte» de tu deplorable condición. Por supuesto no mencionó las veces en que te cacheteó mientras languidecías inerte en la silla de ruedas, ni las noches en que te sacó al balcón mientras caía una tormenta y te dejaba ahí hasta el día siguiente, sordo a las súplicas de mi madre y mi hermana que le rogaban te tuviera piedad. «No lo maltrato, le brindo la misma dosis de disciplina que imbuyó en nosotros. Un guerrero debe aguantar hasta lo indecible», decía parafraseándote mientras te torturaba.
El abogado defensor de mi hermano retomó la tesis de que había actuado por razones humanitarias. «Un retorcido modo de terminar el cruel padecimiento que sufría su padre, pero cuya intención rebosó misericordia», expuso en el embrollado lenguaje de los leguleyos. La argucia funcionó y el juez fue benigno con tu hijo parricida. Le endosó solo quince años de cárcel de condena por «homicidio simple intencional» en lugar de una severa sentencia por homicidio cometido con alevosía, premeditación y ventaja.
El homicida José Cuauhtémoc Huiztlic Ramírez, cuyos nombres de pila homenajeaban al último emperador azteca y a tu abuelo José Devoto, fue conducido al Reclusorio Oriente un mes después de que quedaste tatemado. ¡Ay, Ceferino! Si hubieses visto en la masa amorfa en la que te convertiste. La sugerencia del Ministerio Público de incinerarte nos pareció una mala broma. Por eso decidimos enterrarte papi, contrario a tu deseo de esparcir tus cenizas en la sierra de Puebla donde creciste.
Mi mamá, debes saberlo, rezó por ti. Le pidió a Cristo (ese a quien llamabas «hipócrita víctima que se regodea en su masoquismo») que te recibiera en su seno. Mayor traición no pudo cometer. Encomendó tu alma al dios de los blancos cuyo nombre enarbolaron los conquistadores asesinos para masacrar a tu pueblo. El dios enemigo hostil a tu cultura y tu gente. Vomitarías en tu ataúd si supieras que Citlalli la acompañaba a la iglesia. Ambas se confesaban a menudo, como si quisieran limpiar el tizne que tu muerte impregnó en nuestras conciencias.
No estoy aquí, en el cementerio, para reclamarte, Ceferino. Solo deseo mostrarte mi amor de hijo. Repruebo el infame crimen de mi hermano y hoy, a la distancia, valoro el espíritu combativo que forjaste en mí y que impidió que otros me denigraran con un «pinche indio».
Empecé en el ballet desde los siete años. Me obsesioné por ser bailarina por una razón banal. Mi abuela me regaló una cajita de música que al abrirse tocaba una melodía y una bailarina de porcelana giraba sobre un espejo. Soñé en bailar como ella y se lo conté a mis padres. Tanto los jodí que terminaron por inscribirme en una academia con sede en Coyoacán. La clase para principiantes la impartía Clarisa, una joven maestra. Ella nos enseñó las bases. Primera posición, segunda, tercera, demi-plié, grand plié, relevé. Alberto Almeida, un tipo muy alto de pelo rizado y ojos verdes, de vez en vez nos observaba en silencio. Clarisa lo trataba con gran respeto mientras él rondaba nuestras clases. Lo que no sabíamos es que Almeida era un «cribador». Él mismo un bailarín de fama, ya retirado, era quien detectaba qué alumnas poseían talento suficiente para en un futuro convertirse en profesionales.
Una tarde, Alberto se presentó frente al grupo y leyó el nombre de cinco de nosotras. «Al terminar la sesión vengan a hablar conmigo al salón principal.» El salón principal era un lugar mítico al que ninguna de nosotras tenía acceso. Ahí solo practicaba, a puerta cerrada, la elite de la academia. Entramos intimidadas por el espacio lleno de espejos y la imponente figura de Almeida. El lugar olía a ampollas reventadas y a sudor. Almeida nos pidió que nos sentáramos en torno suyo. «Las mandé llamar porque su maestra y yo pensamos que ustedes son las mejores de su clase.» Nos volteamos a ver unas a las otras, sorprendidas. «Creemos que tienen futuro en el ballet, y antes de hablar con sus padres, queremos saber si a ustedes les interesa pasar al siguiente nivel. Eso significa que deberán venir de lunes a viernes, de cuatro a siete, y los sábados de diez de la mañana a una. Yo les daría las clases. ¿Quiénes están dispuestas?» Solo tres levantamos la mano.
Mis padres fueron a hablar con él. Les preocupaba que quedara tan exhausta con las sesiones que no pudiese cumplir con las tareas escolares. Almeida les explicó la virtud de asistir a diario a la academia. «Va a desarrollar disciplina y carácter, virtudes que, se dedique o no a la danza, le van a ayudar en su desarrollo personal.» Para mi absoluta felicidad, mis padres accedieron.
Las clases con Almeida eran muy estrictas. Nos hacía repetir un movimiento cien veces hasta ejecutarlo bien. Si flaqueábamos se paraba delante nuestro y nos miraba con fijeza a los ojos. «Dime: sí puedo.» «Sí puedo», susurrábamos. «Más fuerte», ordenaba. Debíamos gritar: «Sí puedo, sí puedo, sí puedo» para que Almeida se mostrara satisfecho. «Ahora, de nuevo, haz los giros.»
No sé cómo le hacía, pero después de atormentarnos durante dos horas y cincuenta minutos, en los últimos diez nos hacía sentir como si fuésemos las mejores bailarinas del mundo. Salíamos repletas de adrenalina y confianza en nosotras mismas para que al otro día nos exprimiera en su afán de perfección.
Almeida me entrenó hasta los trece años y pasé al grupo dirigido por la maestra Gabina. Ella era la profesora más temida y socia mayoritaria de la academia. Las manías perfeccionistas de Almeida no eran nada comparadas a las suyas. Sus tácticas rayaban en el sadismo. Para ella no éramos más que una «bola de muchachitas mediocres y flojas. En Francia, en Rusia, la estudiante más mala es mil veces mejor que ustedes. Si en serio quieren ser alguien en el ballet, tienen que joderse».
Estoica soporté la pesadilla de las clases con Gabina. Para mi mala fortuna, la genética actuó en mi contra. A los catorce años empecé a crecer con rapidez. En apenas dos años pasé de medir uno sesenta a uno setenta y seis. Para colmo me brotaron senos amplios. Mi cuerpo largo y curveado dejó de ser un instrumento para la danza. Mis colegas varones, ya entrados en los veinte, padecían dificultades para alzarme en el pas de deux. Gabina a menudo perdía la paciencia conmigo. «Otra vez Marina. Otra. Otra. Otra.» Una tarde, frente al grupo, se burló de mí, «te pareces más al profesor Jirafales que a Alicia Alonso». Alicia Alonso, la enorme bailarina cubana con quien Gabina llegó a tomar clases durante un largo periodo. El profesor Jirafales, el personaje gigantesco y torpe de El Chavo del 8. No lloré ni me doblegué. Me mantuve en silencio, la rabia pulsándome por dentro.
La humillación de Gabina llegó a oídos de Almeida. Al día siguiente me citó en su oficina. «Mira, Marina, la maestra no es una mala persona. La educaron en Cuba, donde son particularmente duros. Ella resistió presiones enormes y por ende cree que ustedes deben resistir por igual.» Alegué cuán injusto era que por mi estatura Gabina me descartara. «Es la regla Camargo», expuso Almeida. Marie Camargo había sido la bailarina más famosa de su tiempo cuando el ballet empezó a cobrar fuerza en el siglo XVIII. Relatos de la época la retratan como una ejecutante sublime, cuyas proporciones corporales le facilitaban el dominio de la técnica. Camargo medía uno sesenta y cuatro y su estatura se convirtió en la medida estándar para la danza. Su explicación me pareció arbitraria. A mis dieciséis años yo era una bailarina dedicada, rigurosa y con impecable ejecución. Mi estatura no debía ser motivo para excluirme.
Cuando finalicé mi queja, Almeida me animó como solo él sabía hacerlo. Fue hacia una videocasetera e introdujo un VHS. «¿Conoces el trabajo de William Forsythe o el de Mats Ek?» Negué con la cabeza. Ni idea. Oprimió el botón de play y en la pantalla del televisor empezaron a sucederse las imágenes que cambiaron para siempre mi idea de la danza. Las coreografías Artifact, de Forsythe, y Journey, de Ek, me dejaron anonadada. Ambos reelaboraban la danza en movimientos más expresivos, más intensos. Las bailarinas se parecían a mí. Alemanas y suecas altas y con senos grandes, vestidas con ropas de calle, no con mallas y tutú. Apunté hacia la pantalla: «Yo quiero hacer eso».
El fin de semana Almeida me llevó a una casona en San Ángel en cuya puerta colgaba un rótulo: Danzamantes. En el interior había un enorme salón con duela. Cuatro bailarinas y cuatro bailarines ejecutaban una rutina acostados en el piso. Una maestra les daba instrucciones. «Uno, dos, tres, pliega.» Al unísono los ocho abrieron el compás. «Arrastren», indicó. Con las piernas abiertas, cada uno se remolcó en una dirección opuesta, lo contrario a la estética que durante años me habían enseñado. Quedé prendada.
Al finalizar la sesión, Almeida me presentó a Cecilia Rosario, la directora de la compañía y dueña de la escuela de danza contemporánea Danzamantes. Cecilia estrechó mi mano y en su más puro acento puertorriqueño me dijo «bienvenida al revolú».
Renació en mí el entusiasmo por la danza. En Danzamantes prevalecía una atmósfera cálida y de colaboración no exenta de rigor y de una disciplina implacable. Cecilia impregnaba sus coreografías de elementos cotidianos. Una pareja esperando la llegada de un autobús, dos jóvenes asaltando en una esquina frente a transeúntes que no detienen su paso. Con ella analizamos la obra no solo de Forsythe y Ek, sino de Pina Bausch, Maurice Béjart, John Neumeier. Con entusiasmo boricua, Cecilia nos empujaba a encontrar estilos propios, a improvisar, a refrescar nuestros movimientos.
Me interesé cada vez más en el trabajo coreográfico. Ya no solo quería interpretar, sino expresar. Cecilia me guio y poco a poco me permitió desarrollar mis propuestas con mis condiscípulos. A los diecinueve años, mostré con orgullo mi trabajo en el Encuentro Nacional Juvenil de Danza. Tuve excelentes reseñas y los críticos me auguraron una larga carrera como coreógrafa y bailarina.
Cecilia y Almeida consiguieron que me becaran para participar en los talleres de Lucien Remeau en Bélgica, quizás el más renombrado y vanguardista maestro de danza contemporánea en el mundo. Remeau me abrió aún más el abanico de posibilidades de expresión corporal. «Huelan, saboreen, sientan. La danza debe apelar a todos los sentidos. Tropiecen, fallen, sean torpes. Contradigan, choquen.» Si equivocaba el paso, Lucien no me corregía, ni me hacía repetirlo hasta afinarlo. «Descubre en el error. Experimenta. Lleva tus movimientos hacia donde nunca imaginaste.» Con Lucien la danza representaba el fluir de la vida, con sus traspiés, paradojas, alegrías.
Me enamoré de Gustav, uno de mis compañeros. Sueco. Cabello castaño claro, barba, muy delgado. Hasta ese momento había tenido solo un par de fugaces noviazgos con muchachos en la preparatoria, determinada a que mi carrera de bailarina no fuese descarrilada por boberías cursis. Con Gustav compartía no solo la danza, que a ambos nos apasionaba, sino la comida (fanáticos de la carne tártara), la lectura (nos gustaban las novelas nórdicas y la literatura latinoamericana), los museos. Me mudé a su departamento a las dos semanas de iniciar nuestra relación. Consideré a Gustav el hombre de mi vida y fantaseé con la cantidad de hijos que tendríamos juntos.
Cuando sentí que me encaminaba hacia un progreso sustentado y hacia una pareja estable, sonó una llamada de larga distancia. Era mi madre. «Hija, venimos de ver al médico. La bolita que le salió en el brazo a tu papá es maligna. Creo que necesitas volver, amor.»
A JC la visita del comandante Galicia lo dejó papaloteado. Eso de que un policía te toque en la puerta al amanecer y de buenas a primeras te cisque no es bueno para el hígado. No habría problema si no tuviera cola que le pisaran. Pero él era el «parricida de Iztapalapa», ni más ni menos. Los encabezados de los pasquines amarillistas lo describieron como un criminal frío y sádico. «Asó a su padre», «quemó vivo a su indefenso progenitor», «lo mandó al infierno en vida». Galicia había indagado el historial de José Cuauhtémoc. Le bastó ingresar en el «Registro Nacional de Infractores de la Ley» para descubrir la extensa veta de diamantes a su disposición. Un parricida que purgó prisión por quince años y a quien un jefe narco le paga las cuentas hospitalarias es una vaca lista para ordeñar.
JC no quería irse de Acuña. Hallar trabajo en otro lugar, con antecedentes penales y sin conexiones estaba cabrón. Encontrar nuevos amigos, un sitio tranquilo, una chamba así de a gusto estaba cabrón. ¡Carajo! Si lo del río estaba a toda madre. Tan solo cargar las piedras, colocarlas sobre la carretilla, empujarla hasta la troca entre el monte cerrado esquivando matorrales y luego pasarlas a la batea era más ejercicio que cualquiera de las rutinas con pesas que su padre le forzó a hacer. Se la pasaba bomba con el Cacho Medina y el doctor Enríquez en las comilonas que hacían al atardecer con Lalo, Sergio, Santiago, Jorge, Marco y compañía. Tuvo que llegar el Galicia ese a echarle a perder la felicidad y la calma. Para colmo, pendía sobre él la deuda con el boss.
Le pidió a su compa que le consiguiera un lugar donde vivir en el que no se topara de nuevo con el comandante. El Máquinas le consiguió una casucha en el ejido La Providencia, a treinta kilómetros de El Remolino. Aunque el requemado y estéril ejido La Providencia se encontraba exactamente en casa de la chingada, José Cuauhtémoc hizo su vida sin interactuar con los pobladores. En tierra narca nadie ni nada pasaba desapercibido y calladito se veía más bonito. La gente del ejido sabía que cuando un fuereño llegaba a instalarse a un jacal así de jodido es que estaba huyendo de algo. Porque la neta es que al ejido La Providencia no iba nadie. En El Remolino sí había desmadre casi a diario. Como era pasada para la sierra y de la sierra para la frontera, pues narcos iban y venían y soldados y marinos iban y venían detrás de ellos. De vez en vez pasaban trocas de militares con ocho, diez muertos amontonados en la caja. Mucho huerquillo pendejo de catorce, quince años que se creía superhéroe y que con tal de sentir chingazos de adrenalina se reclutaban con el narco. Ahí andaban en el monte cargando un cuerno de chivo, sintiéndose Batman. Esos eran los primeros que caían muertos en las refriegas. «Live fast, die fast» era el lema narco juvenil.
Si en El Remolino las cosas estaban del cocol, en La Providencia estaban calmadas. Para llegar había que desviarse de la carretera asfaltada y dar vuelta a la izquierda en una brecha tojo (tojodida) con más pozos que un campo petrolero. Se recorrían treinta kilómetros de pura polvareda para arribar a la Luvina coahuilense. Ningún cultivo se daba en esas tierras. Nada. Ni maíz, ni sorgo, ni frijol. La gente vivía de sus cabras o de sus gallinas, de cazar palomas con resorteras, de trampear ratones de campo, de comer chocha con huevo o tunas desabridas. Por eso al ejido también le llamaban La Moridencia. Uno de cada cuatro chamacos se moría antes de cumplir los cinco años.
A JC llegar a residir en ese moridero le cayó de perras. Los treinta o cuarenta habitantes andaban por las veredas en puro silencio. No hablaban, no les chiflaban a las cabras, nunca gritaban. Tan polvo y silencio eran que se confundían con los cenizos resecos. Arbustos que caminaban, respiraban y defecaban. «Te dije que este lugar era la king deluxe suite de la tranquilidad», le dijo el Máquinas una de esas veces en que le llevó lonches para una semana. Para Esmeralda era mucho trajín arrimarle la comida hasta allá. Además el Máquinas no le permitía hacerlo, no fuera que su gordipanochona le arrimara la pussypushy a su carnal. «Te traje a zombielandia porque sé que estos batos no les van a silbar ni a los gatos ni a los feos.» Silbar: rajar, soplar, dar la brújula, acusar, pitar. Los gatos: los federales, los cuicos, los tiras, los poliguachos, los polivoces, los copos, los sanchos. Los feos: los narcos, los malos, los malandros, los señores, los amigos, los esos, los innombrables, los jefes, los ratas, los uñas, los mugrosos, la maña. Los Quinos tenían controlada la zona y a los halcones de la región. Podía estar seguro que no lo iban a molestar.
Una de las ventajas de La Providencia era que se hallaba más cerca del rancho Santa Cruz que de Ciudad Acuña. José Cuauhtémoc volvió a su rutina cotidiana. Manejar hasta el falsete de entrada al rancho, abrirlo, meter la troca, guiar hasta el río, recoger piedra, acarrearla, subirla a la batea, una nadada para quitarse el calor, almorzar, leer una hora, dormir una siesta, volver a recoger piedra, acarrearla, subirla a la troca, otra nadada antes de la hora de los moscos para quitarse el sudor y la mugre, llevarle la carga de piedra al Cacho Medina a Morelos, tomarse una cerveza con él, volver al ejido, cenar un taco, pasarlo con un buche de Coca-Cola tibia, lavarse los dientes y a la meme.
El gusto le duró poco. Ya adivinaba JC que su momento Carta Blanca no le iba a durar (o Kodak moment, o juatever). Un domingo, sentado fuera de su cuarto para airearse un poco, vio una ancha estela de polvo levantarse a lo lejos. Supo que se aproximaban varios vehículos. Adivinó también que la tolvanera no significaba nada bueno cuando vio que los lugareños se escurrían bien discretitos hacia el monte. Podían ser los federales o los guachos o los Quinos o los feos de otro bando o los marinos o los municipales o los rurales. Pensó en también emprender la retirada y adentrarse hacia los breñosos arroyos donde solo moraban los jabalines. «Si alguna vez te persiguen, hazte monte», le sugirió el Máquinas. «Hacerse monte»: meterse entre las ramas y quedarse inmóvil. Por eso el Máquinas le había aconsejado nunca vestirse de colores chillones. Prohibido el rojo, el naranja, el amarillo, el verde limón. «Solo de café, beige, verde botella», por si necesitaba pelarse para el cerro. Esa máxima no rifaba para los bosses. Para eso eran bosses y para eso estaba Versace.
José Cuauhtémoc decidió no hacerse monte. No iba a huir para ningún lado. Él no le había hecho nada a nadie. No había motivo para que quisieran escabechárselo. No había nada con que extorsionarlo o presionarlo fuera de una ridícula cuenta de hospital. El ejido se vació. El silencio se hizo aún más silencio. Solo quedaron algunas chivas en los corrales de varas, y gallinas y perros en las calles.
JC vio acercarse los vehículos. Suburbans, Cherokees, Hummers, Escalades. Eran los feos, de seguro. Faltaba ver de qué bando. Se tranquilizó cuando entre la hilera descubrió la Ford del Máquinas. Se intranquilizó cuando vio que los vehículos pasaron raudos entre los jacales del ejido y se siguieron de largo dejando tras de sí una nube de polvo y gallinas atropelladas. Detrás descubrió otra columna de autos que venían en la misma dirección. Si fuera una película del Oeste, quedaría claro que a la caballería la venían persiguiendo los indios.
Regresé de Amberes con veinte años de edad directa a enfrentar la muerte. Bastaron solo tres semanas para que el cáncer mostrara su ferocidad. Las células malignas se desperdigaron por el cuerpo de mi padre a mayor velocidad que los efectos de la quimioterapia. El melanoma …